68
E
l Cocodrilo esperaba
impaciente. «¿Por qué tardan tanto?».
Sentado en el coche mientras la lluvia tamborileaba sobre el techo metálico, mantenía los ojos fijos en la puerta de la casa de Héctor Muchado, esperando a ver la señal que indicara que Ana y el estadounidense estaban en sus manos. Echó un vistazo a su reloj. Llevaban casi media hora allí dentro. Demasiado tiempo.
Palpó la semiautomática que llevaba remetida en el cinturón y alargó luego la mano hacia el asiento del acompañante para coger un arma considerablemente más grande. Su peso le hizo sonreír. Abrió la puerta del coche y salió al aguacero. Mientras caminaba con paso decidido hacia la casa, bajo la lluvia, no sabía qué esperar, pero sabía en cambio que, fuera lo que fuese, iba preparado.
Ana estaba aún vistiéndose en el dormitorio cuando Daggart volvió abajo. Se arrodilló junto al matón muerto, que tenía aún el cuchillo firmemente alojado en el cuello. Le sacó la cartera del bolsillo del pantalón. Se acercó al gigante y también buscó su cartera. Si lograba averiguar quién era aquella gente, tal vez pudiera combatirlos mejor. Eso esperaba, al menos. Pero los permisos de conducir no le dijeron nada.
Estaba echando una ojeada a los últimos carnés cuando Ana se reunió con él. Ella se disponía a abrir la puerta de la calle cuando la detuvo.
—No —dijo—. Por ahí no.
—Pero mi coche está ahí fuera.
—No podemos arriesgarnos. Es posible que hayan puesto una bomba, como hicieron con el de Del Weaver. Y todavía no sabemos si el Cocodrilo está aquí o no.
Obtuvieron la respuesta a esa pregunta un instante después. Una ráfaga de balazos barrió los dos ventanales y desgarró las cortinas. Los cristales estallaron y cayeron al suelo. Daggart llevó a Ana detrás del sofá mientras las balas silbaban sobre sus cabezas, incrustándose en la pared del cuarto de estar. Daggart adivinó de qué arma se trataba. Un M-16. Mucho más potente que las suyas.
—¿Estás bien? —preguntó cuando remitió la descarga. Ana asintió con un gesto.
Otra lluvia de balas barrió la habitación. Sobre ellos caían trozos de escayola. Daggart comprendió que quien disparaba no sabía dónde estaban. Hasta donde podía deducir, ésa era su única ventaja. Por eso no devolvió los balazos.
Miró hacia la cocina y el cuerpo sin vida de su anfitrión.
—¿Héctor tenía coche?
—Creo que sí. En la cena dijo algo sobre que no encontraba las llaves.
—Ya. Pues nosotros vamos a tener que dar con ellas. —Calculó la distancia entre el sofá y la cocina. Tres metros largos al descubierto, frente a la ventana—. Tú cúbreme y yo busco las llaves.
Ana sacudió la cabeza.
—¿Por qué no voy yo? Tú disparas mejor.
Daggart odiaba ponerla en la línea de fuego, pero Ana tenía razón: seguramente él era más capaz de mantener a raya al pistolero.
—Está bien, pero mantente agachada.
Se puso de rodillas y disparó seis veces a través de los grandes rectángulos abiertos que antes eran las ventanas.
Ana avanzó a gatas hacia la cocina. Cuando el pistolero invisible comenzó a disparar de nuevo, ella estaba ya a salvo en la otra habitación e intentaba recobrar el aliento apoyada de espaldas en el frigorífico. Daggart la vio alargar los brazos hacia el cuerpo tendido de Héctor y darse cuenta de pronto de que iba en pijama.
—La llave debe de estar arriba —dijo, frenética.
—Mira en los cajones de la cocina. Puede que guarde una allí.
Ella se perdió de vista y Daggart la oyó revolver entre lo que por el ruido parecían bandejas de cubiertos. Un estrépito metálico resonaba en las paredes de la cocina.
—¿Nada? —preguntó Daggart, pero si Ana contestó, su voz quedó ahogada por el estallido de los disparos fuera de la casa.
Cuando cesaron los balazos, Ana asomó la cabeza por la esquina de la pared de la cocina y dijo que no.
