85

Daggart sacó una sola cerilla (había quizás una docena en total) y cerró la caja. Había algo extrañamente gratificante en el hecho de encajar limpiamente los bordes mojados de la caja. Ciego en medio de la oscuridad más negra que había experimentado nunca, recorrió con los dedos la cerilla hasta encontrar el extremo. Lo acercó al lado rasposo de la caja y la deslizó por el corto filo como si fuera un avión despegando de una pista minúscula. Se encendió una pequeña llama y una onda de azufre se coló por la nariz de Daggart.

La luz perforó un agujerito en la oscuridad. Daggart vio la figura temblorosa de Ana, con el pelo pegado a la frente. Se sostenía a sí misma con los brazos cruzados.

—Eres todo un boy scout, ¿no? —dijo.

—Ventajas de ser un arqueólogo de salón.

—Supongo que elegí al mejor candidato para hundirme con él en el cenote.

—Sí, y no lo olvides nunca.

Daggart dio media vuelta, moviendo la llama de modo que el círculo de luz se ensanchara.

—Quédate aquí —dijo—. Voy a ver si encuentro algo que quemar.

—¿Aquí? Estamos en una cueva a diez metros de profundidad.

—Exacto.

Se arrastró por la lengua de tierra, sujetando la cerilla delante de sí como si fuera una linterna. El lecho al que se habían encaramado era sólo eso: un pequeño saliente de tierra unido a una pared de caliza redondeada y cubierto de grietas y agujeros.

Daggart se preguntó si había más cueva de la que veía. Y lo que era más urgente aún: ¿existía otra salida? Aunque pudiera encontrar el túnel subterráneo que los había llevado hasta allí (lo cual no era tarea fácil, puesto que había perdido el sentido de la orientación después de emerger), no sentía deseos de volver al cenote y encontrarse al Cocodrilo esperándoles.

Avanzó despacio, con la pared a la izquierda y el agua opaca a la derecha. Sintió, antes de verlo, que un objeto rozaba su frente. Se echó hacia atrás y al acercar la llamita de la cerilla vio una roca húmeda y de bordes desiguales. Tenía forma cónica y su extremo, afilado como una cuchilla, apuntaba hacia abajo. Una estalactita. Colgaba del techo y el agua goteaba por su punta filosa y cortante.

La llama mordió su dedo y arrojó la cerilla a un lado. Chisporroteó al caer al agua. La oscuridad los envolvió como un manto.

—¿Estás bien? —preguntó Ana. Daggart ya había doblado un recodo de la cueva y no habrían podido verse el uno al otro aunque hubiera habido luz.

—Estaré mejor cuando vea.

Mientras hurgaba en su bolsillo en busca de otra cerilla, no pudo evitar pensar en lo que le había dicho el jefe de la aldea sobre el inframundo de los mayas. Xibalbá, el lugar del miedo. Se suponía que el aire enrarecido era el aliento fétido de los moradores del mundo subterráneo.

«Estupendo».

Daggart encendió otra cerilla y avanzó agazapado, agitando la esfera de luz amarilla delante de sí. A su izquierda, la pared se desconchaba y el eco lejano de sus zapatos al rozar el suelo le convenció de que la cueva se había ensanchado. Las paredes se hallaban ahora más lejos: ya no las alcanzaba la llamita vacilante que perforaba la vasta oscuridad como una estrella solitaria intentando alumbrar el firmamento.

Daggart esquivó una estalactita y vio a su derecha una hendidura en las rocas: una suave pendiente que bajaba hacia el agua. El camino estaba flanqueado por pequeñas rocas que formaban una tosca escalera. Era evidente que era obra del hombre. A Daggart se le aceleró el corazón. Se acercó rápidamente a los peldaños mientras el minúsculo fuego de su mano consumía el palito de la cerilla.

La cerilla chisporroteó y se apagó. De pronto se hizo la oscuridad. Daggart se quedó inmóvil, temiendo acabar en el agua o chocar con la punta de una estalactita si se movía demasiado rápido.

Se puso a gatas y avanzó lentamente.

—¿Sigues ahí? —preguntó Ana. Su voz retumbó en las paredes de la cueva hasta posarse finalmente en el suelo como polvo.

—Intento ahorrar cerillas.

Avanzó palmo a palmo; su mano extendida se movía de un lado a otro como el bastón de un ciego. Llegó al talud de los peldaños y se tumbó al nivel del estanque. El agua borboteó en su mano. Se la sacudió y se estiró primero hacia un lado de la escalera y luego hacia el otro, palpando con los dedos las rocas húmedas y cenagosas.

Se detuvo. Había una piedra que parecía distinta a las otras. Su parte superior era suave al tacto. Pasó un dedo por el borde y se dio cuenta de que era el filo de un cuenco. Hundió la mano en aquella especie de lavabo y se paró cuando con la punta de los dedos tocó algo húmedo, como ropa mojada. Se llevó los dedos a la nariz y, al olfatear, notó un olor acre y se apartó.

