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D
aggart miraba el agua
negra forzando los ojos para ver a Ana a través de las turbias olas
que lamían el borde circular. Dejó la llama en la orilla y se
dispuso a entrar de nuevo en el estanque. Mientras se preparaba
para la zambullida, mil preguntas desfilaban por su mente. ¿Por qué
había saltado ella al agua? ¿Por qué había gritado? ¿Había visto un
alacrán, el famoso escorpión de Yucatán? ¿Había resbalado y se
había caído? Y si era así, ¿por qué se había movido de donde
estaba?
Daggart comprendió el porqué cuando de pronto aparecieron dos cabezas en la superficie del estanque. Una pertenecía a Ana Gabriela. La otra era la del Cocodrilo, que sujetaba a Ana con el brazo acercándole un reluciente cuchillo a la garganta.
—Buenas tardes —gritó alegremente mientras la arrastraba hacia un lado del estanque—. Me ha parecido una lástima que nos despidiéramos tan bruscamente, así que los he seguido hasta aquí.
—Suéltela —dijo Daggart. No se molestó en ocultar su repugnancia.
El Cocodrilo apretó aún más el cuchillo contra el cuello de Ana, abultando la piel a ambos lados de la hoja.
—No creo que esté en situación de decirme lo que tengo que hacer. Ahora, ¿por qué no retrocede hasta esa pared?
Daggart no tenía elección. Se levantó e hizo lo que le pedía el Cocodrilo: retrocedió hasta llegar a un lado de la cueva. Se movía lenta y premeditadamente, como si intentara no espantar a un animal acorralado.
—¿Qué quiere? —preguntó.
—¿No es evidente? —El Cocodrilo había llevado a Ana hasta la orilla, pero no parecía tener prisa por salir del agua, donde Daggart no podía alcanzarle.
—Si es el Quinto Códice, no lo conseguirá.
—Verá, no se trata sólo del códice. También quiero venganza. No me gusta que me hagan pasar por tonto.
—De eso sólo usted tiene la culpa. Intente buscarse mejores ayudantes la próxima vez.
—Usted no lo entiende. No habrá próxima vez. Ni para usted, ni para la chica. —Sonrió, y el agua chorreó por su barbilla. Clavó un poco más el cuchillo en el cuello de Ana.
A pesar de que la luz anaranjada era muy tenue, Daggart vio que ella tenía la piel de gallina. Deseó más que nada en el mundo abalanzarse contra el Cocodrilo, arrancarle el cuchillo de las manos y hundírselo en el corazón. Pero sabía que era muy probable que Ana saliera herida (o algo peor) si intentaba hacerse el héroe. Era mejor esperar el momento propicio.
Suponiendo que ese momento se presentara.
—Déjenos fuera de la ecuación —dijo, suavizando el tono—. Hablemos del códice. ¿Por qué quiere destruir una pieza de valor incalculable? ¿Por qué no se la queda e intenta venderla en el mercado?
—¿Quiere que engañe a mi jefe?
—Exacto.
—Hay algo que se le escapa. Yo soy un hombre de palabra. Le prometí al Jefe que destruiría el manuscrito y les mataría, y eso es lo que voy a hacer.
—No conseguirá sacarlo de aquí de una pieza.
—Permítame corregirle —dijo el Cocodrilo, curvando su medio labio en una sonrisa—. Son ustedes los que no saldrán de aquí de una pieza. Sobre todo ahora que saben tanto.
—¿Y si no decimos nada del códice? —preguntó Ana. Sus primeras palabras desde que estaba en manos del Cocodrilo. Daggart oyó el leve castañeteo de sus dientes al hablar.
—Puede que usted sí lo hiciera, señorita, pero no estoy convencido de que su novio sea capaz de mantener la boca cerrada. No me parece muy discreto. ¿No está de acuerdo, señor?
Daggart no dijo nada.
—¿Lo ve? —le preguntó el Cocodrilo a Ana—. Ni siquiera se molesta en intentar persuadirme. Y la verdad es que se lo agradezco. —Fijó su atención en Daggart—. Es usted muy distinto de su amigo, el señor Tingley. Al final se comprometió a toda clase de cosas. Prometió cerrar el pico. Prometió devolver el dinero. Hasta me ofreció su reloj. Y yo, claro, me lo llevé de todos modos cuando acabé. —Lanzó una sonrisa amarillenta, satisfecho de su propia astucia.
Volvió a fijar su atención en Ana.
—Puede salir del agua —dijo, soltándola.
Cuando ella salió del estanque, temblaba y le castañeteaban los dientes. Daggart dio un paso adelante para ayudarla, pero el Cocodrilo levantó el cuchillo.
—No necesita su ayuda.
Daggart retrocedió y vio que Ana se erguía lentamente sobre el lecho seco. Ella se sentó en el suelo, con la blusa pegada al pecho. El agua chorreaba por su largo cabello negro, por sus dedos, por el bajo de sus pantalones cortos. Junto a sus pies y sus nalgas se formaron pequeños charcos.
—Ahora no se mueva de ahí —ordenó el Cocodrilo, y se puso el largo y bruñido cuchillo entre los dientes, como un pirata. Manteniéndose a flote en el agua, metió la mano en un bolsillo cerrado con cremallera y sacó una jeringa. Le quitó la capucha con la destreza de quien lleva haciéndolo toda la vida, presionó el émbolo hasta que salieron unas pocas gotas, examinó un momento la jeringa, la golpeó suavemente con la uña del dedo índice y con la velocidad de una serpiente atacando a su presa clavó la aguja en el muslo de Ana, por debajo de los pantalones.
Ella dejó escapar un suave grito.
