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H
éctor Muchado era un
hombre delgado, de cara pálida y enjuta, ojos marcados por patas de
gallo y frente abrumada. Llevaba sobre la espalda levemente
encorvada una chaqueta de punto azul claro, sin abrochar, y
arrastraba los pies al andar. Aunque no había nada extraordinario
en su apariencia física (parecía un modelo de revista de la
Asociación Americana de Pensionistas, en su rama mexicana), Daggart
tuvo la impresión de que era un hombre sabio y generoso de
espíritu. Había en su modo de mirar a la gente, incluso a un
desconocido como Daggart, algo de penetrante, inquisitivo y
afectuoso.
Mientras ellos permanecían sentados a la mesa de la cocina, Héctor se afanaba en el fogón, preparando té caliente con limón. La lluvia repicaba en las ventanas.
—Entendía a los mayas como muy pocos alumnos míos —dijo, refiriéndose al hermano de Ana—. No sólo su lengua y sus costumbres: entendía a la gente. Lo cual no es poco.
Apartó del fuego la tetera sibilante y vertió el agua hirviendo en tres tazas de porcelana.
—No saben cuánto lo sentí cuando me enteré de que había fallecido. A veces tengo la impresión de que soy un hombre sitiado por la muerte. Casi todas las personas que conocía han desaparecido: mis padres, mi esposa, mis dos hermanos, hasta uno de mis hijos. Y ahora, Javier.
Las tazas y los platillos tintinearon en sus manos al llevárselos a Ana y Daggart. El temblor de un anciano.
—Resulta irónico. Me he pasado toda una vida estudiando a los mayas, una civilización brillante, pero también sanguinaria. Y aun así no me he acostumbrado a la muerte. Cuando sucede, me duele todavía más. Cualquiera pensaría que tendría que haberme acostumbrado a su fatalidad, pero lo cierto es que cada vez me afecta más.
Hablaba con total sencillez y tristeza. Daggart dudaba de que un par de años antes hubiera podido conectar con él. Ahora que había perdido trágicamente a un ser querido, le entendía demasiado bien.
«Ay, Susan…».
Héctor se sentó entre sus invitados, ante la mesita, y fijó su atención en Scott Daggart.
—Y usted tampoco se queda corto, como suele decirse. —Daggart y Ana contuvieron una sonrisa al oírle—. He leído muchos de sus artículos. También usted parece entender el cuadro general. —Puso una mano temblorosa sobre la de Daggart y le miró a la cara—. Siempre doy gracias por que haya personas entregadas al estudio.
Daggart se sintió más honrado de lo que podía expresar.
—Eso significa mucho para mí, viniendo de usted.
Héctor desdeñó el cumplido con un ademán.
—Yo soy un viejo. Pronto estaré muerto. Ahora les toca a sus colegas y a usted llevar el conocimiento sobre la cultura maya a un nuevo nivel. Y no me cabe ninguna duda de que lo lograrán.
—Por eso precisamente estamos aquí. Tenemos algunas dudas que creemos que usted podría despejar.
Héctor se encogió de hombros afablemente.
—Sé muchas cosas, pero son más aún las que no sé. —Se volvió hacia Ana y guiñó un ojo. Un abuelo confesándose a una nieta predilecta—. También se me olvidan muchas cosas. A veces no salgo de casa sencillamente porque no encuentro las llaves del coche. Así que ¿qué puedo decirles?
—Empecemos por Lyman Tingley, si no le importa. ¿Lo conocía usted?
—Habla de él en pasado. ¿Le ha ocurrido algo?
—Fue asesinado la semana pasada.
Héctor Muchado soltó un suave resoplido. Agarró su taza con manos trémulas y se la llevó a los labios. Devolvió la taza a su platillo con un leve ruido de loza.
—Otra muerte. ¿Lo ven? A eso me refería.
—¿Tuvo alguna vez contacto con él?
Héctor negó con la cabeza.
—Sabía quién era, claro, como sé quién es usted. Pero nunca estuvimos en contacto. Leí que había encontrado el Quinto Códice, como todo el mundo, y, como todo el mundo, estoy esperando a que lo publique. —Daggart y Ana cambiaron una mirada. Héctor se dio cuenta—. ¿Me estoy perdiendo algo?
—Lo lamento —dijo Daggart—. Somos unos maleducados. Creemos que Lyman Tingley no encontró el códice. Lo estaba falsificando.
—¿Y el comunicado de prensa?
—Se lo inventó. Es una larga historia, pero creemos que un grupo terrorista le estaba pagando para que creara un falso Quinto Códice. Aún no sabemos por qué, pero sospechamos que Tingley descubrió dónde estaba el códice auténtico justo antes de morir.
Héctor asintió pesaroso: un juez imparcial ante el que se habían expuesto pruebas insólitas y horrendas.
Daggart prosiguió.
—La última vez que vi a Tingley, me pidió que lo buscara. Dijo que era nuestra única esperanza.
—¿Y dónde cree que se encuentra?
—Aún no lo sabemos. Por eso estamos aquí.
Héctor miró a uno y a otro para ver si hablaban en serio. Y así era.
—¿Qué pistas tienen? —preguntó.
Daggart le habló de la estela, de los jeroglíficos manipulados, del vínculo con Casiopea.
Héctor Muchado se rascó ligeramente la barbilla con sus dedos temblorosos. Scott Daggart no sabía si aquel temblor se debía a que era viejo o a que estaba preocupado.
—¿Qué creen ustedes que significa? —preguntó Héctor.
—Ojalá lo supiéramos.
Héctor se quedó pensando un momento; luego se inclinó hacia delante y empujó distraídamente su taza de té. Apoyó los codos sobre la mesa y juntó las manos como si rezara.
—Háblenme de la excavación de Tingley, si no les importa.
Daggart le hizo una rápida descripción del yacimiento tal y como lo recordaba de cuando Alberto y él estuvieron allí.
—¿Y era allí donde estaba la estela? —preguntó Héctor.
—Sí.
Al ver que Héctor no decía nada, Daggart empezó a pensar que habían perdido el tiempo yendo allí. Había sido un honor conocer cara a cara a Héctor Muchado, pero estaban pidiendo un imposible si esperaban que el anciano resolviera el misterio con pruebas tan someras. La lluvia seguía arañando las ventanas.
Héctor Muchado empujó su silla haciéndola chirriar sobre el linóleo del suelo y se levantó lentamente. Se acercó a un despacho pequeño y oscuro contiguo a la cocina. Daggart y Ana le siguieron con los ojos.
Pasado un rato, Héctor volvió arrastrando los pies; llevaba en la mano una fina carpeta de papel de estraza. La puso sobre la mesa y se sentó en su silla. Deslizando un dedo bajo el borde de la carpeta, abrió ésta y dejó al descubierto un tosco mapa hecho a mano de la península de Yucatán, marcado aquí y allá con una serie de líneas discontinuas dibujadas con lápices de colores. A primera vista, Daggart pensó que las líneas representaban las principales carreteras que podían verse en cualquier mapa de la zona, pero al estudiar más atentamente el mapa improvisado, vio que su colocación no se correspondía con las carreteras de Yucatán. Eran otra cosa muy distinta. Algo que Daggart no reconoció.
—¿Qué saben de las carreteras blancas? —preguntó Héctor Muchado.