Queroseno.

Sacó una cerilla y raspó la cabeza en el borde de lija hasta que prendió la llama. Echó la cerilla en el cuenco de piedra con la misma tranquilidad que si estuviera encendiendo el carbón de una barbacoa familiar.

Nada. Sólo la pequeña llama azul de la cerilla desamparada entre lo que parecía un húmedo montón de trapos. Daggart se desanimó. Empezaba a quedarse sin cerillas. De pronto, la cerilla siseó y chisporroteó. Una llamita azulada se elevó sobre los trapos (Daggart veía ahora que eran posiblemente pellejos de ciervo empapados en alguna clase de aceite) y antes de que se diera cuenta el cuenco entero echó a arder.

El equivalente maya al interruptor de la luz. Daggart se preguntó cuántos siglos habían pasado desde que alguien lo había pulsado por última vez.

Se inclinó y, con el calor del fuego lamiéndole los brazos, levantó el cuenco de piedra para iluminar la cueva en la que se hallaban Ana y él.

Y se quedó anonadado.

Estaban en una enorme caverna subterránea de unos cincuenta metros de diámetro, cuyas paredes rezumaban, viscosas, sometidas a siglos de humedad. Del techo, situado a unos siete metros de altura, colgaban estalactitas cónicas con la punta mojada por el peso de las gotas que confluían en ellas. Colgaban también del techo una docena de lianas retorcidas, tentáculos arbóreos que parecían buscar algo sólido a lo que agarrarse. El estanque tenía forma ovalada y medía posiblemente nueve metros de ancho. Su superficie brillaba, negra y misteriosa. Una cornisa de tierra y caliza circundaba el agua, formando una pasarela que permitía bordearlo. Más allá de aquella cornisa, la caverna se fragmentaba en una serie de cámaras más pequeñas, tapadas por rocas y estalactitas que parecían guardar como centinelas sus recovecos íntimos.

Ana siguió la luz de la antorcha improvisada y se acercó de puntillas a Daggart.

—¿Cómo sabes estas cosas? —preguntó, con los ojos fijos en el fuego.

—Pura suerte.

—No, en serio.

—Quienes usaban esta cueva necesitaban luz tanto como nosotros. Ven, vamos a ver qué hay aquí abajo.

Sosteniendo el cuenco en alto como si fuera una ofrenda a los dioses, Daggart condujo a Ana a través de la cueva.

Los rodeaba una calma espectral. Sólo se oía el goteo acompasado del agua, el eco de sus pisadas, el siseo y el chisporroteo de las llamas. Al avanzar con el fuego, las sombras comenzaron a bailar y a agitarse sobre las paredes, por las que serpeaba el agua en capas finas y grasientas.

El suelo era desigual y resbaladizo. Cuando doblaron un recodo para entrar en una cámara escondida, Ana perdió pie y cayó al suelo. Aterrizó de golpe sobre la roca implacable.

Daggart se agachó y dejó el fuego en el suelo.

—¿Te has hecho daño?

Ana se agarraba el codo. La caliza había abierto en su carne un surco de unos cinco centímetros. Pequeñas gotas de sangre afloraban a la superficie.

—Sólo en mi orgullo.

—Eso no tiene remedio. Pero habría que limpiar ese corte.

—No es nada. Ya habrá tiempo para eso después.

—¿Necesitas descansar?

—Luego. Vamos a seguir…

Estaba a punto de decir algo más cuando de pronto se quedó boquiabierta. Levantó involuntariamente el brazo para señalar. En parte como un zombi, en parte como si fuera el Espíritu de las Navidades Futuras.

Daggart deslizó la mirada por el suelo hasta que encontró lo que señalaba Ana. A un lado de una roca que le llegaría al pecho se veían los huesos extendidos de un esqueleto, parcialmente cubiertos por jirones de tela. Yacía sobre el suelo como si la muerte le hubiera llegado estando agazapado (o agazapada). Daggart se acercó. Ana fue tras él.

—¿Quién crees que era? —preguntó ella.

Daggart se inclinó para examinar el montón de huesos. Cogió la tela deshilachada de la ropa del esqueleto, levantando nubecillas de polvo. Pasó la mano por el cadáver carcomido. Los huesos eran marrones y parecían manchados. Estaban muy lejos de los huesos blanqueados del cadáver de ciervo que había visto días antes.

—No parece reciente, eso seguro.

—Qué alivio.

Daggart pasó el dedo índice por el cráneo redondeado y se detuvo a tocar con la punta una grieta irregular.

—Mira.

Ana avanzó para mirar por encima de su hombro el cráneo de boca abierta y ojos chillones. Miró a Daggart inquisitivamente.

—Es una fractura —explicó él—. Me apostaría algo a que no fue por causas naturales.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Traumatismo craneal.

