1
S
cott Daggart se había
sentado a una mesa de la terraza, con una sudorosa botella de
Corona como única compañía. La brisa húmeda que soplaba desde el
océano le revolvía el pelo y tironeaba de su camisa. El sol se
había puesto hacía mucho tiempo, pero una fina pátina de sudor
brillaba en los antebrazos musculosos de Daggart. Había pasado doce
horas escarbando entre las ruinas, quitando capas y capas de tierra
y lianas para dejar al descubierto los edificios de caliza
desmoronada y sus secretos largo tiempo enterrados, y todavía no se
había refrescado.
El restaurante era el Captain Bob, un chiringuito de dos plantas con grandes ventiladores en el techo, muebles de ratán y el consabido tejado de hojas de palma. Sus mesas cabeceaban sobre el suelo de madera sin fregar, pegajoso todavía por las piñas coladas vertidas la noche anterior. Un plácido tufo a cigarrillos rancios y cerveza amarga pendía en el aire como ozono. Olvidada en un rincón se veía la talla de madera cubierta de polvo de un típico capitán de navío, provisto de impermeable amarillo, barba entrecana y una traílla de peces. El capitán no parecía muy contento, seguramente porque aquel pescador de Nueva Inglaterra tenía muy poco que ver con México.
El Captain Bob era uno de los restaurantes más conocidos de Playa del Carmen. No le venía mal estar enclavado en la avenida Cinco, la arteria peatonal siempre abarrotada de turistas. Situado cerca de la calle Constitución, donde los autobuses de los hoteles vomitaban su cargamento de turistas dispuestos a pasar la noche bebiendo a lo grande, comprando y volviendo a beber, el Captain Bob disfrutaba de un flujo constante de clientes musicales, por el aroma irresistible a gambas asadas al ajillo y (sobre todo, quizá) por la visión de sus camareras mexicanas vestidas con camisetas minúsculas. En otras palabras, la versión idealizada de lo que debía ser un restaurante mexicano para un turista estadounidense.
En opinión de Scott Daggart, era un garito de ligue demasiado obvio para su gusto. Claro que él no había sugerido que se vieran allí. Había sido idea de Lyman Tingley.
Idea, no exactamente: el profesor Tingley había insistido en que fuera en el Captain Bob.
—Seguramente te sorprende oír mi voz —le había dicho Tingley por teléfono una hora antes.
—Más o menos.
—Necesito ayuda.
—Ya —contestó Daggart con sarcasmo. Acababa de volver a su cabaña[1] y estaba preparándose la cena. Enchiladas y salsa de mole recién hecha. Chiles rojos picantes asados y gambas salteadas. Lo último que esperaba era la llamada de un mentor con el que se había enemistado hacía tiempo.
—Lo digo en serio, Scott. Tenemos que vernos.
—¿No puede esperar? Porque estoy haciendo algo importante. —Dio un trago a su Corona y cortó un chile verde en juliana.
—No, Scott, no puede esperar.
Había algo en la voz de Tingley que le impulsó a dejar el cuchillo y a apartar los chiles a un lado. No estaba acostumbrado a oír una nota de desesperación en la voz del «más grande arqueólogo del siglo XXI», como decía de sí mismo el propio Tingley.
—¿Qué pasa, Lyman?
—Tenemos que vernos.
—Eso ya lo has dicho.
—¿Qué tal en el Captain Bob? —Una afirmación, más que una pregunta—. A las nueve. ¿Podrás llegar?
—No pensaba ir a la playa esta noche…
Tingley le interrumpió.
—En el Captain Bob, a las nueve en punto.
—¿De qué va todo esto, Lyman?
Tingley colgó sin contestar.
Daggart recorrió con la mirada el restaurante lleno de jóvenes turistas. Veintitantos hombres de bíceps abultados, rojos como langostas. Veintitantas mujeres de blusa holgada y tez bronceada. A sus cuarenta y tantos años, aquello le superaba. Sus amigos le animaban a que empezara a salir otra vez, pero no se sentía preparado.
Aún no. Era demasiado pronto.
Lo cual era irónico, desde luego. Daggart sabía que Susan habría sido la primera en desear su felicidad. El problema era que, casi un año y medio después de su muerte, seguía aferrado a ella. A duras penas salía adelante. Y así sería, al menos, hasta que los recuerdos se difuminaran.
El charco de sangre. El cabello rubio. El suelo de madera.
Dio un largo trago a su Corona y procuró pensar en otra cosa.
Miró su reloj. Eran las nueve y cuarto. Le extrañaba que Lyman Tingley llegara tarde. Habían trabajado juntos durante años (ahora, a Daggart le parecía que de eso hacía siglos), y siempre era Tingley quien le reprochaba su poca puntualidad.
Pero eso era cuando todavía se hablaban, claro está.
Cuando aún eran amigos.
Al ver a Daggart, Lyman Tingley subió las escaleras resoplando, luchando por recuperar el aliento.
—Perdona —dijo con un ruido sibilante, y echó un rápido vistazo alrededor mientras reposaba sus ciento treinta kilos en una silla, enfrente de Daggart. Scott Daggart sabía que Lyman Tingley se las daba de Indiana Jones, aunque pareciera más bien Sydney Greenstreet[2].
—No te preocupes. He estado ocupado. —Daggart señaló la cerveza que tenía delante.
