76
U
zair Bilail estudiaba
detenidamente las páginas. Desde que, cuarenta y ocho horas antes,
había recibido el paquete enviado desde El Cairo, no había dejado
de repasar los jeroglíficos intentando encontrarles algún sentido.
Aunque se consideraba muy veloz descifrando la escritura maya,
aquellas páginas se habían convertido en un reto.
Había dormido tres horas y se había levantado temprano para volver a revisarlas. Encerrado en casa de Daggart, ni siquiera se molestó en cerrar las persianas. Desplegó las hojas sobre la mesa de pino irlandés del comedor de Daggart y se rodeó de una docena de libros, diccionarios y guías de los dioses mayas. Ya avanzada la mañana, mientras se bebía la tercera taza de café, canceló sus clases de ese día poniendo su mejor voz de laringítico con pitidos y taponamiento de nariz. Si algo había aprendido de los universitarios estadounidenses era a fingirse enfermo.
A la hora de la comida calentó una porción de pizza de pepperoni en el microondas. El contenido de la nevera había menguado hasta quedar reducido prácticamente a los condimentos. Aunque se moría de ganas de salir a comer algo de verdad, sabía que, si seguía, encontraría la clave que descifraría los jeroglíficos. Estaba cerca. Lo presentía. A pesar de las dificultades, estaba a punto de descifrar el código.
El sudor brotaba del rostro de Daggart. Caía a chorros por su frente y sus sienes, le corría por las mejillas y la mandíbula y confluía en el delta de su cuello. La camisa se le pegaba al cuerpo como un bañador mojado. A pesar de las protestas de las tres mujeres que le cuidaban, Daggart había insistido en marcharse. Tenía que encontrar a Ana. Tenía que encontrar el Quinto Códice. Tenía que llegar a la concentración de Tulum. Después de que el jefe de la tribu diera su consentimiento, no hubo más remedio que cumplir los deseos de Daggart.
Dio las gracias a cada uno de los miembros de la tribu, y especialmente a las tres mujeres que lo habían cuidado hasta devolverle la salud. Se ruborizaron de vergüenza y enseñaron sus sonrisas desdentadas cuando las besó en la mejilla. Ellas, a cambio, volvieron a cubrirle el hombro con el emplasto de zapotillo, fresco y pegajoso, improvisaron un cabestrillo y le dieron corteza de sauce aplastada para que, al masticarla, menguara el dolor. Le obsequiaron además con un buen montón de tortillas envueltas en hojas de banano para que se las comiera en el viaje de regreso a casa.
Ocho hombres conducidos por el jefe de la tribu le acompañaron de vuelta a la autopista. El sendero que seguían era invisible a ojos de Daggart, pero a ellos no parecía costarles esfuerzo alguno deslizarse sin ruido por entre el denso follaje de la selva. El sol de la tarde permaneció casi escondido durante la mayor parte del camino; sólo aquí y allá se filtraban vagas filigranas entre el opaco entramado de las hojas. Del suelo empapado se alzaban hilachas de vapor blanco.
Daggart se sorprendió cuando los hombres se detuvieron de pronto, aparentemente en medio del bosque. El jefe señaló hacia delante por entre la maraña de enredaderas.
—La carretera está ahí delante.
Daggart la oyó antes de verla: el siseo lejano de la autopista, el susurro de los coches al deslizarse velozmente sobre el asfalto. Dio un paso en aquella dirección y le extrañó que los hombres no le siguieran, que parecieran dispuestos a dejar que se adelantara. Se volvió y les interrogó con la mirada.
—¿No vienen?
Contestó el jefe.
—Es mejor que nos quedemos aquí —dijo, velado por el follaje de la jungla. No se molestó en explicarse.
Daggart lo comprendía. Para una tribu era arriesgado atraerse atenciones poco deseables. Daggart se acercó a los hombres y les dio las gracias uno a uno, especialmente al jefe de la tribu. Cuando se ofreció a pagarle con el poco dinero que llevaba encima, el jefe se negó.
—No, páguenos de otro modo.
—¿Cómo?
El jefe alargó la mano y la puso sobre su pecho.
—Haga lo que sea mejor, cuando lo encuentre.
Un eco de lo que había dicho la noche anterior.
—El corazón le indicará lo que debe hacer.
El jefe sonrió enigmáticamente. Retiró el brazo y le lanzó algo con disimulo. Daggart levantó instintivamente la mano para coger el objeto que le lanzaba. Cuando abrió los dedos, vio en la palma de su mano un pequeño proyectil. Una bala aplastada.
—De su hombro —dijo el jefe—. Un recuerdo, ¿sí?
—Sí, desde luego.