—No ha sido para tanto, ¿verdad? —dijo el Cocodrilo, sujetando la jeringa junto a su cara como si hablara a una cámara—. Me encanta la ametocaína. Es la anestesia perfecta. Actúa rápidamente y es muy duradera. Y no tiene efectos secundarios desagradables. Aunque usted no tendrá que preocuparse por eso. —Se rio de su propia broma, se quitó el cuchillo de entre los dientes y lo cogió con la mano—. No va a matarla, si eso es lo que le preocupa. De eso ya me ocupo yo. Le entumecerá las piernas para que no pueda andar, nada más. Odio tener que perseguir a mis víctimas sacrificiales. Es tan cansado… Y así estará completamente consciente cuando le abra el pecho y extraiga su corazón palpitante.
La expresión aterrorizada de Ana le dijo a Daggart todo lo que necesitaba saber. Ya empezaba a perder la sensibilidad de las piernas. Se tocaba los muslos como si intentara desentumecerlas.
El Cocodrilo salió reptando del agua y se encaramó a la cornisa de caliza. Aunque al levantarse se sacudió como un perro mojado, las profundas picaduras de su cara siguieron llenas de agua, como la superficie de una ropa cuando retiene la lluvia. Se pasó una mano por la cabeza, abriendo surcos del ancho de un dedo entre su pelo.
—Bueno, ¿dónde está ese manuscrito que llevamos tanto tiempo buscando? —preguntó.
—Encuéntrelo usted mismo —dijo Daggart.
—Vaya. Y yo que creía que éramos socios. A fin de cuentas, es usted quien nos ha conducido hasta aquí. Así que, ¿por qué no acaba el trabajo y me dice dónde está? De esta manera todos ahorraremos tiempo.
—No. Será usted quien se lo ahorre. Está claro lo que piensa hacer con nosotros.
El Cocodrilo sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes amarillos y podridos.
—¿Tanto se me nota, señor?
Daggart no respondió.
—Está bien. Lo encontraré yo mismo —dijo el Cocodrilo—. Dudo de que sea muy difícil localizarlo. Mientras tanto, ¿quién quiere ser el primero? —preguntó con espantosa satisfacción. El agua que caía de su ropa tamborileaba sobre el suelo de caliza.
—Yo —contestó Daggart.
—No, Scott —protestó Ana. Levantó los ojos de sus piernas paralizadas y le tendió la mano. Aunque estaban demasiado lejos para tocarse, Daggart sintió el pulso de la yema de sus dedos, el calor reconfortante de su palma.
—No pasa nada, Ana. —Inclinó sutilmente la cabeza, diciéndole que no se preocupara.
—Avísenme cuando se hayan decidido, tortolitos —dijo el Cocodrilo. Sus palabras rebosaban sarcasmo.
—Permítame hacerle una pregunta —dijo Daggart—. Va a matarme a mí primero, ¿verdad?
Miró a Daggart con recelo y levantó el cuchillo lentamente.
—Ése es el plan, sí.
—¿Y cómo va a impedir que huya? A fin de cuentas, yo aún puedo moverme.
—Sí, puede —reconoció el Cocodrilo.
—Explíqueme entonces cómo va a arreglárselas.
El Cocodrilo sacudió la cabeza con pesar.
—Ustedes, los profesores, siempre tan desprevenidos.
Deslizó la mano en la parte de atrás de su cinturilla y sacó una pequeña bolsa de plástico de buceo. Desdobló el cierre doble y extrajo una pequeña pistola. Daggart vio que era una Sig Sauer. El arma predilecta de los Seáis de la Armada. El Cocodrilo la tocó como si admirara una obra de arte preciosa.
De pronto levantó la pistola y disparó a Daggart a la cabeza; la bala pasó silbando junto a su oído antes de rebotar en las paredes. Daggart no se movió, pero los tres se quedaron paralizados al oír el estruendo de la explosión y su eco. Su reverberación siguió oyéndose mucho después de que el Cocodrilo bajara el arma.
—¿Qué me decía de cómo voy a impedirle escapar?
Daggart miró a Ana y vio que el anestésico ya había hecho efecto. Se clavaba los dedos en las piernas en un vano intento de resucitarlas.
—El señor quiere ser el primero, ¿no es así?
Scott Daggart asintió con la cabeza. Ana tenía lágrimas en las mejillas.
—Vamos, vamos —dijo el Cocodrilo—. Nada de llantos. Al fin y al cabo, esto sólo son negocios. Nada personal.
—Escúcheme —dijo Daggart—. Supongo que quiere sacarme el corazón.
La cara del Cocodrilo se contrajo en una sonrisa satisfecha y pegajosa al oírle.
—¿Cómo lo ha adivinado?
—Entonces, se lo pondré fácil. —Se agachó hasta quedar tumbado boca arriba en el suelo de la cueva. Sintió el frío de la roca bajo la espalda, la cabeza, las piernas—. No tiene sentido prolongar esto. Le doy mi palabra de que no me resistiré.
—Le creo. A fin de cuentas, soy yo quien tiene la pistola y el cuchillo.
—Exacto. Y cuanto antes acabe esto… En fin, antes habrá acabado.
—Ahora empieza a entrar en razón. Pero debo advertirle de que, si trata de hacer algún truco, si se mueve lo más mínimo, le pegaré un tiro en la cabeza y morirá en el acto.
—Entendido.
—Al más mínimo movimiento.
—De acuerdo. —Hablaba con resignación.
Estiró los brazos como si fueran a crucificarle.
El Cocodrilo se acercó a él con recelo, amenazándole con la pistola y el cuchillo: la pistola apuntaba a la cabeza y el cuchillo al corazón.
Para las tres personas presentes en la cueva, aquéllos eran los últimos instantes de vida de Scott Daggart.