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A
na Gabriela entró en
la trastienda y se derrumbó en brazos de Scott Daggart.
—¿Lo has oído? —preguntó.
Él dijo que sí con la cabeza e intentó tranquilizarla. Aunque en un principio había ido a enfrentarse a ella, ahora se daba cuenta de que los dos eran víctimas. Ambos habían perdido a un ser querido a manos de un asesino. Eso los convertía en miembros del mismo club, aun a su pesar. Daggart no se lo habría deseado a nadie.
—Ana, no es a ti a quien buscan —dijo él—. Es a mí. Por eso estuvieron vigilando en la tienda de enfrente. Y por eso creo que conviene que haga esto solo. No debería haber vuelto aquí.
Ella se apartó y le miró.
—No, has hecho bien en volver. Si no, me habría quedado con la duda. —Se separó de él por completo—. Voy a llamar a Héctor Muchado para concertar una cita. Luego te llevaré al aeropuerto.
—Ana…
—Los dos hemos sufrido una gran pérdida, ¿no, Scott? Y si te ayudo a encontrar el Quinto Códice, estaré ayudando a honrar la memoria de mi hermano.
Daggart no podía llevarle la contraria, pero odiaba pensar que ella fuera a ponerse en peligro. Sobre todo, tratándose de un grupo tan poderoso como Right América y tan peligroso como el Cruzoob. Ana pareció leerle el pensamiento.
—¿Conoces el dicho «más puede maña que fuerza»? —preguntó.
—¿Quiere decir que la astucia puede más que la fuerza?
Ella asintió con la cabeza.
—Ellos son más, y tienen más dinero y más armas, pero creo que podremos arreglárnoslas.
Daggart vio que no podría disuadirla. Y además la idea de estar con ella era mucho más apetecible que la de estar solo.
—Está bien —dijo, ablandándose.
—¿Seguro?
—Absolutamente.
Ella sonrió, cogió el teléfono y llamó a Héctor Muchado.
Ana recorrió con paso parsimonioso el largo y estrecho callejón, hasta su Volkswagen Pointer y montó en él con la misma tranquilidad con la que lo hacía al final de cualquier otro día. Pero en lugar de tomar su ruta de costumbre para llegar a casa, dio marcha atrás por el callejón y se detuvo junto a la entrada trasera de la joyería Eterno. Daggart salió al oír el motor al ralentí. Se deslizó en el asiento delantero y Ana pisó el acelerador.
Fueron primero a su piso, en un edificio de dos plantas, pintado de blanco, en la zona oeste de la ciudad. Ella entró corriendo y cuando volvió, unos minutos después, llevaba una abultada mochila. La arrojó al asiento de atrás y puso rumbo a la autopista.
Una señal les avisó de que faltaban sesenta y cinco kilómetros para Cancón.
—Te he traído un cepillo de dientes y un poco de ropa.
—¿Tienes ropa de mi talla? —Adivinó la respuesta a su pregunta en cuanto formuló ésta—. ¿De tu hermano?
Ella asintió.
—Será un honor ponérmela —dijo Daggart.
A ella le tembló un momento la barbilla. Luchaba por contener las lágrimas.
—No puedes hacer un viaje transatlántico sin llevar equipaje —dijo. Era su modo de cambiar de tema—. Parecería un poco sospechoso. Quizá no te dejarían subir al avión.
—Tienes razón.
Ella aceleró y deslizó el Volkswagen entre dos autobuses de turistas.
—¿Y qué voy a hacer yo mientras tú estás en Egipto?
—¿Qué te parecería ir a Chichén Itzá?
—¿A las ruinas?
Daggart asintió con una inclinación de cabeza y anotó un nombre en un trocito de papel.
—Hay un arqueólogo, Peter Dorfman. Lleva años excavando allí, intentando descubrir por qué se fueron los mayas tan de repente en el siglo x. Quizá pueda sernos de ayuda.
—¿Es amigo tuyo?
—No, qué va. De hecho, te prevengo: es una especie de donjuán.
—Tomo nota, como suele decirse.
Daggart sonrió.
—Perfecto.
Le pasó el trozo de papel con el nombre de Dorfman y le dijo lo que quería que le preguntara. Mientras hablaban, la jungla, rastrera y sinuosa, pasaba por su lado como un borrón verde y agobiado de enredaderas. Para cuando Ana dejó a Daggart en el aeropuerto tenían un plan. Era imperfecto, y las probabilidades eran de uno contra cien (o de uno contra mil) en su contra. Pero era un plan.
Y además, se recordaron el uno al otro, más vale maña que fuerza.