—¿Alguien le golpeó en la parte de atrás de la cabeza? —preguntó ella.

—Con un objeto romo y contundente. Si hubiera estado más afilado, el cráneo se habría partido. De este modo sólo se fracturó. Posiblemente este tipo sufrió una larga y dolorosa hemorragia cerebral. Un modo horrible de morir.

Ana pareció quedarse pensando.

—Parece que has visto muchos casos parecidos.

—Demasiados, en realidad. Gajes del oficio.

—¿Por qué crees que lo mataron?

Daggart se encogió de hombros.

—Seguramente por las mismas razones por las que intentan matarnos a nosotros. Por el Quinto Códice.

—Pero ¿quién pudo ser? ¿Quién conoce este sitio?

—Quizá los antepasados de mis amigos de la aldea maya. Tengo la sensación de que ellos lo saben desde siempre.

Levantó un borde harapiento de la ropa del esqueleto. La tela se deshizo en sus manos y se aposentó sobre el suelo formando una pequeña capa de polvo. Las partículas que levantó despedían un olor agrio y mohoso. Ana esbozó una mueca y se tapó la cara con la mano.

—Qué interesante —dijo Daggart.

—¿Qué?

—Esta ropa no es maya, no hay duda.

—Entonces ¿quién era? ¿Un arqueólogo?

—Lleva una ropa demasiado estrafalaria para eso.

—¿Un conquistador?

Él negó con la cabeza.

—No, a no ser que los conquistadores llevaran pendientes y fulares. Yo diría que era un pirata.

Ella lo miró con incredulidad.

—¿Un pirata?

—Solían esconder sus tesoros en las cuevas de Yucatán. Cozumel en particular era famosa por sus piratas.

Ana seguía sin creerle.

—¿En plan Long John Silver?

Daggart asintió con la cabeza.

—Ron, ron, ron, la botella de ron.

—Pero ¿cómo iba a descubrir un pirata un sitio como éste? Acabamos de ver lo difícil que es llegar aquí.

—A no ser que haya otra entrada.

Se volvieron y miraron a su alrededor, sondeando las sombras con los ojos en busca de una abertura que hubieran pasado por alto. ¿Cuál de aquellas grietas y rincones ocultaba un túnel secreto que llevaba a la superficie?

Daggart fijó la mirada en el esqueleto. Al examinarlo, se dio cuenta de que tenía el brazo derecho extendido y los dedos estirados como si el premio que buscaba le hubiera sido negado en el último momento. Daggart levantó la cabeza y siguió la dirección del brazo, la mano, los dedos. Alzó el cuenco de luz y avanzaron de puntillas. Sortearon una serie de pequeñas rocas con andar rígido y desigual, como si ellos también fueran cadáveres que, surgidos de entre los muertos, daban sus primeros pasos tambaleantes. Sus sombras se agitaban sobre las paredes de la caverna como gigantes bailando. Al llegar al fondo de una cámara, se detuvieron. Daggart se arrodilló; su ropa mojada goteaba sobre el suelo, formando un charco a su alrededor.

Frente a él, en el rincón más apartado de la cámara subterránea hacia la que señalaba el esqueleto, se elevaba sobre la tierra mojada una pirámide perfecta. Parecía una réplica exacta del castillo de Chichén Itzá. Su tamaño no superaba el de un televisor antiguo. Estaba todo allí: los noventa y un peldaños en cada uno de los cuatro lados, las cabezas de serpiente al pie de las escaleras, el templo rectangular en la cúspide. De no haber sabido que era imposible, Daggart habría pensado que era la maqueta con la que un arquitecto exhibía el edificio más moderno y espectacular de Yucatán.

Pero Daggart sabía que eso era imposible.

Sabía que una edificación como aquélla (una réplica exacta) sólo podía albergar algo de la mayor importancia.

Inclinándose hacia delante, sopló el polvo de la parte superior de la pirámide. En el techo del templo en miniatura, entre la capa de polvo y arena suspendida en el aire como una nube, aparecieron de pronto una serie de imágenes. Eran jeroglíficos, y a Daggart le dio un vuelco el corazón al verlos.

Sin dejarse llevar por el entusiasmo, colocó la llama en el suelo, delante de la pequeña construcción, como si estuviera encendiendo velas votivas ante un altar. Apoyó una mano en el suelo y se inclinó hasta que sus ojos quedaron justo por encima de la pirámide, como si mirara la casa de muñecas de un niño. Recorrió los jeroglíficos con los dedos de la otra mano. No tuvo que examinarlos mucho tiempo para saber lo que decían. Le bastó con palparlos. Era una fecha, escrita al estilo de los mayas, con barras y puntos.

21 de diciembre de 2012.

El día del Juicio Final. El fin del mundo.

En algún lugar dentro de aquella pirámide en miniatura se hallaba el Quinto Códice.

El Quinto Codice Maya
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