90
C
on las piernas
dormidas, Ana se deslizó por la longitud retorcida de la liana, a
medias descolgándose, a medias gateando, y se arrastró hasta donde
estaba Daggart. Cuando llegó a su lado tenía los ojos cerrados y su
respiración era apenas un siseo.
—Scott, ¿puedes oírme? —Se inclinó sobre él, tiró de sus hombros y le abofeteó suavemente, intentando hacerle volver en sí—. Por favor, Scott, despierta.
Los párpados de Daggart eran una mariposa que aprendía a volar. Se abrieron lentamente, temblando. Con la embotada lengua y los abotargados labios, masculló soñoliento:
—Hay que sufrir para merecer.
A Ana se le quebró la voz.
—Creo que ya hemos sufrido bastante, gracias.
Daggart la vio inclinada sobre él, y no fue el delirio del dolor lo que le hizo pensar que parecía un ángel que le sonreía: sólo le faltaban las alas.
—Gracias, señorita Ana. Otra vez.
Ella le acarició el pelo y le secó el sudor de la frente. Cuando miró su abdomen y trazó con los dedos el borde de la cuchillada, su sonrisa se evaporó.
—Tiene que verte un médico.
Daggart la cogió de la mano.
—Tienes que salir de aquí. Tienes que contactar con el inspector Rosales y detener la concentración.
Ella iba a protestar, pero Daggart la atajó.
—Me apretaré la herida. La hemorragia se detendrá y, si me quedo aquí tumbado, no me pasará nada. Podéis venir a buscarme por la mañana.
Se puso las manos sobre la tripa y presionó ligeramente la pequeña incisión que marcaba el lugar por el que había penetrado el cuchillo. Miró a Ana a los ojos.
—No te preocupes. Nuestro amigo no ha hecho un trabajo muy fino. No ha tocado mis órganos vitales.
—Siendo así, ¿para qué voy a molestarme en venir a buscarte mañana? Volveré la semana que viene.
Daggart sonrió.
—Así se habla.
Se incorporó con esfuerzo y le dio un beso suave en la frente.
—No te enfrentes a Jonathan. Es demasiado peligroso. Llama a Alberto. Y busca a Rosales. Que él se ocupe de esto. ¿De acuerdo?
Ella dijo que sí con la cabeza.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. —Seguía acariciando su cara—. Pero ¿cómo salgo de aquí?
Daggart volvió a tumbarse y miró hacia el techo de la cueva. Ana siguió su mirada.
—Lianas de baniano —murmuró—. Lo que significa que hay un árbol al otro lado.
—¿Crees que puedo salir por ahí? —preguntó ella.
—Si la liana ha penetrado, es que el suelo es muy fino. Quizá puedas ensanchar algún agujero. La cuestión es si tienes fuerzas para trepar otra vez hasta allí.
Ella miró la liana sin decir nada.
—O podrías intentar salir por donde hemos entrado —dijo Daggart, esbozando una sonrisa.
—Probaré con la liana —dijo Ana sin vacilar.
—Sólo era una idea.
Ana agarró su blusa y tiró de ella para arrancar la manga por la costura del hombro. Arrancó la otra con la misma rapidez. Daggart la miraba con curiosidad. Con las mangas en la mano, Ana se acercó al estanque y las hundió en el agua. Las escurrió antes de volver. Una la dobló y la puso sobre la frente de Daggart. La otra la colocó sobre la herida, apoyando las manos sobre la tela para hacer presión.
—Así sangrará menos. Ahora lo único que te pido es que estés aquí cuando vuelva.
—Sí, señora.
—No es broma. Nosotras las mexicanas podemos ser muy fieras.
—Eso tengo entendido.
—No nos gusta que falten nuestros hombres.
—Dudo que pueda ir muy lejos.
Ella pareció a punto de añadir algo, pero se detuvo. Inclinándose, le dio un largo y apasionado beso. Luego se incorporó y empezó a alejarse a rastras.
—Espera —dijo Daggart.
Ella se volvió. Daggart levantó el cuchillo del Cocodrilo.
—Puede que necesites esto. Para salir.
Ella lo cogió, se lo guardó en el bolsillo de atrás y se acercó a la liana.
—¡Espera! —gritó Daggart tras ella—. Cuando salgas de aquí y llegues al coche, ¿cómo vas a conducir? No puedes usar los pedales.
—Ya me preocuparé por eso luego —dijo Ana—. Primero tengo que salir de aquí.
Se agarró a la liana y empezó a trepar.