Lyman Tingley hizo caso omiso de su comentario y Daggart le observó un momento. Era un hombre grande, de facciones blandas y anodinas. Hosco y lleno de aplomo en apariencia, como el notario de una novela de Dickens, en el fondo era una maraña de inseguridades. Iba peinado con cortinilla, al estilo de Donald Trump, y unas gotitas de sudor brillaban en el fino plumón de su flequillo. El sol había pintado sus brazos de franjas carmesíes que acababan en el borde de la manga corta de su camisa. El suyo era un moreno de campesino (y de arqueólogo), y cuando Tingley lanzó una mirada nerviosa a los demás clientes del restaurante, Daggart vio que tenía también una franja rosada en la nuca. Tingley se volvió y comenzó a manosear sus cubiertos, pasando los dedos rechonchos por las suaves puntas de acero del tenedor. Desde la perspectiva de Scott Daggart, había algo en Tingley que rayaba lo patético.
—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó Daggart.
Tingley sopesó la pregunta. Justo cuando se disponía a hablar, se acercó una camarera medio desnuda.
—Buenas tardes —dijo con voz un poco demasiado alegre y canalillo vertiginoso—. ¿Algo para beber?
Tingley señaló la Corona de Daggart sin decir palabra. La camarera de la coleta tomó nota y se alejó al trote.
La actitud de Tingley extrañó a Daggart. El Lyman Tingley que él conocía habría aprovechado la ocasión para engatusar a la joven camarera, y aquello podría muy bien haberse convertido en un coqueteo de diez minutos, en cuyo transcurso Tingley habría intentado en vano persuadir a la muchacha mexicana para que se fuera con él a su hotel. Daggart tuvo la sensación de estar contemplando una sombra de Lyman Tingley. Un Lyman Tingley zombificado. Un autómata.
—Vamos a cambiar de sitio —balbució Tingley sin que viniera a cuento.
—¿Por qué?
—Esta mesa. No me gusta.
—¿Qué le pasa?
—Toda esa gente. —Tingley sacó la mano más allá de la barandilla de la terraza y señaló el gentío que desfilaba allá abajo, por la calle. Se levantó de un salto, se acercó a la mesa del rincón del fondo del restaurante y se sentó de espaldas a la pared. Daggart le siguió con la cerveza en la mano. Apenas se había sentado cuando Tingley preguntó—: ¿Puedo confiar en ti? —Se pasó rápidamente la lengua por los labios gruesos y agrietados.
Daggart miró sus ojos incansables y vio en ellos nerviosismo. Incertidumbre. Miedo auténtico. Daggart había visto aquella misma mirada en hombres a punto de entrar en combate. Pero de eso hacía años. Y entonces había guerra.
—¿Qué es lo que pasa, Lyman?
—¿Qué sabes de la Cruz Parlante? —preguntó Tingley.
Su tono brusco y exigente le recordó a Daggart su relación de años antes, cuando, siendo él todavía muy joven, Lyman Tingley le acogió bajo su ala y le enseñó todos los entresijos de una excavación arqueológica.
—No mucho más que tú, seguramente —dijo Daggart.
—¿Y qué es?
—Era una secta. Surgió en torno a mediados del siglo XIX, cuando los mayas se rebelaron contra el gobierno mexicano. La guerra de Castas y todo eso. Ya no existe, si es eso lo que quieres saber.
—¿Por qué se rebelaron?
Daggart se quedó pensando un momento.
—Les estaban arrebatando sus tierras. Se sentían maltratados por el gobierno. Un gobierno criollo, claro está.
Tingley abrió la boca para decir algo, pero la camarera los interrumpió. Dejó una Corona sobre la mesa, delante de Tingley, que seguía callado.
—¿No les gusta la otra mesa? —preguntó. El fastidio empañaba su voz.
—Lo siento —masculló Daggart.
La camarera esperó a que Tingley se disculpara. Al ver que no decía nada, sacudió su coleta y se alejó deprisa.
—¿Cuál era su objetivo? —preguntó Tingley con un susurro.
—Éstas no son horas para una clase de historia, ¿no te parece? —respondió Daggart, pero estaba claro que, fuera lo que fuese lo que preocupaba a Tingley, no iba a disiparse. Daggart dio un trago rápido a su bebida—. Intimidar a la gente.
—¿Qué quieres decir?
—La cruz era una tarjeta de visita. La dejaban encima del cuerpo de sus víctimas para amedrentar a sus enemigos. Además, cuando los mayas oían «hablar» a la cruz…
—¿Una cruz que hablaba?
—Es lo que creían los mayas. Cuando oían hablar a la cruz, eso les bastaba como prueba de que los dioses les habían hecho invencibles. Había mucho poder de por medio.
—¿Y ellos lo creían? —preguntó Tingley.
—¿Tú no? Algunos decían incluso que la cruz desprendía un resplandor verde y espectral cuando hablaba. Lo cual resultaba muy persuasivo en el siglo XIX.
Tingley rodeó con sus manazas la botella sudorosa y pareció pensárselo.
—¿Por qué me has llamado, Lyman? —dijo Daggart por fin—. Todo eso podría habértelo contado otro, ¿sabes? Y seamos sinceros, tú y yo no somos precisamente uña y carne.
Tingley levantó la vista y le miró a la cara. Hasta ese momento sus ojos se habían movido tanto como sus manos, fijándose en todo y en nada a la vez. Por primera vez desde su llegada miró a Daggart fijamente.
—¿Y si te dijera que creo que la organización está vivita y coleando?
Daggart sacudió la cabeza enérgicamente.
—No es posible —dijo.
—¿Y si te dijera que tengo pruebas?
—¿Pruebas de qué tipo?
Lyman Tingley titubeó sólo un segundo antes de responder.
—Quieren matarme —dijo—. Y es sólo cuestión de tiempo.