Daggart sonrió y examinó la bala. Costaba creer que aquel pedacito de metal deformado hubiera estado a punto de causar su muerte.
Cuando levantó la vista para darle las gracias por aquel recuerdo, el jefe y todos sus hombres ya no estaban. Habían desaparecido en la selva, dejando tras ellos únicamente el vacío de su presencia, un súbito hueco en blanco, como si nunca hubieran estado allí. Daggart se quedó solo y tuvo que recordarse que no estaba soñando. Aquellos hombres existían. Un momento antes estaban ahí.
Guardó la bala y se abrió paso entre las lianas y las ramas bajas; poco después se encontró en el lindero de la selva. Miró por entre las frondas de las palmeras el fluir vertiginoso del tráfico. La civilización en todo su esplendor.
Respiró hondo, salió de la selva y se acercó al borde de la carretera.
Unos minutos después se hallaba en la trasera abierta de una camioneta, con cuatro niños mexicanos, dos perros y media docena de pollos, circulando a toda velocidad por la autopista. Compartió sus tortillas con los niños, que aceptaron encantados la comida gratis. Mientras el viento revolvía su pelo y secaba el sudor de su piel, pensaba en Ana. Rezaba por que estuviera viva y confiaba en que tuvieran tiempo de encontrar el códice y detener a Right América.
Uzair dio con la solución justo después de la cena.
Como en el cálculo a la hora de demostrar un teorema, sólo necesitó una fórmula, una oscura ley que aplicar para que todas las demás fórmulas cobraran sentido. Los papeles volaban mientras traducía rellenando hoja tras hoja; hizo primero una conversión literal y volvió luego sobre sus pasos para componer una versión más precisa (y accesible) de lo que se decía. No contento con el resultado, lo repasó de nuevo para asegurarse de que cada símbolo, cada jeroglífico, estaba bien traducido. Súbitamente, como si quitara una capa de pintura de un mueble viejo, apareció una imagen donde antes no había nada. Comprendió de pronto lo que intentaba decir el texto.
Y tuvo miedo.
Apartó la silla de la mesa y se acercó con paso vacilante a su teléfono móvil. Le temblaban los dedos cuando marcó el número de Daggart. Dejó un mensaje apresurado diciendo que lo había descubierto. Que le llamara en cuanto pudiera.
Temiendo que su director de tesis corriera más peligro del que había imaginado, intentó contactar con Jonathan Yost, el amigo de Daggart, para que le ayudara a localizarle. Pero era muy tarde y el decano ya no estaba en su despacho. Dejó otro mensaje atropellado pidiendo al profesor Yost que le llamara al día siguiente a casa de Daggart. En lo que a él respectaba, tenían que sacar a Daggart de allí. Inmediatamente.
A pesar de que estaba agotado y de que se moría de ganas de dar una vuelta en coche para despejarse, sabía que tenía que mandarle la traducción a Scott. El problema era hacérsela llegar de forma segura. Sonrió débilmente al ocurrírsele una posible solución.
Mientras comenzaba a teclear, una furgoneta blanca paró al otro lado de la calle. Aparcó, apagó las luces y permaneció inmóvil. Nadie se molestó en salir de ella.
El huracán Kevin remoloneaba de nuevo, esta vez en el mar Caribe, a medio camino entre Jamaica y Belice. Aunque los observadores del Centro Nacional para los Huracanes sabían que era una posibilidad remota, confiaron en que aquella pausa equivaliera a su fin. Tal vez, se decían esperanzados, el Kevin perdería fuerza y se consumiría en su torbellino, o se fragmentaría y acabaría por disiparse en el océano tan paulatinamente como había empezado.
Sabían que era improbable.
Aunque no se movía (ni daba muestras de qué dirección pensaba tomar cuando por fin volviera a moverse), los meteorólogos tenían claro que el Kevin aún daría mucho que hablar. Y teniendo en cuenta que su velocidad sostenida se estimaba en unos 150 kilómetros por hora, no estaban dispuestos a correr ningún riesgo.
Sirviéndose de los equipos informáticos más potentes y novedosos y del mejor software disponible, dos equipos especializados recrearon por separado una serie de posibles trayectorias para el huracán. Cuando acabaron, compararon resultados. Tras mucho discutir y analizar los datos, acordaron los tres rumbos más probables que podía seguir el Kevin: la costa este de Florida, justo por encima de Miami; el litoral de los cayos de Florida, desde donde se adentraría en el golfo y tocaría tierra casi con toda probabilidad en la región de Luisiana-Misisipi; o la península de Yucatán, que abordaría con un ataque directo.
De momento, lo único que podían hacer los científicos era esperar y ver qué pasaba.