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L
legó a Playa del
Carmen en tiempo récord. Al entrar en las afueras no se apartó de
las calles laterales y aparcó muy lejos del centro atestado de la
ciudad. Recorrió a pie el camino hasta el muelle, compró un billete
para el ferry en el quiosco de fuera y esperó en el umbrío portal
del taller de un tatuador. A excepción del Fiesta Mexicana, donde
los policías entraban y salían como en un desfile (sin duda
investigando el asesinato de Ignacio Botemas), Playa del Carmen no
había cobrado vida aún. Daggart se alegró de encontrar un rincón en
sombra desde el que ver sin ser visto.
Estaba ansioso por conocer la opinión de Víctor Camprero. Tenía esperanzas de que el arqueólogo jubilado pudiera arrojar alguna luz sobre el vínculo entre Casiopea y el Quinto Códice. Tal vez incluso encontrara pistas en Cozumel. A fin de cuentas, la isla había sido en tiempos uno de los principales centros religiosos mayas. De todas las mujeres mayas se esperaba que, en un momento u otro de su vida, cruzaran en canoa aquellas peligrosas doce millas de océano para rendir homenaje a la diosa de la fertilidad.
Daggart subió a bordo en el último momento y fue escudriñando caras mientras recorría con paso tranquilo los tres pisos del ferry Ultramar, pintado de azul y blanco. No vio ni rastro de los hombres de la víspera ni del inspector Careche. Se sentó en la cubierta superior y sintió alivio cuando se soltaron las amarras y el transbordador arrancó.
El chapoteo rítmico de las olas al chocar contra el barco, sumado a la brisa fresca que se desprendía del agua rutilante del mar Caribe, le permitió aclarar sus ideas. Retomar el rompecabezas de Lyman Tingley. Mientras el ferry se alejaba de la orilla, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en la barandilla, como si la mismísima Casiopea le mirara desde el cielo azul claro.
Tenía los ojos cerrados y no vio al hombre con la cara picada de viruela y medio labio amputado que, en un extremo del embarcadero, hablaba atropelladamente por un teléfono móvil.
El hombre, en cambio, sí vio a Scott Daggart.
La travesía hasta la isla duraba cuarenta y cinco minutos, y Daggart disfrutó contemplando las aguas brillantes (turquesa, azul celeste, verde esmeralda) deslizarse bajo el barco. Incluso el calor abrasador del día parecía haberse disipado, al menos de momento, por obra del viento que rizaba el agua en crestas blancas.
Le deprimió ver tan cambiado el panorama desde la última vez que estuvo allí. Cozumel no era ya una islita soñolienta, sino la escala más popular en los cruceros de todo el Caribe, según había proclamado recientemente una revista de viajes. Algunos días, hasta siete barcos de proporciones gigantescas atracaban a la vez y vertían a sus moradores como termitas atacando un madero podrido. En la playa había incluso un McDonald's que parecía llamar a los turistas como las sirenas que cantaban a Odiseo.
Aquello le entristeció, como le entristecía la proliferación de complejos hoteleros en la Riviera Maya. Se alegraba de que el turismo diera trabajo, claro está. Se alegraba al ver que los mayas tenían más oportunidades de conseguir un empleo, aunque fuera en el sector servicios y con escasas esperanzas de promoción. Pero le preocupaba comprobar que a cambio se sacrificaban el paisaje y la cultura. Apenas cuarenta años antes, Cancún era un villorrio de ciento cuarenta habitantes. Ahora rondaba el millón. A menos que se produjera un cataclismo (el Juicio Final de los mayas, quizás), era imposible retornar a tiempos más sencillos.
El ferry atracó y Daggart se adentró con paso decidido en el pueblo de San Miguel. Como la avenida Cinco en Playa del Carmen, una panoplia de operadores turísticos reclamó a voces su atención.
—¿Quiere alquilar un ciclomotor?
—¿Necesita un taxi?
—¿Una visita guiada?
—No, gracias —repetía Daggart una y otra vez, y se alegró de llegar por fin a la plaza y escapar de aquel ambiente carnavalesco. Adormecida al sol de la tarde temprana, la plaza del pueblo estaba rodeada de tiendas, muchas de ellas regentadas por indígenas ataviadas con el huipil tradicional. A aquella hora, sin embargo, acogía sobre todo a gordos y jadeantes turistas a la caza de gangas y a flacos y jadeantes canes en busca de agua. Ninguno de ellos se daba mucha prisa.
Rugió un trueno y Daggart se sorprendió al ver que cárdenos nubarrones tapaban el sol de mediodía. El viento zarandeaba los escaparates y sacudía los banderines que colgaban sobre las aceras como cuerdas de tender. Al cruzar la plaza, sintió los primeros goterones. Minúsculos cráteres picaron el cemento cubierto de polvo.
Esperó a que la tormenta escampara en un pequeño cibercafé a dos calles de la plaza, bebiendo Coca-Cola de una botella que parecía tener varias décadas. El veneno del hombre blanco, como lo llamaban los mexicanos. Por matar el tiempo sentado a un ordenador, mandó a Uzair las últimas fotografías que había hecho. «No sé cuándo las verás —escribió—, pero ¿qué opinas? Daggart. P.S.: ¿Reconoces a Casiopea?».