No fue fácil la segunda vez. Fue, de hecho, mucho más difícil. Ana temblaba al ascender lentamente por la soga pálida y resbaladiza de la liana. Más de una vez resbaló y tuvo que emplear todas sus fuerzas en hincar los talones. Cuando pensaba que no podía más, cuando parecían faltarle fuerzas para seguir adelante, miraba a Daggart allá abajo, con el trozo de tela ensangrentado sobre la tripa y la llama de la antorcha chisporroteando a su lado, cada vez más pequeña. Entonces una efusión de adrenalina recorría su cuerpo, y volvía a atacar la liana con vigor renovado. Trepaba un poco más e iba acercándose al techo oscuro de la cueva, que ambos esperaban fuera también el suelo del bosque mexicano.
Pronto lo averiguarían.
Tardó veinte agónicos minutos en llegar a lo alto de la caverna. Cuando llegó, con los brazos temblándole como gelatina, buscó el cuchillo en su bolsillo de atrás.
—¿Qué pinta tiene? —gritó Daggart. Su voz sonaba débil y lejana.
—Aún no lo sé. —Hurgó en el techo con el cuchillo y empezaron a caer trozos de caliza sobre ella.
Siguió escarbando en el poroso techo de caliza y el ruido metálico del cuchillo al arañar la roca llenó la cueva. Las limaduras de caliza caían sobre ella pegándose al sudor de su cara. Continuó golpeando el techo con el cuchillo mientras con la otra mano se agarraba a la liana con poco menos que desesperación. Cada pocos minutos resbalaba. Se detenía entonces y volvía a impulsarse hacia arriba con brazos temblorosos. Tenía el cuerpo empapado y sentía cómo le corrían los regueros de sudor por las sienes, por el cuello y los riñones. Cincelaba la roca como una escultora frenética. A veces la caliza se desprendía a pedazos; otras, sólo se desmigajaba. Siguió golpeándola, impelida por lo desesperado de su situación. Cada vez que se desanimaba, pensaba en la concentración inminente. En Daggart. En Héctor Muchado. En su hermano Javier.
Tan concentrada estaba que no notó que del techo no se desprendían ya trozos de caliza dura, sino terrones de arena suave y esponjosa. Sólo comprendió lo que había ocurrido cuando el cuchillo atravesó el suelo y vio una estrella brillar en lo alto. Aspiró una fina corriente de aire fresco. Y gritó de alegría.
—¡Veo lo de fuera! —dijo, eufórica.
—Bien hecho —dijo Daggart con voz débil—. ¿Podrás hacer un agujero lo bastante grande para pasar por él?
—Dentro de un segundo te lo digo.
Escarbó con ahínco, arrancando pedazos de techo que se estrellaban en el suelo de la cueva. Poco después había hecho un pequeño orificio en el techo, y en la cueva entró un rayo de luna cuya luz tersa y azulada, fresca y reconfortante, iluminó un óvalo de agua. Ana se guardó el cuchillo en el bolsillo de atrás y, agarrándose a la liana, se impulsó a través del agujero; se retorció y se sacudió hasta que la mitad superior de su cuerpo estuvo en medio de la selva mexicana y la inferior en la húmeda y oscura caverna. Se aferró a una raíz que había a un lado, cerca de allí, y acabó de salir. Rodó y se tumbó de espaldas, en una especie de feliz agotamiento. Sobre ella se cernía un gigantesco baniano del que pendían como serpentinas de fiesta decenas de lianas, algunas de las cuales habían atravesado el suelo y se habían abierto paso hasta la cueva. Aquellas lianas les habían salvado la vida.
Ver el árbol y las estrellas, sentir el denso zumbido de los insectos y el roce de la brisa ligera sobre sus brazos desnudos, respirar el aire fresco y puro, todo ello le recordó gratamente que estaba de nuevo en un mundo conocido. Se hallaba otra vez entre los vivos.
Ahora, tenía que sacar a Scott.
Lo primero era averiguar dónde estaba. Sobre ella veía la noche estrellada, más clara y cristalina que nunca. Pero cuando miró a su alrededor no vio nada a más de tres metros de distancia en todas direcciones. Estaba rodeada por el denso follaje de Yucatán. Comprendió que podía pasar horas allí, intentando volver a la camioneta blanca de Alberto. Sus piernas seguían embotadas y tendría que arrastrarse entre la maleza como un animal herido.
Se asomó al tosco agujero y llamó a Daggart.
—Volveré lo antes que pueda.
Daggart no respondió. O ella no le oyó.
