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L
e traía sin cuidado
que la gente le considerara un esnob: él prefería con mucho el
Museo Marmottan al Museo d'Orsay y a L'Orangerie. Incluso lo
prefería al Louvre. Su colección no sólo era más manejable para
verla en un solo día, sino que sus visitantes eran infinitamente
menos numerosos y muchísimo más educados. En lugar de las obtusas
muchedumbres que se agolpaban en el Louvre, trepándose unas a
otras, para ver fugazmente la Mona Lisa y la Venus de Milo, o de
los seudointelectuales que se fingían impresionados ante un puñado
de Van Goghs en el Museo d'Orsay (tachando los museos de su lista
de cosas que hacer como si estuvieran en un concurso), el Marmottan
ofrecía arte excelso y serena reflexión: la oportunidad de
detenerse en la espaciosa sala circular de la planta baja de la
villa restaurada y verse rodeado por las más grandes pinturas de
Monet. Así era como había que experimentar el arte.
Llevaba yendo a París desde sus tiempos de estudiante y rara vez perdía la ocasión de visitar el Museo Marmottan. Ver aquella institución suponía un viaje más largo en metro, pero para él siempre merecía la pena. Sobre todo, cuando necesitaba despejarse.
Y ahora lo necesitaba, no había duda.
Miró su reloj. Era por la mañana en París, de modo que en Yucatán aún sería de madrugada. Demasiado pronto para tener noticias de su hombre en México.
Tomó asiento en el largo banco y fijó los ojos en el mundo azul y verde de los nenúfares de Monet. Adoraba que, a medida que el pintor perdía la vista, sus colores se volvieran más radiantes y sus pinceladas más vigorosas. El maestro no había introducido aquellos cambios en su arte pensando en el público, sino en sí mismo. Era el único modo de ver lo que estaba pintando.
Adaptación. Uno hacía lo que tenía que hacer.
Se recostó en el banco y estiró las piernas, nutriéndose de la reconfortante frescura de los colores de Monet. Eran esplendorosos aquellos Nenúfares: el agua densa y opaca; el puente arqueado que parecía suspendido en el aire; los sauces remojándose en el pequeño estanque de Giverny.
Se imaginó dirigiendo la reunión que daría comienzo seis horas después. La visualizó sin reparar apenas en los susurros de los visitantes que había a su alrededor. Repasó cada detalle con la imaginación. Vio exactamente cómo la encauzaría. Dónde se sentaría cada cual. Cuándo se les permitiría hablar y cuándo no. Al principio se mostrarían sorprendidos, incluso atónitos. Pero el plan funcionaría. Conseguirían lo que querían (todos ellos) y el mundo jamás volvería a ser el mismo.