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L
os ojos de Uzair
Bilail se desplazaban de unas imágenes a otras, su cara iluminada
por el resplandor azul del monitor. Eran los últimos símbolos los
que le desconcertaban, los que Lyman Tingley había eliminado con
tanto esmero antes de publicar la fotografía.
A raíz de su conversación de la víspera con Scott había pasado casi toda la noche en pie, revisando libros en el despacho de la casa de su profesor. Después de dormir dos horas a eso del amanecer volvió a ponerse manos a la obra, y desde hacía nueve horas dividía su tiempo entre el ordenador y los manuales, haciendo anotaciones en diversos cuadernos amarillos. Le dolían los riñones. Le ardían los ojos. La tensión abría un surco entre sus hombros.
Cogió por enésima vez el ejemplar de Scott del Diccionario de dioses mayas. Tenía la tapa descolorida y rota y las esquinas melladas. Algunas páginas sobresalían a ras del libro, despegadas desde hacía tiempo. Uzair lo abrió y lo colocó sobre el teclado. Comparó los dos grupos de imágenes, mirando del monitor a la página y de la página al monitor. Nada. Recostándose, frustrado, soltó un largo suspiro y paseó distraídamente la mirada por la habitación.
Un estante repleto de libros atrajo su atención. Sus ojos recorrieron los títulos hasta dar con El misterio maya, de Frederick Seibert, embutido horizontalmente sobre una hilera de volúmenes colocados en vertical. Lo sacó y las páginas crujieron entre sus dedos. Estaba aún más maltrecho y desencuadernado que el otro libro.
Uzair regresó a la mesa y sus ojos saltaron de nuevo del texto al monitor y del monitor al texto. Seguía sin ver nada que le ayudara a interpretar la estela.
Miró desalentado la pantalla del ordenador. Su talento habitual para descifrar la escritura maya le estaba fallando.
Se reclinó en la silla y empezó a hojear el libro de Seibert. Aunque narraba principalmente la lucha por descifrar los jeroglíficos mayas, estaba ilustrado con numerosos símbolos. Le sonaron las tripas mientras iba pasando páginas. Cada vez que volvía una, tenía que combatir el sueño.
Su mirada se posó en una fila de imágenes, casi al final del libro. Allí, al pie de la página 358, estaba el símbolo del hombre con una raya a un lado.
Casi se le paró el corazón.
Incorporándose, comparó el libro con la pantalla. Las imágenes eran idénticas. Pasó el dedo por el pie de foto. Volvió a leerlo. Echó un último vistazo a la estela y luego a El misterio maya, comparando las dos imágenes. Una y otra vez. Como un ganador de la lotería que comprobara sus números por segunda y tercera vez comparándolos con los del periódico, recorrió renglón por renglón, nota por nota, hasta que estuvo absolutamente seguro.
Corrió entonces a la cocina y cogió su teléfono móvil, que había dejado sobre la encimera de granito. Pulsó el nombre de Scott y se llevó una desilusión cuando saltó el buzón de voz. Sonó un pitido y se puso a hablar atropelladamente, en un arrebato de emoción.
—Scott, soy Uzair. ¡Creo que he descifrado la estela de Lyman Tingley! Llámame.
Miró su reloj. Faltaba poco para las seis. Confiaba en que Scott le devolviera la llamada enseguida: tenía la sensación de que convenía que se enterara de aquello lo antes posible.
Daggart oyó la primera sirena al llegar a la avenida Benito Juárez. Siguió por ello rumbo al sur, por la carretera de la costa, sin molestarse en tomar la autopista de regreso a San Miguel. Poco después, el agudo lamento de la policía de Cozumel inundó el aire.
En Punta Morena encontró un restaurante con el aparcamiento atestado de coches y ciclomotores. Encontró un hueco donde aparcar y entró deprisa. La camarera, una muchacha mexicana muy bonita, de largas trenzas negras, salió a recibirle a la puerta.
—¿Podría pedirme un taxi? —preguntó Daggart—. Parece que tengo problemas con el coche.
La camarera miró su camisa rajada y manchada de sangre. Su cara ensangrentada. Su piel encostrada con gravilla.
—Qué torpe soy —dijo él, limpiándose la arenilla y la sangre seca de la cara—. Siempre estoy chocándome con algo.
«Con carreteras a ochenta kilómetros por hora, por ejemplo».
La linda pero desconfiada camarera asintió amablemente con la cabeza y levantó el teléfono. Daggart le dio las gracias y salió.
El taxi llegó diez minutos después, justo cuando la bola de fuego del sol se hundía tras una maraña de árboles, en el horizonte. Daggart se deslizó en el asiento trasero y pidió al conductor que le llevara a San Miguel. El taxista asintió con un gesto y arrancó. Una fila de coches patrulla pasó a toda velocidad por el otro carril, con las sirenas puestas. Daggart agachó la cabeza instintivamente.
El taxista observó a su pasajero por el retrovisor con los ojos entornados.
