3
S
us amigos le llamaban
«el Cocodrilo». Él aseguraba que se había ganado el apodo por el
sigilo y la paciencia con que seguía a sus presas. Podía pasarse
horas y horas camuflado e inmóvil antes de atacar a sus confiadas
víctimas. Como el cocodrilo que le daba nombre, era listo,
silencioso, tenaz. Y cruel. Si te cogía, no te soltaba.
Quienes le conocían y le temían afirmaban que el sobrenombre le venía del cutis picado de viruela y repleto de cicatrices de acné. De ahí, y del hecho de que, por faltarle parte del labio superior, cada vez que sonreía, masticaba o movía la boca enseñaba una hilera de dientes retorcidos y amarillentos. Le llamaban «el Cocodrilo» porque lo parecía. Y punto.
Era, en cualquier caso, un hombre grande y fuerte cuyas facciones escamosas, sobre aquella cara prominente y cuadrada, resultaban aún más conspicuas por su forma de peinarse, con el pelo negro azabache engrasado y echado hacia atrás. Y sin embargo, a pesar de sus llamativos rasgos faciales, lograba de algún modo confundirse con su entorno mientras aguardaba entre las sombras del portal. Era un mexicano más contemplando desfilar a los turistas. Mientras fumaba un cigarrillo tras otro y las volutas de humo blanco se enroscaban en torno a los cráteres de su cara, sólo sus ojos se movían. El resto de su cuerpo estaba inmóvil.
Como un cocodrilo al acecho.
Cuando Lyman Tingley salió precipitadamente por la puerta del Captain Bob, el Cocodrilo dejó caer su cigarrillo al umbral de cemento y lo aplastó con el tacón de la bota. Vio que Tingley enfilaba la avenida Cinco hacia el sur, mirando hacia atrás con nerviosismo. Pero el Cocodrilo no le siguió. Aún. Dividiendo su atención entre Tingley y la puerta del restaurante, tocó la Sig Sauer de nueve milímetros que llevaba en la cinturilla del pantalón, bajo la camisa sin remeter. No creía que fuera a necesitarla (esa noche, al menos), pero siempre era un alivio saber que estaba ahí.
Su paciencia se vio recompensada cuando otro sujeto salió del Captain Bob: un hombre con buena planta, de poco más de cuarenta años, cabello rojizo y complexión atlética.
El hombre se volvió y echó a andar en dirección contraria a la de Tingley.
El Cocodrilo se metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja de papel arrugada. Era un fax que había recibido esa mañana. Impresa en ella se veía la fotografía en blanco y negro de un hombre: el mismo que acababa de salir del restaurante. Según el pie de foto, se llamaba Scott Daggart. El Cocodrilo miró un momento más la fotografía; luego, la arrugó hasta formar con ella una bolita. Se sacó un mechero del bolsillo y lo encendió. Acercó entonces la llama azulada al papel arrugado, convirtiéndolo en una esfera ardiente.
Había visto al hombre con sus propios ojos; ya no necesitaba la fotografía. La fisonomía de Scott Daggart se había grabado en su mente, y el Cocodrilo jamás olvidaba una cara.
Empezó siendo un frente de bajas presiones frente a las costas de Senegal. Un simple accidente meteorológico. Algo que seguir con escaso interés.
Cuando se convirtió en una tormenta tropical, la gente del NHC, el Centro Nacional de Huracanes, le puso nombre: el Kevin, la undécima tormenta de la temporada de ciclones del Atlántico. Aunque el NHC comenzó a seguir cada uno de sus movimientos, había pocos motivos de alarma. A fin de cuentas, estaba aún al otro lado del océano. Había un número considerable de tormentas tropicales de las que el público jamás oía hablar. Nacían, descendían sobre el mar, daban tumbos por el Atlántico y acababan por extinguirse. Nada indicaba que el Kevin fuera distinto.
Pero mientras el NHC lo desdeñaba como una tormenta de verano más, el Kevin comenzó a avanzar hacia el oeste recorriendo lentamente el ancho Atlántico a caballo del paralelo quince y absorbiendo sus aguas sofocantes e incansables.