71

Corría tambaleándose por la selva. El bosque era denso, sofocante, opresivo en su cercanía. Los olores, acres, húmedos, empalagosos. Unas veces, el sirope dulzón de las flores; otras, el hedor a podrido de la carroña. Incluso a plena luz del día era imposible ver a más de tres metros de distancia en cualquier dirección. A oscuras, no se veía a más de veinte centímetros. Con las manos extendidas como un ciego, Daggart palpaba delante de él, apartando hojas de palma y lianas de chayotera que laceraban su cara y tiraban de su ropa. Las ramas se empalaban en su hombro ensangrentado.

Odiaba la idea de internarse en la selva sin brújula ni coordenadas. Pero más aún odiaba no estar con Ana. Odiaba sobre todo no saber si estaba viva.

«No es momento de pensar en eso —se decía—. Sigue adelante. Mañana encontrarás el camino de vuelta».

«Relájate. Respira».

Se detuvo a recobrar el aliento; le dolía el hombro izquierdo y seguía teniendo hinchado el tobillo derecho. Palpó la herida, intentando sacar la bala con los dedos. Aunque sentía el pedazo de metal incrustado en el hueso, la bala no salió. La carne se había cerrado en torno al intruso, no lo dejaba escapar. Al menos, de momento. La hemorragia había remitido, pero aún bombeaba un chorro constante que se deslizaba por su brazo izquierdo. La única buena noticia era la herida de su frente. La sangre había dejado de manar, se había secado, se notaba pegajosa al tacto. Una pequeña victoria.

Oyó pasos tras él y siguió adelante, abriéndose paso frenético entre la maraña de los árboles. Convencido de que Rosales no podía andar muy lejos, rebasó su propia marca de resistencia.

«Sigue avanzando. No te pares ahora».

Más de una vez tropezó, cayó de bruces al suelo de la selva, y estuvo a punto de gritar de dolor cuando su hombro chocó contra la tierra. Cada vez tardaba más en levantarse y seguir adelante.

«Vamos. Levántate. No te detengas ahora».

Temía pararse, temía que Rosales le cogiera y le metiera en el asiento trasero de un coche patrulla. Que le impidiera ver a Ana. Y encontrar el códice. No necesitaba más motivación que ésa para levantarse a duras penas y echar de nuevo a correr zigzagueando a trompicones.

Su mente fue nublándose. Sus piernas se volvieron de goma. Veía estrellas, pero sabía que no estaban en el cielo: eran obra de su cerebro. Su visión periférica se cerraba como las pupilas en el cine. Un círculo ennegrecido que se hacía más y más pequeño, reduciendo el alcance y la nitidez de su visión. Luchaba contra la debilidad. Y por mantenerse lúcido. Y por conservar las fuerzas.

Los monos aulladores chillaban mientras avanzaba a tientas. Sus gritos insistentes traspasaban la quietud de la noche.

Apenas podía pensar con claridad. No tenía ni idea de adonde iba, sólo sabía que estaba moviéndose. Y que tenía que seguir adelante. Debía hacerlo. Aunque fuera un esfuerzo levantar un pie y luego el otro, era consciente de que no podía detenerse. Ignoraba hacia dónde se dirigía, pero se decía que era preferible seguir avanzando a quedarse quieto. Cualquier cosa era mejor que detenerse. Cualquier cosa.

Siguió adelante cayéndose más a menudo, levantándose más lentamente. Los bordes afilados de la vegetación marcaron su cara con cien nuevas cicatrices. Trozos de hojas secas y podridas se adherían a su frente pegajosa. Pensó en los jaguares que aún merodeaban por aquellos bosques; procuró imaginarse a sí mismo como uno de ellos y recrear su visión nocturna, que les permitía moverse a salvo de noche y abrirse paso por el profundo dédalo de la selva.

«Sigue moviéndote. No te detengas. Ana, ¿estás bien?».

Tocó el tronco espinoso de una ceiba, sus manos se ensartaron en los pinchos puntiagudos. En las palmas de sus manos brotaron hilillos de sangre, una docena de estigmas, y se limpió en los pantalones el líquido denso y cálido.

