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E
l Cocodrilo frenó y se
apartó de la autopista. Puso marcha atrás y retrocedió por la
cuneta hasta quedar a la altura del coche que ardía en la zanja,
allá abajo. Supuso que nadie podría sobrevivir a aquel choque.
Nadie. Pero por si acaso…
Dejó el M-16 en el asiento de al lado, cogió su Sig Sauer y echó un vistazo al cargador de quince balas antes de salir del coche. Tenía que darse prisa. Abrió la puerta, se deslizó por el talud y casi había llegado al coche cuando divisó los faros de un vehículo a los lejos, en la autopista. Luego apareció otro. Mientras los coches se detenían, atraídos por el resplandor anaranjado del incendio en la cuneta, el Cocodrilo enfundó su pistola y se asomó al automóvil en llamas de Héctor Muchado, protegiéndose los ojos de la lluvia y el calor de las llamas. No vio nada que indicara el menor rastro de vida.
Aunque Ana y Scott Daggart hubieran logrado sobrevivir al impacto, cosa improbable, el fuego habría acabado con ellos. Lo cual era una suerte. Habían parado ya media docena de coches, y no tenía modo de liquidar a Daggart y Ana con sus propias manos. Imposible meterles una bala en el cráneo a modo de satisfactorio punto final. El Cocodrilo se veía reducido al papel de espectador.
Pero daba igual. Había cumplido lo que le había pedido el Jefe. El profesor Scott Daggart estaba muerto. Ana Gabriela, también. Y, con ellos, sus secretos. El Cocodrilo había cumplido su cometido. Estaba listo para recoger su merecida recompensa.
Regresó al coche, arrojó la pistola al asiento de al lado y volvió a incorporarse a la autopista.
Sabía que el Jefe estaría contento.
Scott Daggart sólo recordaba haber surcado el aire.
El coche despegó del suelo y volaron; pareció pasar una eternidad, y luego la selva se acercó más y más y el viento silbaba entre el chasis de su coche y él buscó la mano de Ana y ella cogió la suya y pareció que pasaban siglos antes de que tocaran por fin la tierra con un negro estruendo que sacudió huesos y dientes. El coche rodó sobre sí mismo a tal velocidad que la fuerza de la gravedad pegó a Daggart a su asiento. Cuando el Peugeot inició su segunda, su tercera vuelta de campana, Daggart salió despedido del vehículo como si fuera expulsado de la cabina de un caza y su cuerpo levantó el vuelo en la oscuridad como un superhéroe de dibujos animados. Cayó con un ruido sordo en los frondosos brazos de la selva. Se quedó sin respiración. Intentó amortiguar el golpe, y una fina brecha se abrió en su sien. La sangre chorreó por su cara.
Quería levantarse; quería encontrar a Ana, quería gritar su nombre, pero le fallaban las fuerzas y el ruido rabioso y atronador del incendio y el golpeteo de la lluvia le hicieron enmudecer. Se sentó e intentó levantarse, tambaleándose, pero su equilibrio no estaba dentro de él, sino por ahí, en alguna parte. Se afirmó sobre la hierba mojada. Al enderezarse despacio notó un nudo de dolor en el brazo. Su cabeza palpitaba, latía entre la negrura y una difusa visión en túnel de cuanto le rodeaba. Sintió el olor acre de la gasolina quemada. Oyó las llamas lamer la noche.
—Ana —dijo como un autómata, sin saber si había pronunciado su nombre en voz alta.
Y como un boxeador acabado en los últimos asaltos, dio un paso brusco y vacilante y cayó a plomo hacia atrás. Le recibió la selva. Un instante después perdió el conocimiento.
Le despertaron las sirenas.
Abrió los ojos parpadeando y no supo cuánto tiempo llevaba inconsciente. ¿Minutos? ¿Horas? Había dejado de llover, eso sí lo notó. Una lasca de luna cortaba las nubes pasajeras. Al volverse de lado y mirar entre el follaje, vio que el Peugeot blanco de Héctor Muchado no era más que un cascarón humeante y renegrido. Una ambulancia acababa de regresar a la carretera y se alejaba con las luces rojas brillando y la sirena puesta. Quiso levantarse y gritar que se detuvieran. Quiso ponerse en pie, pero no supo cómo. Era como si alguien hubiera desconectado los plomos de su cuerpo; le faltaban fuerzas, le faltaban medios para enderezarse. Cuando los faros traseros de la ambulancia se convirtieron en los ojos de un animal y desaparecieron por la autopista, en medio de la noche, comprendió que no tenía modo de saber si Ana había sobrevivido al golpe.
No sabía si aún estaba viva.
Divisó tres coches patrulla aparcados a lo largo de la cuneta. Media docena de policías fumaban y reían apoyados en ellos. Si estaban llevando a cabo una investigación, no tenían prisa, eso saltaba a la vista. Cuando estaba a punto de pedir ayuda a gritos, otro vehículo se apartó de la carretera y se detuvo no muy lejos de los coches patrulla. Salió el conductor y Daggart lo reconoció enseguida.
Al salir del coche, el hombre se puso una americana marrón y se tiró insistentemente del bigote. Era el inspector Alejandro Rosales.
Daggart tomó una decisión inmediata. Mejor quedarse escondido, se dijo. Mejor adentrarse sigilosamente en la selva. Cuando Rosales y sus hombres se fueran, podría volver a la autopista y parar a algún coche para que le llevara a Playa del Carmen.
Pegó los brazos a los costados y ordenó a su cuerpo que rodara, imaginándose a un niño rodando por una colina. Esta vez, su cuerpo obedeció. Lenta y premeditadamente giró sobre sí mismo y se adentró rodando en las sombras más densas del bosque. Una vuelta. Y otra. Antes de que completara la tercera, una rama se quebró bajo él.
Rosales estaba hablando con un policía. De pronto se volvió, volvió la cabeza hacia aquel sonido. Escudriñó la selva, la oscuridad, la maleza inescrutable. Pidió una linterna a uno de los agentes. El hombre se acercó cansinamente a su coche y abrió la puerta del conductor.
Daggart comprendió que no tenía elección. Debía huir. Debía alejarse. Debía obligar a su cuerpo a ponerse en pie y encaminarse hacia el corazón de la selva.
Se incorporó apoyado en una rodilla y las náuseas estuvieron a punto de apoderarse de él. Aturdido, casi incapaz de sostener erguida la cabeza, volvió a mirar hacia la autopista. El policía le estaba dando la linterna a Rosales. El inspector pulsó el interruptor y un círculo amarillo cayó sobre la hierba mojada.
No había tiempo que perder. Usando un tronco como cayado, Daggart se incorporó por completo, dio media vuelta y corrió hacia el interior del bosque. Delante de sus ojos inquietos, los árboles y los matorrales se arremolinaban como un enjambre. Mientras la maleza tironeaba de sus ropas, sintió a su espalda el rayo insidioso de la linterna. Ignoraba si se había posado o no en él, pero no se atrevió a mirar atrás.
Apretó el paso, adentrándose en la espesura.