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D
e pie en el borde de
la selva, con la cara envuelta en sombras, el Cocodrilo sacó su
teléfono móvil y apretó la tecla de marcación rápida. El teléfono
sonó cuatro veces antes de que al otro lado de la línea contestara
un hombre, un hombre al que el Cocodrilo sólo conocía como «el
Jefe». Eso era lo único que había querido decirle sobre su
identidad.
—¿Sí? —Al fondo se oía el murmullo de una conversación.
—La policía se ha llevado a Scott Daggart —dijo el Cocodrilo.
—¿Tingley contactó con él?
—Anoche, como usted predijo.
—¿Y Tingley?
—Me he ocupado de él.
Un silencio cargado de interferencias cayó sobre la conversación. El Cocodrilo oía voces de fondo.
—Me pilla en la Sainte Chapelle —dijo el Jefe por fin—. ¿La conoce?
El Cocodrilo contestó que no con un gruñido. No tenía ni idea de qué estaba hablando el Jefe. Sabía que estaba en el extranjero, en alguna parte (¿en París?), pero no se acordaba de dónde. Ni le importaba gran cosa.
—Tiene unas vidrieras maravillosas. Cuentan la historia de la Biblia, pero en imágenes. Y tienen más de ocho siglos de antigüedad. Un lugar bellísimo. Bellísimo.
El Cocodrilo dejó pasar los segundos. «Déjeme hacer mi trabajo —se dijo—. Encárgueme lo que sea. Y no me haga perder el tiempo con lecciones de historia».
—Entonces, ¿qué quiere que haga? —preguntó, intentando disimular su impaciencia.
—Vigile a Daggart. Y llámeme si hace algo, si dice algo, si encuentra algo.
—No hay problema. ¿Y luego?
El Jefe hizo una pausa antes de responder.
—Y luego tendrá que matarle, por supuesto.
La comunicación se cortó y el Cocodrilo guardó el teléfono. Miró la casita enlucida del claro, suspendida entre la jungla y el océano. La policía de la noche anterior se había marchado y, a unos cincuenta metros de la orilla, Scott Daggart nadaba en el mar Caribe en paralelo a la playa. Al Cocodrilo no le costaría seguirle. Y menos aún acabar con él. Scott Daggart ni se enteraría, como todas sus víctimas.
Ésa era la belleza del cocodrilo. Su camuflaje.
Encorvado sobre la mesa, el inspector Alejandro Rosales apoyaba la frente en su mano izquierda mientras hojeaba un montón de papeles: cogía un folio, lo examinaba y lo colocaba a continuación en uno de los dos montones que tenía a su lado. Aquellos documentos equivalían a los homicidios de un año entero. Buscaba otros asesinatos ocurridos en el estado de Yucatán que pudiera relacionar con el de Lyman Tingley: el corazón extraído, la presencia de una cruz minúscula. Lo que fuera.
Había, de hecho, un caso semejante, un homicidio de cuya investigación también se había encargado él. No necesitaba un expediente para refrescarse la memoria. Se trataba de Javier Benítez, un mexicano de veintinueve años. Hallado muerto por un turista que había salido a correr por la playa. Con el corazón arrancado y colocado sobre el pecho. De eso hacía ocho meses. El caso estaba en el dique seco desde entonces. No habían aparecido pistas. Ni testigos. Puestos el uno junto al otro, aquellos dos casos parecían casi idénticos, y al examinar los expedientes del año anterior el inspector Rosales descubrió otros dos asesinatos que guardaban ciertas similitudes con los de Tingley y Benítez.
Una sombra cayó sobre las hojas y Rosales levantó la vista. El inspector Careche estaba de pie bajo los fluorescentes del techo. La luz de fondo desdibujaba sus facciones.
—He hablado con una camarera del Captain Bob —dijo—. Ha confirmado la historia que nos contó el estadounidense. Tingley se marchó primero. El señor Daggart, unos minutos después. —Hablaba a regañadientes, como si le costara reconocerlo—. También he llamado a su jefe, en Estados Unidos. A la Universidad del Noroeste.
—¿Qué le ha dicho?
—Es una mujer. —Careche miró sus notas—. Samantha Klingsrud. Tiene que devolverme la llamada, se supone. —Cerró su libreta de golpe.
Rosales volvió a los expedientes policiales apilados sobre la mesa. Mientras cambiaba un papel de un montón a otro, se dio cuenta de que Careche no se había movido. Se recostó en la silla y miró a su compañero.
—¿Por qué dejó que se marchara? —preguntó Careche. No se molestó en ocultar su tono desafiante.
Rosales se encogió de hombros.
—No teníamos pruebas para retenerlo.
—Claro que sí. Tingley y él eran competidores. Se vieron esa misma noche para tomar una copa. Y Daggart está familiarizado con los sacrificios mayas.
Rosales sacudió la cabeza.
—Todo eso es circunstancial.
—Un cadáver no aparece circunstancialmente en el patio trasero de uno de sus conocidos. Ese tipo es un asesino. No acabo de entender por qué le ha soltado. El hecho de que en su casa no hubiera ninguna prueba evidente no demuestra nada.
—Permítame hacerle una pregunta, inspector. ¿Cuál cree que es nuestro objetivo prioritario en lo referente a Lyman Tingley?
Careche se encogió de hombros, desconcertado.
—Encontrar al asesino —dijo.
—Exacto. Encontrar al asesino. Impedir que vuelva a matar.
Una expresión vacua, más vacua aún que sus ojos de escualo, cubrió el semblante de Careche.
—¿Qué está diciendo?
Rosales se removió en la silla para verle mejor la cara.
—Si Scott Daggart trabaja con alguien más, como sospecho, tendremos muchas más probabilidades de descubrirlo viéndole en acción que escuchando sus declaraciones ante la policía. Así que vamos a seguirlo hasta que nos conduzca a las personas y los lugares adecuados.
Careche le miró confuso, achicando los ojos.
—Pero no lo estamos siguiendo. Estamos aquí, en comisaría, de brazos cruzados, mientras Daggart anda por ahí haciendo Dios sabe qué.
Rosales asintió con calma; luego señaló la imagen de su ordenador. Era un mapa del estado de Yucatán con una serie de coordenadas de GPS en la parte de abajo de la pantalla.
—Le dije a Ubario que pusiera un chivato en su coche. Si Scott Daggart va a alguna parte, nos enteraremos. Y no andaremos muy lejos.
Careche se quedó mirando un rato la pantalla del ordenador; después asintió con la cabeza, refunfuñó algo y se alejó.
Rosales le vio marchar y volvió luego a fijar la vista en el montón que tenía delante, aquella gruesa pila de papeles amarillentos que le recordaba con horripilante detalle homicidios recientes cometidos a la manera de los antiguos.