Daggart se quedó pensando un momento. Miró al gigante atado. Dejándose llevar por un impulso, agarró una esquina de la cinta adhesiva que le había puesto sobre la boca y se la arrancó.
—¿Dónde tienes las llaves del coche?
—Las tiene él —contestó el gigante, señalando con la cabeza al que había agarrado a Ana—. Sírvase usted mismo.
Daggart miró hacia el muerto con el cuchillo asomando en el cuello. Estaba apoyado contra la base de la escalera, en un lugar más expuesto que la cocina. No podría llegar hasta él sin que las balas le acribillaran. La escalera que subía a la planta de arriba también estaba descartada.
Una rápida andanada de disparos cruzó la habitación y Daggart agachó la cabeza y se pegó al suelo. Por los destellos del fusil dedujo que quien disparaba se estaba acercando.
—¿Es el Cocodrilo? —preguntó.
—Muy pronto lo sabrá —dijo el gigante con una mueca burlona.
Daggart le agarró del cuello y apretó.
—¿Por qué no nos ahorras tiempo a los dos y me lo dices tú mismo?
La cara del gigante enrojeció lentamente, pasando por diversos tonos de carmesí y escarlata antes de adquirir un púrpura enfermizo. El gigante asintió por fin, y Daggart le soltó. El otro comenzó a boquear como un pez sacado del agua.
—¿Qué hacemos? —preguntó Ana. Un mechón de pelo mojado se pegaba a su frente.
Daggart señaló la puerta de atrás.
—Olvídate del coche. Saldremos por detrás.
Mientras se preparaba para reunirse con ella en la cocina, el gigante comenzó a gritar al pistolero de fuera.
—¡Van a salir por detrás! ¡Van a intentar…!
Daggart no le dejó acabar. Le asestó un revés con la mano en la que sujetaba el arma, dejándole inconsciente. Esperó a ver cómo reaccionaba el Cocodrilo. ¿Se oirían pisadas cuando cambiara de sitio? ¿Más disparos? Pero Daggart sólo captó el viento y la lluvia.
Avanzó arrastrándose hacia la cocina. Cuando llegó, vio la cara de Ana horrorizada. Se había manchado las manos con la sangre del linóleo y, aunque luchaba por mantener la compostura, estaba perdiendo la batalla. No sólo había tenido que afrontar la muerte de Héctor Muchado: se la habían arrojado a la cara. Daggart intuyó que estaba reviviendo también la muerte de su hermano. Era lo que pasaba siempre con las experiencias traumáticas. Desencadenaban traumas pasados, hasta que todos se fundían en uno solo.
Daggart lo sabía de buena tinta.
—Mírame —dijo, poniéndole las manos sobre los hombros—. Mírame, Ana.
Ella levantó lentamente los ojos hasta posarlos sobre la cara de Daggart.
—No bajes los ojos —insistió él—. Quédate conmigo, ¿de acuerdo?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Me lo prometes?
—Sí —contestó con voz débil.
—Todo va a salir bien. Quédate conmigo y no mires hacia abajo.
Ella asintió de nuevo, pero su gesto carecía de convicción. Daggart no podía reprocharle su falta de fe. Sin coche, dependían únicamente de sus pies y de la pantalla que les ofrecía la oscuridad. Daggart ignoraba adonde podrían llegar. Hacía más de un minuto que el Cocodrilo no disparaba. Daggart temía que estuviera preparando el asalto final.
—¿Lista?
Ana dijo que sí con la cabeza. Estaban a punto de avanzar hacia la puerta trasera cuando Daggart se detuvo. De pronto reparó en que Héctor Muchado tenía la mano izquierda cerrada, con las puntas de los dedos apoyadas levemente sobre el linóleo. Su mano derecha estaba abierta, como cabía esperar de alguien que caía al suelo; la izquierda, en cambio, estaba fuertemente apretada, como si se preparara para lanzar un puñetazo.
O como si escondiera una llave.