Alquiló un coche justo cuando el sol rompía entre las nubes movedizas. En las calles encharcadas, el negro asfalto despedía ondas de vapor. La combinación sofocante del calor y la humedad convirtió su camisa en un guiñapo mojado que se le pegaba a la piel como papel maché. Se incorporó al tráfico bullicioso y se abrió paso por el pequeño y abarrotado cogollo del pueblo hasta que llegó a la avenida que llevaba al este. La avenida Benito Juárez. La única vía este-oeste de Cozumel, cuyos catorce kilómetros partían la isla por la mitad. Voló por la calzada de dos carriles, levantando con los neumáticos espirales de agua pulverizada. El aire cálido y húmedo atravesaba el coche como un cohete y secaba sus cabellos.
Llegó al extremo este de la isla con quince minutos de sobra. Las olas se estrellaban en las playas tapizadas de algas. Aquel lado de la isla permanecía en su mayor parte sin urbanizar, tan virgen como debió de parecerles a las mujeres mayas y a los conquistadores españoles. Había que agradecérselo al hucarán Wilma. Cosas que pasaban en sitios donde había un metro de agua de lluvia y vientos de fuerza cuatro.
La carretera acababa en una T al borde del océano. Mientras que los demás coches torcían a la derecha, por un camino pavimentado que se dirigía hacia el sur antes de volver, dando un rodeo, hacia el parque Chankanaab y, al final, hasta el propio San Miguel, Daggart viró a la izquierda, hacia Playa Bonita. En dirección norte. La carretera era apenas (por decir algo) un camino de gravilla, pero las indicaciones de Ana Gabriela estaban claras: torcer a la izquierda al llegar al final de la avenida Benito Juárez.
El coche avanzaba dando tumbos y Daggart buscaba con la mirada El Loro Azul. El camino se hizo más abrupto; sus socavones y charcos, más profundos. Las iguanas escapaban de los neumáticos, eludiendo por poco morir atropelladas. Daggart tuvo la impresión de que aquellos enormes lagartos no estaban acostumbrados a ver mucho tráfico.
Los edificios habían desaparecido por completo. La playa era una larga franja ininterrumpida, sin urbanización alguna. Daggart esperaba no haber dejado atrás El Loro Azul. O no haber girado a la izquierda cuando en realidad debía torcer a la derecha. Si así era, no llegaría a tiempo a la cita y Víctor Camprero se marcharía, quizás, antes de que apareciera. Naturalmente, si intentaba acelerar se arriesgaba a perder un eje.
Sobre un trozo de contrachapado carcomido por la intemperie, una señal pintada a mano con descoloridas letras mayúsculas anunciaba: «El Loro Azul. 500 metros». Una flecha apuntaba a la derecha.
Daggart soltó un sonoro suspiro de alivio. Empezó a repasar las preguntas que quería hacerle a Camprero. No quería hacerse ilusiones, pero al mismo tiempo no podía evitar sentir que Camprero iba a proporcionarle algunas piezas perdidas del rompecabezas.
Al llegar al desvío del restaurante se le puso de punta el vello de los brazos.
El Loro Azul no era más que un cascarón ruinoso y desvencijado. Enormes agujeros atravesaban lo poco que quedaba del techado de cañizo. Las paredes encaladas parecían a punto de desintegrarse. El aparcamiento, agobiado de hierbajos, estaba cubierto de escombros. Las letras del cartel estaban tan descoloridas como los frescos que Daggart había visto en Tulum, y el cartel mismo colgaba al viento, sujeto por un solo tornillo.
Saltaba a la vista que El Loro Azul no tenía clientes desde hacía años.
Daggart entró en el aparcamiento y dejó que el coche de alquiler se detuviera entre estertores. Salió. Tal vez Ana se había equivocado de restaurante. Tal vez había otro Loro Azul y era allí adonde se suponía que debía ir. En todo caso, de pronto lamentó no haber aceptado el revólver de Ana.
Cruzó con precaución el frondoso aparcamiento y se asomó al restaurante. Estaba vacío. No había mesas, ni sillas, ni muebles de ninguna clase. Un grueso manto de arena cubría el suelo de cemento. El sol entraba a raudales por el techo y en los conos de luz bailaban motas de polvo. Era uno de esos sitios que, según con quién se estuviera y por qué motivo, podían resultar románticos o dar miedo. Para Scott Daggart, era más bien lo segundo.
—¿Víctor Camprero? —gritó.
El sonido de su voz se evaporó en el aire.
Se acercó a la abertura rectangular practicada en la pared y se asomó a la cocina como un camarero impaciente. El viento hacía crujir las hojas secas de las palmeras. Volvió a sacar la cabeza y se acercó a una puerta batiente cuyas bisagras oxidadas chirriaron cuando la abrió y entró en la cocina. Un movimiento fugaz llamó su atención. Se volvió rápidamente hacia la izquierda. Un ratón se detuvo en medio de la habitación. Miró a Daggart indignado antes de escabullirse hacia el rincón del fondo.
Daggart volvió sobre sus pasos, dejó la cocina llamando de nuevo a Víctor y salió del restaurante. Rodeó el edificio antes de dirigirse hacia la playa, hundiendo los zapatos en la arena húmeda y lechosa. El viento masajeaba su cara y tiraba de su ropa, y el violento fragor del oleaje, un ruido blanco, constante y tumultuoso, ahogaba los demás sonidos.
Incluido el de un coche que entraba en el aparcamiento de El Loro Azul.