Su campo de visión se estrechó, las estrellas rodearon los bordes de su vista; ya no podía caminar en línea recta. Empezó a sentir un embotamiento que no había experimentado nunca antes. Ya no sabía dónde estaba la izquierda y dónde la derecha. De pronto le costaba mantenerse erguido. Avanzar en línea recta era imposible. La pérdida de sangre le había debilitado. Se sentía como si alguien le hubiera drogado, o emborrachado, o golpeado en la cabeza, o las tres cosas juntas.

«No te pares ahora. Puedes hacerlo».

«Relájate. Respira».

Levantó los pies. Primero uno, luego el otro. Respiraba con un jadeo constante. Exhalaba profundamente, hacía una pausa, inhalaba más profundamente aún. Se limpió la sangre de las manos en los pantalones. Parpadeó e intentó despejar su vista. Se inclinó, confiando en que el cambio de postura le diera impulso, le empujara hacia delante. Exhalaba, se detenía, respiraba hondo.

Al caer al suelo una última vez, Scott Daggart se dio cuenta de que la distancia que había interpuesto entre Rosales y él tal vez no le convenía. Si de veras se había perdido en la selva, nadie le encontraría. Nadie descubriría el despojo de su cuerpo moribundo. Pronto sería pasto de serpientes y zopilotes, de jaguares y pumas. O peor aún, de chupacabras.

Cuando intentó levantarse, le fallaron las fuerzas. Mientras yacía en los brazos acogedores de la maleza, sus últimos pensamientos fueron para Ana Gabriela.

Ana Gabriela abrió los ojos con un parpadeo y todo lo que vio fue blancura. «Así que esto es estar muerta», se dijo, y aunque aquella idea iba acompañada de cierto sosiego, empezó a experimentar también una tristeza asfixiante. «Si estoy muerta, ¿cómo es que siento algo tan real como la pena? Seguro que no nos llevamos esos sentimientos al otro mundo. Era haber perdido a Scott Daggart lo que la entristecía. La idea de que hubiera muerto la hizo llorar de pronto.

«Hay que sufrir para merecer».

Pero ella no quería ser merecedora de nada. No quería sufrir. Así no, al menos.

—¿Por qué llora, señorita? —preguntó una voz—. Está viva.

Una cara redonda se cernía súbitamente sobre ella.

—¿Estoy viva? —preguntó.

—Ya lo creo que sí —contestó el hombre en un español fácil y reconfortante.

Llevaba uniforme médico y empujó suavemente a Ana hacia la camilla cuando ella intentó incorporarse. Con la cabeza apoyada en la almohada, Ana miró el blanco interior de la ambulancia. Una serie de tubos unía su brazo a varias bolsas de suero que se mecían. Notaba el brazo como un alfiletero, pero eso no era nada comparado con el saco de boxeo en el que se había convertido su cuerpo. Le dolían las costillas. Punzadas de dolor le atravesaban el vientre. Tenía que esforzarse por respirar.

—Ahora descanse —dijo el enfermero, intentando tranquilizarla—. Primero hay que llevarla al hospital.

—Pero necesito saber si Scott está bien.

—¿Scott?

—El hombre que iba conmigo en el coche.

El semblante del enfermero se ensombreció, y quitó de la tripa desnuda de Ana una tira de gasa manchada de sangre. Cortó una tira nueva y la colocó sobre su abdomen, apretando suavemente.

—No había nadie más, señorita, sólo usted.

—Pero Scott estaba conmigo.

—Lo siento, señorita, pero no había ningún Scott.

—Estaba conmigo, íbamos juntos. Estábamos en el coche y salimos volando. Yo conducía y él iba en el asiento de al lado, y bajamos juntos por el terraplén… —Se interrumpió y confió en que su mente diera con las piezas que faltaban.

—No lo encontramos, señorita. Pero la avisaré si me entero de algo. Ahora, ¿por qué no se tumba y descansa?

El rostro de Ana se arrugó como un abanico mientras grandes lágrimas maduras brotaban de sus ojos.

El enfermero le dio la espalda, sacó una jeringa de un estuche rojo e insertó la aguja en su vía intravenosa. Ana se durmió casi en el acto.

El Quinto Codice Maya
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