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H
abía oscurecido cuando
la camioneta llegó a los suburbios del norte de Playa del Carmen.
Scott Daggart saltó de la parte de atrás con el brazo aún en
cabestrillo y se acercó a la ventanilla del conductor. El hombre se
negó a aceptar dinero. Daggart fingió estar de acuerdo, pero logró
deslizar dos billetes de veinte en el bolsillo de su camisa. No
creía que al hombre le importara. Y un taxi le habría costado mucho
más.
Cuando la camioneta se perdió de vista, Daggart echó a andar por las calles a oscuras. Al pasar por una máquina expendedora de periódicos, vio un aparatoso titular acerca del brutal asesinato de tres personas en Mérida. Se acercó a mirarlo más de cerca. Junto al artículo a tres columnas había una pequeña fotografía suya. El pie de foto le identificaba como «el presunto asesino, Scott Daggart». Bajó la cara y se apresuró a alejarse de allí, pegándose a los edificios mientras avanzaba por las aceras desniveladas y ruinosas. Ya no se escondía solamente del inspector Rosales y el Cocodrilo, sino de la policía del estado de Quintana Roo, de la policía municipal de Mérida y Playa del Carmen, de los federales y de cualquier persona que hubiera visto el periódico de ese día.
Sin apartarse de las sombras, escudriñaba las calles vacías. Se acercó apresuradamente al edificio de apartamentos y subió a la segunda planta. Llamó suavemente a la puerta, tocando apenas la madera con los nudillos.
Se disponía a llamar otra vez cuando Olivia Dijero abrió limpiándose aún las manos en el delantal. Olivia, una mujer baja y devota que creía firmemente en los milagros y en los santos patronos (había puesto hacía tiempo una fotografía de Daggart junto a una estampita de Jesús: dos velas para Jesús, una para Daggart), sofocó una exclamación de sorpresa al verle.
—Jesucristo —murmuró en voz baja. Se tapó la boca y ahogó un grito.
—Hola, Olivia.
—Pasa —dijo ella rápidamente, y tiró de él. Cerró la puerta, echó la llave y dio a Daggart un abrazo que casi le dejó sin respiración—. Voy a decírselo a Alberto.
Se alejó por el estrecho pasillo y Daggart paseó la mirada por el apartamento de dos habitaciones en el que Olivia y Alberto vivían con sus tres hijos de corta edad. Aunque era pequeño, el piso estaba muy limpio y tenía encanto.
Su buen amigo apareció un momento después.
—Amigo —dijo Alberto.
—Amigo —contestó Daggart.
Alberto le rodeó con el brazo.
—Estábamos preocupados. Oímos lo de tu cabaña y luego lo del accidente de coche…
—Han pasado muchas cosas, amigo mío, pero estoy bien.
—¿No eres una aparición?
Daggart sonrió.
—No soy una aparición.
—¿Y esto? —Miró la cataplasma de hojas que cubría el hombro de Daggart.
—Un rasguño que me curaron unas mujeres mayas. Me rescató una tribu en la selva, ya te lo contaré en otro momento. Pero primero tengo que encontrar a Ana. Si me ayudaras a llegar a la joyería Eterno, te lo agradecería.
Alberto asintió con la cabeza y dijo:
—Llegar allí podría ser un problema.
—Por eso he acudido a ti.
—Pero hay otros modos de verla.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Daggart.
—Te están buscando, ¿sabes?
—Sí, lo sé. Acabo de ver los periódicos.
—No me refería a eso.
Daggart le miró inquisitivamente y en ese momento Ana Gabriela dobló la esquina del pasillo. Iba descalza y llevaba pantalones cortos azules y una camisa blanca. Al ver a Daggart se le saltaron las lágrimas y cayeron el uno en brazos del otro con la facilidad con que uno cae en la cama tras un arduo día de trabajo.
Pasado un momento, Daggart se apartó y agarró a Ana por los hombros.
—¿Estás bien? —preguntó. Miró los hematomas y los arañazos que tenía en la cara, en los brazos, en las piernas.
Ella asintió con un gesto mientras dos lágrimas gemelas resbalaban por sus mejillas y le contó cómo había escapado del hospital de Mérida.
—Pero ¿cómo se te ocurrió venir aquí? —preguntó Daggart.