—¿Ha hecho algo malo? —preguntó. Era un hombre de mediana edad, con barba de cuatro días y una barriga que se apretaba contra el volante. Su salpicadero parecía un santuario. De todas las religiones. Buda, Jesucristo, el Corán. Todos ellos tenían un sitio en su vehículo.
Daggart se puso tenso.
—¿Qué?
—¿Ha hecho algo malo? —repitió el taxista. Ni siquiera se molestaba en mirar la carretera. Tenía los ojos fijos en Daggart.
Él no contestó.
—No es que me importe —continuó el taxista—, pero tengo curiosidad.
Daggart le miró a los ojos por el retrovisor y sopesó sus opciones.
—Entonces, ¿ha hecho algo malo? —preguntó el hombre por tercera vez.
—No —contestó Daggart—. Me lo han hecho a mí.
—Entiendo —dijo el conductor y, aparentemente satisfecho, volvió a fijar los ojos en la carretera.
Avanzaron en silencio. Pasaron unos minutos mientras Daggart miraba por la ventanilla. La selva costera se convirtió en una acuarela borrosa. En un cuadro impresionista más impresionista aún.
—Sólo se lo pregunto —dijo por fin el taxista—, porque vienen siguiéndonos.
Daggart se giró en el asiento para mirar por la luna trasera y fijó los ojos en un Toyota de color oscuro. Costaba estar seguro a la última y anaranjada luz del día, pero quien conducía parecía ser la misma persona que se estaba convirtiendo en una figura omnipresente en la vida de Daggart.
El hombre de la camisa hawaiana.
Daggart se volvió, intentando pensar precipitadamente. Aunque aquel desconocido había acudido en su auxilio, le ponía nervioso no saber quién era, ni cuáles eran sus motivos.
—Entonces, ¿ha hecho algo malo? —repitió de nuevo el taxista.
—No —contestó Daggart. Un viento cálido y bochornoso atravesaba el coche y revolvía su cabello.
El taxista asintió con una inclinación de cabeza, pero no dijo nada. Pasó medio kilómetro sin que se dirigieran la palabra. Por fin, el conductor dijo:
—¿Quiere que le pierda?
Daggart no estaba seguro de haber oído bien.
—Veo las películas americanas —prosiguió el taxista—. Arnold Schwarzenegger. Vin Diesel. A todo gas. Sesenta segundos. El ultimátum de Bourne. Sé de estas cosas. —Sin apartar la vista de la carretera, pasó la mano derecha por encima del asiento—. Soy Bernardo. Encantado de conocerle.
—Lo mismo digo —contestó Daggart al estrecharle la mano.
Aunque hubiera querido identificarse, Bernardo no habría querido ni oír hablar del asunto.
—No me diga su nombre, señor. Cuanto menos sepa, mejor. Si sé demasiado, empezarán a seguirme de repente. ¿Sí?
Daggart asintió con la cabeza, admirado.
—Bueno… ¿Quiere que le despiste?
Daggart sólo tardó un momento en decidirse.
—Sí —respondió—. Quiero que le despiste.
Bernardo esbozó una amplia sonrisa.
—Quedará usted muy contento.
Rebuscó en una caja de zapatos que había sobre el asiento del acompañante y metió luego una cinta en el radiocasete del coche. Daggart reconoció vagamente la música; era de los años ochenta. Superdetective en Hollywood o Top Gun. Una de esas bandas sonoras con sintetizadores y pulsaciones cardíacas. Resonaba ensordecedora con su ritmo machacón. El taxista apagó entonces los faros y pisó a fondo el acelerador.
—No se preocupe, señor. Puede que parezca viejo, pero tengo el espíritu de un puma.
Daggart se recostó en el asiento. ¿Qué podía decir?
Iban casi el doble de rápido y sin luces. Los coches que pasaban tocaban el claxon y encendían intermitentemente los faros mientras Bernardo zigzagueaba entre el tráfico como un adicto al crack en una carrera de automovilismo profesional.
Al volverse para mirar por la luna trasera, Daggart vio que el coche que les seguía se hacía cada vez más pequeño, hasta convertirse en una mota blanca; luego, por fin, se perdió de vista por completo.
Cuando llegaron a los barrios del oeste de San Miguel, Bernardo culebreó por las calles como una rata por un laberinto, sin ir nunca en la misma dirección más de dos manzanas seguidas.
—Sólo por si acaso —le dijo a Daggart.
Estaban a unas pocas manzanas al oeste de la plaza del pueblo cuando Daggart le pidió que le dejara allí. Pagó generosamente al conductor por las molestias que se había tomado y le agradeció su pericia al volante.
—No problemo —contestó Bernardo tranquilamente, como si hiciera aquello todos los días. Se frotó la barba de cuatro días con visible satisfacción. Y acto seguido añadió—: Sayonara, baby.
Un momento después salió como un cohete, perdiéndose en la noche.