46

El Cocodrilo observaba con interés a los inspectores que rebuscaban entre fragmentos y escombros, intentando armar una imagen borrosa de lo ocurrido. Aunque no era muy aficionado a las bombas, tenía que reconocer que sus resultados eran muy satisfactorios. Quedaba poco del todoterreno, y aún menos del estadounidense. Nick el gigante había hecho un buen trabajo. No era de extrañar que media ciudad se hubiera reunido en torno al lugar de la explosión, más allá de la cinta amarilla de la policía.

El Cocodrilo refrenó una sonrisa. Un hilillo de saliva manaba de su labio.

Lo único que le preocupaba era si la víctima era en realidad el estadounidense o no. Nick estaba convencido de que era Daggart. El Cocodrilo, no. El profesor había demostrado ser sorprendentemente escurridizo. El Cocodrilo necesitaba pruebas irrefutables.

Su teléfono móvil vibró. Supo sin mirar quién era. El Jefe. Se apartó de la gente para contestar la llamada mientras se pensaba si debía contarle lo sucedido.

—Tengo entendido que ha habido una pequeña explosión por allí —comenzó diciendo el Jefe. El Cocodrilo iba a preguntarle cómo lo sabía, pero el Jefe se le adelantó—. Lo sé, se lo aseguro. Así que, dígame, ¿es Daggart?

—No lo sé —reconoció el Cocodrilo—. Pero creo que no.

—Yo tampoco.

El Cocodrilo frunció el ceño. Era lo que se temía. Quería preguntarle por qué creía eso, pero sabía que no conseguiría que le respondiera.

—Está bien —continuó el Jefe—. Tengo otros planes para Scott Daggart.

El Cocodrilo escuchó atentamente, enseñando los dientes por si a algún transeúnte le daba por mirarle.

Hablaron unos minutos más y, cuando acabaron, el Cocodrilo colgó y se quedó pensando en la conversación. No estaba de acuerdo con las nuevas instrucciones del Jefe, pero el que mandaba era él. Era él quien pagaba las facturas. Lo único que podía hacer el Cocodrilo era cumplir las órdenes.

Miró su reloj. No eran aún las siete. Aunque la noche anterior se había equivocado, confiaba en que el señor Daggart se presentara en la joyería Eterno para encararse con la encantadora Ana Gabriela. Y él pensaba estar allí.

Si se daba prisa, quizá tendría un asiento en primera fila.

Eran casi las nueve cuando Ana Gabriela levantó la cortina de terciopelo de la tienda y entró en el cuarto de atrás. Encendió la luz del flexo y sofocó un grito de sorpresa.

Sentado en la tumbona estaba Scott Daggart.

—Estás vivo —dijo, sorprendida.

—A duras penas.

—Me alegro.

Daggart intentó interpretar su expresión. No sabía si era sincera o si, como la otra vez, le estaba tomando por tonto.

—¿Cómo has entrado? —preguntó ella.

—Quizá convenga que cambies esa cerradura —dijo él, levantando una palanca y señalando al mismo tiempo la puerta de atrás—. Mientras tanto, ¿por qué no cierras la puerta delantera? —Su tono era cortante. Brusco.

Tenía en el regazo la pistola del 45 de Del Weaver. No quería ponerse melodramático hasta el extremo de apuntarle con ella, y confiaba en no tener que usarla. Pero la tenía a mano, por si acaso. Por razones obvias, ya no se fiaba de nadie, y menos aún de la dueña de la joyería Eterno. Era curioso, pensó, lo que podían hacer tres pistoleros y un coche bomba.

Ana desapareció tras la cortina y entró en la tienda. Daggart la oyó cerrar la puerta de la calle. Cuando regresó, él le indicó con un gesto que se sentara. Ella obedeció. Durante un rato ninguno de los dos dijo nada. Daggart oía su respiración trabajosa y casi sintió lástima por ella.

—¿Por qué me mentiste? —preguntó por fin.

Los grandes ojos castaños de Ana Gabriela se inundaron y las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas.

—Yo no quería —dijo, y sus palabras se precipitaban más aprisa que sus lágrimas—. De verdad, no quería. Pero dijeron que si no me matarían.

—¿Quiénes?

—Ese hombre, el de cruzoob. No sé su verdadero nombre. Sus amigos le llaman «el Cocodrilo». —Ana Gabriela se limpió las lágrimas con dedos sonrosados.

—Continúa.

—Yo tenía que fijar una cita entre Víctor Camprero y tú en Cozumel, ése era el plan. No sé nada más.

—Y ese Víctor Camprero, ¿es un personaje real o inventado?

—Real.

—¿Vivo o muerto?

—Murió hace un par de años.

—¿Cómo?

Ella se encogió de hombros. Las lágrimas manchaban sus mejillas.

—¿Lo mataron esos mismos tres hombres? —preguntó Daggart.

—Es posible.

—¿Y tú sabías que esos hombres iban a matarme?

Ella se encorvó en la silla. Agachó la cabeza y bajó los ojos. El pelo que le caía desde detrás de las orejas ocultaba su rostro casi por completo.

—No estaba segura.

—Pero lo sospechabas.

Ella dudó antes de contestar.

—Por eso te ofrecí la pistola.

—Y sin embargo seguiste adelante y me tendiste una trampa.

—No tenía elección. —Levantó la cabeza. Sus ojos brillaban intensamente.

—¿Por qué?

—Porque el Cocodrilo amenazó con matarme.

Daggart suspiró y miró para otro lado.

—No me crees —dijo Ana.

—Me cuesta creerte. En primer lugar, ¿cómo pudiste dar con ese plan si yo entré por casualidad aquí aquella noche?