—Siempre decías que eran tus mejores amigos. Y ahora sé por qué. —Siguió explicándole cómo durante el día y medio anterior Olivia había curado sus heridas, le había prestado ropa limpia y le había dado de comer sopa de tortilla recién hecha a la menor ocasión.
Olivia se sonrojó, levantó un pico del delantal y se limpió las manos como si aún hubiera mucho que hacer.
—Vamos —dijo, cambiando de tema—, tienes que comer un poco. —Ya iba hacia la cocina cuando Alberto la detuvo.
—Es mejor que os marchéis —dijo Alberto. Los otros tres le miraron—. Antes vi gente fuera. Gente a la que no había visto antes. Temo que puedan estar buscándoos.
—Pero tiene que comer —dijo Olivia.
—Alberto tiene razón —dijo Daggart—. Ya habéis corrido bastante peligro por nuestra culpa. Lo mejor que podemos hacer es salir de aquí mientras podamos. Por el bien de todos.
—Prométeme una cosa —dijo Alberto.
—Tú dirás.
—Prométeme que me llamarás la próxima vez que necesites ayuda.
Daggart le dio una palmada en el hombro.
—La verdad es que ya tengo algo pensado.
Olivia les preparó un paquete con bizcochos y tortillas de maíz y, tras una serie de adioses apresurados y llorosos, Daggart y Ana se marcharon. Alberto les prestó su desvencijada camioneta: imaginaban que la policía andaba buscando el Volkswagen de Ana. No se apartaron de las carreteras secundarias hasta que estuvieron muy al sur de Playa del Carmen. Tomaron entonces la 307, mezclándose con los cientos de vehículos que circulaban hacia el sur por la autopista.
Se alojaron en una casita no muy lejos de Tulum. Había una docena más de casitas como aquélla: pequeñas edificaciones blancas con la pintura desconchada y escaso atractivo. Uno de esos sitios que al cabo de un año, poco más o menos, sería derribado sin que nadie reparara en ello. Tal vez ni siquiera el propietario, que apenas apartó los ojos del partido de fútbol que estaba viendo en su pequeño televisor en blanco y negro cuando Daggart entró en la oficina y pidió una habitación para esa noche. Pagó en metálico y, con los ojos aún pegados a la tele, el encargado cogió el dinero y sin contarlo deslizó una llave por el mostrador.
Al entrar en su casita, Daggart y Ana vieron por sí mismos por qué en el aparcamiento no había más coches que el suyo. El interior de la habitación olía a moho y a humo de tabaco rancio. El techo estaba salpicado de manchas marrones de humedad. Había marcas de quemaduras en la pequeña mesa de comedor. Aquel sitio era una pocilga. Pero a Daggart y Ana no les importó lo más mínimo. Sería un buen refugio para pasar la noche. Y eso era lo único que importaba.
Mientras Ana se duchaba, Daggart salió a llamar a una cabina que se alzaba bajo una farola amarilla. Además del ruido sofocado del televisor de la oficina, oía el coro constante de los insectos y el zumbido lejano de los coches en la autopista. Fuera de eso, sólo se escuchaba el batir de las olas a lo lejos. En la brisa ligera se adivinaba el cosquilleo del olor a salitre. Daggart abrió la puerta plegable de la cabina, espantó un escuadrón de polillas y descolgó el teléfono. Sujetó el aparato entre la cabeza y el cuello mientras marcaba los números de su tarjeta telefónica. Nunca había echado tanto de menos su teléfono móvil como esos dos últimos días.
Saltó su contestador en Chicago. Al acabar el mensaje, Daggart dijo:
—Uzair, ¿estás ahí? Cógelo, si estás. Soy Scott. —Esperó un momento. Sólo oía el zumbido de la llamada, el eco de un ruido blanco—. Está bien, escucha, tengo que pedirte un favor más. Hace un par de días vi unas fotos de la NASA. Fotos de Yucatán hechas con infrarrojos. Mostraban las sacbeob. Necesito copias de esas fotos. Llama a la NASA. Si no quieren ayudarte, ponte en contacto con el profesor Holt, del Departamento de Astronomía. Necesito de verdad ver esas fotos. Gracias, Uzair. Te debo una.
Colgó y las polillas comenzaron a posarse de nuevo antes de que tuviera tiempo a alejarse. Rodeó toda la fila de casitas. Hasta donde pudo ver, su destartalado bungalow era el único ocupado. Lo cual no era de extrañar.