Sacó la cabeza y se volvió hacia las estrellas. Allí estaba la Osa Mayor. Y la Osa Menor. Y Orion, el cazador. Y la constelación que se hallaba en buena medida tras aquel viaje: Casiopea. Al verlas colgadas en el cielo como hebras de luz blanca, Ana especuló sobre dónde estaban el este y el oeste y dónde el norte y el sur. Empezó a arrastrarse en la dirección en la que confiaba que estuviera la camioneta.
No llegó muy lejos.
El haz de una linterna la cegó. Una mano le tapó la boca, cortando el grito que ansiaba soltar. Los dos hombres (el de la linterna y el que la sujetaba con su mano húmeda) la levantaron hasta ponerla en pie. La luz brilló en los ojos de Ana.
—Suéltenme —siseó bajo la mano que la asfixiaba. Los dedos del hombre apestaban a tierra y tabaco.
—Lo haríamos —dijo él—, pero somos amigos del Cocodrilo. Y les queremos a usted y a su amigo.
—¿Qué amigo? No sé de qué me habla. —Los pies apenas la sostenían, y se tambaleaba.
—Entonces ¿con quién estaba hablando?
—¿Quién dice que estaba hablando con alguien?
El de la linterna se inclinó hacia ella. El aliento le olía a rancio y a agrio: una horrible combinación de café amargo, ajo seco y cebollas, como si su boca fuera un montón de humus podrido.
—No se pase de lista con nosotros, señorita. Nos han dicho que escaparon los dos por el cenote.
—Entonces ¿por qué no saltan y echan un vistazo ustedes mismos?
El de la linterna ignoró su comentario.
—¿Y cómo ha salido de ahí? El pozo está a cien metros de aquí.
—Puede que no haya estado en ningún pozo.
Él le cruzó la cara. Ana sintió que la sangre afluía a su mejilla y que una roncha en forma de mano se formaba en su cara.
—Conviene que le diga que también sabemos lo que le pasó a su hermano —dijo el de la linterna—, y que nada nos impide hacerle lo mismo a usted.
El de los dedos con olor a tabaco señaló el suelo.
—Mira —dijo, y el otro movió la linterna hasta que su luz cayó sobre el agujero por el que había salido Ana.
Se puso de rodillas y se asomó al interior mohoso de la caverna. Dejó que el haz de la linterna sondeara los rincones cenagosos de la cámara subterránea. Pero la linterna no era muy potente y sólo distinguió difusas estalactitas que chorreaban, un estanque negro e inmóvil y una estrecha cornisa de tierra que rodeaba el agua. No vio rastro de ninguna otra persona. Sacudió la liana que se adentraba en la cueva como una soga de rescate. Pero en su extremo no había nadie.
Volvió a salir al aire fresco y húmedo del bosque mexicano, se levantó y miró a Ana.
—¿Dónde está su novio?
—No tengo ni idea de a quién se refiere.
—¿No?
Ella negó con la cabeza.
El hombre asintió en silencio, pareció sopesar la respuesta y se inclinó luego hacia la abertura de la cueva. Desenfundó un cuchillo de caza cuyo filo aserrado lanzó destellos de luz de luna.
—Si no hay nadie ahí abajo, esto no hace falta.
Agarró la liana que había sido la salvación de Ana y la serró metódicamente, hundiendo poco a poco el cuchillo en su pulpa verde y prieta. Ana volvió la cara y procuró contener las lágrimas.
Cuando acabó de cortar en dos la liana, el hombre levantó su extremo como si quisiera demostrar algo.
—Última oportunidad —dijo.
Ella evitó mirarle a los ojos.
—Está bien —dijo él, tan tranquilamente como si estuvieran decidiendo dónde comer. Abrió los dedos enfáticamente y la liana resbaló por su mano y desapareció en el negro agujero. La oyeron sisear y volar por el aire antes de caer al suelo con un ruido sordo y serpenteante.
El hombre dedicó a Ana una sonrisa satisfecha y envainó el cuchillo.
—Llévatela —ordenó a su compañero.
Ella luchó por desasirse dándole codazos en el estómago, pero el hombre la llevó a rastras hasta un coche que esperaba no muy lejos de la camioneta de Alberto. Sus pies entumecidos dejaron dos surcos paralelos. Los hombres le ataron las manos y los pies y le pusieron un trozo de cinta aislante sobre la boca. Así atada, la metieron sin contemplaciones en el asiento trasero del coche. Subieron delante, cambiaron de sentido y regresaron por el estrecho sendero que serpenteaba por la jungla.
Un rato después tomaron la autopista en dirección sureste y se unieron a la escasa corriente del tráfico. Atada y amordazada en el asiento de atrás, Ana se preguntaba si volvería a ver a Scott.
Fuera, la velocidad emborronaba la noche encendida de estrellas.