Daggart se estiró hacia el brazo frío e inerme de Héctor y deslizó las manos hasta sus dedos prietamente enroscados. Los separó con esfuerzo y encontró un único objeto. Por la base redonda y circular dedujo que era la llave de un coche. La levantó para que Ana la viera y ambos se dieron cuenta de que, cara a cara con la muerte, Héctor Muchado les había hecho un último favor. Daggart puso la llave sobre la palma húmeda de la mano de Ana.
—¿Sabes dónde guarda el coche Héctor? —preguntó. Esa tarde, al llegar, no había visto entrada para coches.
—Hay un callejón ahí atrás —dijo Ana.
—Vamos, entonces. —Daggart la cogió del brazo y tiró de ella rápidamente hacia la puerta trasera.
Cuando se disponían a salir, Daggart se preguntó si el Cocodrilo habría dado la vuelta y estaría tumbado, acechándoles, preparado para tenderles una emboscada en cuanto cruzaran la puerta de atrás.
—Espera un segundo —dijo. Hizo que Ana se pusiera a un lado y él se puso al otro antes de abrir la puerta de golpe, pegándose a la pared para esconderse. Nada. Ningún disparo. Sólo el azote de la lluvia. Escudriñó el negro cobalto intentando discernir una forma humana. La lluvia y la noche emborronaban las siluetas, salvo las de los árboles más cercanos. No había farolas.
Cruzó la puerta apuntando con la pistola a un lado y a otro. El aguacero le empapó enseguida, y tuvo que quitarse el agua de los ojos para ver dos pasos por delante de él.
Hizo una seña a Ana y ella salió deprisa. Daggart le dio la mano mientras avanzaban chapoteando entre los charcos del jardín trasero. Cuando llegaron al estrecho callejón de grava, vieron una fila de coches y Daggart cayó en la cuenta de que en la llave no había nada que indicara qué clase de vehículo era.
Ana se apartó de él y empezó a correr de coche en coche, intentando encontrar aquel en el que encajaba la llave.
Daggart se agachó detrás de la pared de bloques de cemento de un metro de alto que delimitaba la finca de Héctor por la parte de atrás. Con la mirada fija en la casa, intentaba apartar la lluvia con los ojos como si abriera una cortina de cuentas colgada ante una puerta.
Interrogó a Ana con la mirada.
Ella negó con la cabeza y pasó al siguiente coche.
Un momento después, Daggart vio la silueta de un hombre en la ventana de la cocina de Héctor Muchado. Era de complexión corpulenta y llevaba en los brazos un M-16. Como un fantasma surgido de la nada, su silueta se había materializado en un abrir y cerrar de ojos y desapareció con idéntica velocidad. Con la misma rapidez se apagaron las luces de la casa.
Daggart miró a Ana, que corría frenéticamente de un coche a otro intentando abrir alguno. De haber estado en Chicago, ya habrían sonado una docena de alarmas. Y eso era de agradecer.
Volvió a concentrarse en la casa y esperó a que reapareciera aquella sombra. Al no verla comenzó a preocuparse. Se había asustado al descubrir la oscura silueta del hombre merodeando en la cocina, pero no verla era aún más inquietante.
Permaneció agazapado detrás del muro, tan empapado por la lluvia como si se hubiera tirado a una piscina. Como si hubiera saltado al Atlántico desde un ferry.
—¡Lo tengo! —gritó Ana. Estaba sentada en un pequeño Peugeot blanco, al otro lado del callejón, tres coches más allá. El motor diésel arrancó con un rugido.
Daggart echó un último vistazo a la casa, esforzándose por divisar al Cocodrilo. No vio nada. Seguía escondido. Daggart se levantó detrás del muro y se volvió para correr hacia Ana. Por el rabillo del ojo vio los destellos del cañón en una ventana de la primera planta, la ventana de la misma habitación en la que Ana y él habían pasado las últimas horas. Había dado un paso para echar a correr cuando una fuerza tan potente y repentina como el golpe de una barra de hierro chocó contra su espalda y le hizo perder el equilibrio. El impacto de la bala del M-16 le arrojó al suelo, lanzándole al barro con un torpe chapoteo.
Mientras yacía en un charco de agua manchada de sangre, intentando recobrar el aliento, sintió un dolor agudo que le atravesó el cuerpo y se preguntó si tendría fuerzas para llegar al coche.
Se preguntó si tendría fuerzas para levantarse.