—No.

Daggart frunció el ceño, confuso.

—¿Cómo que no? Eso fue exactamente lo que pasó. Iba huyendo. Me perseguían tres matones. Vi la luz de la tienda por casualidad y me metí aquí.

—No.

—Sí —dijo Daggart. Estaba perdiendo la paciencia—. Fue así como pasó. Fue una coincidencia.

La voz de Ana era serena y franca. Su mirada también.

—¿Y si te dijera que no fue una coincidencia?

—Por favor, no me digas que fue cosa del destino, que estábamos destinados a encontrarnos. El sino y todo ese rollo. Creo que no podría soportarlo.

—No fue el destino.

—¿Qué estás diciendo?

—Querían que entraras aquí. Por eso te dirigieron en esta dirección.

Scott Daggart se sintió como si le hubieran dado un golpe bajo.

—No lo entiendo. Iba corriendo por la calle. Por calles desiertas, en plena noche. Fue un accidente que pasara por esta calle y no por otra. Fue una pura coincidencia que entrara en tu tienda y no en otra.

Ella sonrió con tristeza.

—Lo siento, Scott, pero no.

—¿Qué quieres decir?

—Te perseguían tres hombres, ¿no?

—Eso es.

—Empezaron a seguirte cuando saliste del restaurante.

—Sí.

—Te trajeron hacia aquí. Era parte del plan. Podrían haberte cogido desde el principio, ¿no? De hecho, hasta me dijiste que uno te echó el guante.

Daggart pensó en el momento en que Boca de Riego le agarró de los brazos.

—Le aplasté la nariz para que me soltara. No es que me dejara marchar.

—Puede que sí, o puede que no. El caso es que querían que entraras aquí.

—Pero hay montones de tiendas en esta ciudad. ¿Cómo iban a adivinar que me pararía en ésta? Es absurdo.

—No, no lo es, porque te hicieron correr hacia aquí.

Daggart sacudió la cabeza. Aquello tenía que ser una especie de sueño rocambolesco. A medio camino entre Salvador Dalí y M. C. Escher.

—¿Y qué hicieron? ¿Sobornarte?

—No, no me sobornaron —dijo Ana, y por primera vez Daggart vio un destello de rabia.

—Vale, no te sobornaron. Decidiste tenderme una trampa por simple diversión.

—Los cruzoob amenazaron con matarme.

—¿Cómo podían pensar que entraría en tu tienda?

—Era tarde, ¿no te acuerdas? Bien pasada la hora de cerrar. La mía era el único establecimiento que estaba abierto. Por ti. Esos hombres te hicieron correr en esta dirección y como yo tenía la luz encendida…

A Daggart le daba vueltas la cabeza. El coche bomba de esa mañana ya no le extrañaba. Pensó en aquella carrera frenética por las calles. Tal vez ella estuviera en lo cierto.

—Está bien, pongamos que me estás diciendo la verdad —dijo—. Pongamos que me dirigieron hacia aquí. ¿Por qué?

—Porque quieren información. Creían que yo podía sonsacártela.

—Si de verdad quieren información, ¿por qué intentan matarme?

Ella aspiró un poco antes de responder, como si estuviera probando una bebida a la que no estaba acostumbrada.

—Parece que han cambiado de estrategia.

—Eso salta a la vista —dijo él con más sarcasmo del que pretendía—. Esa información que se suponía que habías de sacarme… ¿la conseguiste?

—No —contestó ella con calma.

—¿Puedo preguntarte qué querías, o qué querían, averiguar?

—El paradero del Quinto Códice. Pensaban que tal vez habías encontrado alguna pista en el yacimiento de Lyman Tingley.

Daggart no se molestó en ocultar su sorpresa.

—¿Sabes lo de Lyman Tingley?

—Sí. Y lamento mucho lo que le ocurrió. Yo no tuve nada que ver con eso.

Daggart se levantó de la silla y empezó a pasearse por el cuartito. Un animal atrapado en una jaula minúscula. Primero, lo que le había contado Del Weaver sobre Right América. Y ahora esto. Le habían pillado desprevenido dos veces en unas pocas horas.

—¿Qué descubriste hablando conmigo?

—Poca cosa.

—Pero ¿descubriste algo?

—Que no sabías dónde estaba el códice. Por lo menos en aquel momento.

Daggart recordó su conversación con Ana la mañana anterior, sentados en aquella misma habitación. Había mencionado de pasada el Quinto Códice, pero no había visto ninguna reacción en su semblante. Lo que sí recordaba era su asombro por que ella hubiera oído hablar de Ah Muken Cab.

—¿Sabes qué es el Quinto Códice?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Y formabas parte de ese plan para ayudar a descubrir dónde está?

—Yo no formaba parte de ningún plan —puntualizó ella—. Cumplía órdenes.

—¿Eres miembro del Cruzoob?

—No.

—¿Estabas ayudando al Cocodrilo?

—Sí, contra mi voluntad.

—¿Por qué?

—No tenía elección.

—¿Qué quieres decir con eso? —Daggart dio un puñetazo en la pared. Cada vez le costaba más conservar la calma.

—Dijo que me mataría —contestó Ana.

Daggart soltó un largo suspiro: el aire salió entre sus labios fruncidos como una lenta fuga en un neumático. Ansiaba creerla, pero ya no sabía qué era verdad y qué mentira.

—Entonces, dime, ¿por qué crees que ese tal Cocodrilo podía matarte? ¿Por qué te tomaste en serio sus amenazas?

—Porque mató a mi hermano por ese mismo motivo —respondió ella.

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