Cuando entró en la habitación Ana estaba en la cama, tapada con la sábana hasta el cuello.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Daggart, sentándose al borde de su cama para quitarse los zapatos.
—Mucho mejor. —Ana miró su hombro—. ¿Qué tal va eso?
—Sobreviviré.
—Deberías limpiártelo.
—Debería lavarme, ya que estoy. No quiero que pienses que suelo dejar pasar tantos días entre ducha y ducha.
Ana sonrió: dientes blancos sobre un fondo de piel canela.
—Conozco a los estadounidenses. Lo sé todo sobre el grunge.
—Siento decírtelo, pero el grunge es cosa del pasado.
—Puede que tú lo pongas de moda otra vez.
—Esperemos que no. —Miró su cara—. ¿Seguro que estás bien?
Ella asintió en silencio.
—Puedo seguir yo solo, ¿sabes? No hay razón para que te impliques en esto. Deberías no hacerte notar. Puedo encontrar el Quinto Códice solo.
—Lo sé —dijo ella con ojos inquietos—. Pero también pienso en Javier. En sus últimos momentos. No soy una persona vengativa. Requiere demasiada energía y además me arruinaría la vida. Pero al mismo tiempo esa gente es de una maldad que no consigo entender. —Sus ojos se posaron en la cara de Daggart—. Me gustaría continuar, mientras crea que puedo ayudarte y no ser un estorbo.
Daggart se inclinó hacia el hueco que separaba las camas y cogió su mano.
—Si crees que es lo mejor. —Sí.
—Entonces no tengo nada que objetar —dijo él. Pero en cuanto lo dijo se dio cuenta de que no estaba siendo sincero. No del todo. Bastante terrible era ya que hubiera muerto tanta gente. No podría soportar que le sucediera algo a Ana Gabriela.
Aquel sentimiento le sorprendió.
Sus ojos se encontraron y Daggart comprendió que ella sabía lo que estaba pensando en ese preciso instante. Aquella intimidad le asustaba. A pesar de todo lo que habían pasado juntos, permitirse sentir era lo que más le atemorizaba. Tras el calvario de la muerte de Susan, temía permitirse de nuevo sentimientos tan hondos. Bajó los ojos y apartó la mano lentamente.
—Voy a asearme.
Ana asintió con la cabeza, comprensiva.
El cuarto de baño era pequeño, pero estaba limpio. Era incluso alegre, con su alicatado amarillo. Daggart sacó el brazo del cabestrillo, se desvistió y apartó cuidadosamente el emplasto pegajoso. Las mujeres habían cubierto su hombro como se cubre de hielo un pescado. La herida era un boceto en negro y morado sujeto por un tosco zigzag de puntos. En plan Frankenstein. Curiosamente, no parecía infectada y apenas le dolía, seguramente por la corteza de sauce que había estado mascando. Mientras se duchaba, rezó una pequeña plegaria por la tribu maya. Era extraño saber que le habían salvado la vida y que posiblemente, y pese a ello, no volvería a verlos.
Se secó con la toalla; hacía semanas que no se sentía tan limpio. Cuando salió del baño, Ana ya había apagado la lámpara. Sólo la fina rendija de la luz del baño caía sobre el suelo y alumbraba mínimamente la habitación. Daggart entró, levantó la vista y vio a Ana tumbada desnuda sobre la cama. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Había apartado la sábana para dejar al descubierto la acogedora isla de su cuerpo moreno sobre el blanco mar de la cama. Bajó despacio los brazos y no hizo intento de taparse.
Se miraron el uno al otro.
—Sí —dijo ella como si Daggart le hubiera hecho una pregunta. Su voz era suave, insistente. Terciopelo y acero a un tiempo.
Daggart se acostó con ella en la cama y sus cuerpos se encontraron. Había urgencia en sus actos, como si su unión sólo fuera posible en ese momento y ese lugar. En la sordidez de aquel cuarto de casa de muñecas, entre los olores mezclados del aire oceánico, el jabón de motel y el pelo recién lavado, se abrazaron con ansia inmensa.
Saciados al fin, se quedaron tumbados, las sábanas húmedas por el sudor. Ana apoyó la cabeza en el brazo bueno de Daggart y se acurrucó en el hueco acogedor de su hombro. Los insectos guardaban al fin silencio y el fragor del océano rozaba la noche como una suave caricia.
Enseguida se durmieron.