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E
l sol se estaba
poniendo y los hombres volvían de los campos cuando Daggart volvió
a despertarse. Se le hizo la boca agua al notar el olor a tortillas
recién hechas y a pimientos asados. Suspendido en la hamaca, le
pareció que nunca había olido nada tan delicioso. Cuando las mismas
tres mujeres que le habían curado el hombro le llevaron la comida,
insistió en bajar de la hamaca y sentarse en el suelo a comer. Notó
con sorpresa que se sentía mucho mejor. Aunque tenía el cuerpo
molido a golpes y le dolían cien partes distintas, la fiebre había
desaparecido y se sentía con fuerzas para incorporarse. Nada que
ver con la noche anterior. El dolor del hombro había remitido hasta
convertirse en una molestia sorda y palpitante. Al mirar el
emplasto gomoso que se adhería a su hombro como una sanguijuela,
casi podía visualizar cómo extraía las toxinas de su cuerpo, igual
que en uno de esos anuncios de dibujos animados que muestran cómo
se eliminan los hongos de debajo de las uñas o las malas hierbas de
un prado, y en los que los malos son siempre seres de aspecto
extraño y vocecilla risible.
Cuando acabó de comer intentó comunicarse con las mujeres en su titubeante yucateco. Casi sin que se diera cuenta, la pequeña choza se llenó de hombres, mujeres y niños de la aldea hasta que no cupo ni uno más. No todos los días se veía a un hombre blanco, y menos aún a uno que hablara su lengua nativa.
Le dijeron que tenía suerte de estar vivo, no por el accidente de coche (del que no sabían nada), sino porque ellos mismos habían estado a punto de matarle. Al oír ruido en la selva pensaron que era un jaguar que rondaba cerca del campamento. Un jaguar muy torpe y ruidoso, sin duda, pero un jaguar al fin y al cabo. Armados con lanzas y cuchillos salieron de cacería nocturna. Y al encontrar el origen del ruido, cuando ya se disponían a atacar desde una docena de sitios distintos, se dieron cuenta de que su presa era una persona y no un animal.
Daggart les dio las gracias por haberle llevado al campamento. Los hombres aceptaron su agradecimiento con indiferencia, sin darle importancia. Claro que lo habían llevado al campamento, parecía sugerir su actitud despreocupada. ¿Qué iban a hacer, si no?
Alguien le preguntó adonde iba. Daggart se sintió tentado de hablarles del Quinto Códice, pero se paró en seco, temiendo pasarse de la raya. Tal vez más adelante, cuando llegara a conocerles mejor, si se daba el caso.
Naturalmente, cuanto más lo pensaba, más se convencía de que aquella gente podía no saber nada de los códices. Eran mayas; su historia era de carácter oral. Lo que importaba, lo que de verdad necesitaban saber, se transmitía de generación en generación. A pesar de sus gorras Nike y sus jerséis de la NBA, sus conocimientos se fundaban en la palabra hablada, no podían encontrarse en libros, revistas o periódicos. Ni en códices. Aunque hubieran tropezado por casualidad con el Quinto Códice, no habrían podido leer sus jeroglíficos. Esa destreza se había perdido siglos antes, con los sacerdotes y los escribas, los dos únicos grupos que aprendían a leer y escribir.
—¿Adónde irá cuando se marche de aquí?
La pregunta sobresaltó a Daggart. No por su contenido, sino porque había sido formulada en inglés. Procedía de un hombre de mediana edad, bajo y canoso, situado al fondo de la choza, al que Daggart reconoció de la noche anterior. Tenía la cara cubierta de cicatrices y Daggart había notado que sus compañeros le trataban con respeto. Se preguntaba si era el jefe de la aldea.
—Usted es el que me pinchó con el palo al rojo vivo —dijo Daggart.
—Tenía que sacar la bala.
Daggart se sintió estúpido por no haberse dado cuenta de que era eso lo que estaba haciendo: practicar una operación quirúrgica.
—Gracias —dijo.
El jefe de la tribu quitó importancia a su agradecimiento con un ademán.
—¿Adónde piensa ir ahora?
—Tengo que encontrar a una persona, pero no sé dónde está. Puede que en Mérida. Puede que en Playa del Carmen. O en Tulum, quizá. No sé.
Al oír la palabra «Tulum», muchos de los presentes comenzaron a murmurar como si la reconocieran. El jefe de la tribu asintió con gravedad.
—Tulum —dijo— es lugar sagrado para nosotros.
—Estoy seguro de que todas las ciudades lo son.
El jefe no dijo nada más. Daggart se preguntó por qué.
—¿Por qué es tan sagrado Tulum? —dijo.
El hombre bajo lanzó una mirada a sus compañeros. Cuando volvió a hablar, lo hizo con mucho cuidado, como si atravesara un campo de minas hecho de palabras.
—Los mayas consideramos sagradas algunas ciudades antiguas. Por eso… cuidamos… de esos lugares. Tulum es la ciudad que cuidamos nosotros.
—¿Qué quiere decir con que la cuidan?
—Velamos por ella. Es nuestro deber. —El hombre bajo y canoso hablaba como si fuera evidente.
Aquello era nuevo para Daggart, a pesar de que había pasado mucho tiempo entre los mayas. Nunca había oído hablar de ellos como guardianes.
—Pero ¿por qué? Están la Junta de Turismo de México y el INAH, y hay organismos estatales que deberían encargarse de eso.
—Deberían, sí. Y no quiero hablar mal del gobierno de México, pero ha de comprender usted que la historia demuestra que no todo el mundo respeta a los mayas.
Daggart no podía discrepar. Bastaba con conocer de oídas a Cortés y a los demás conquistadores españoles para saber que los mayas habían sufrido tanto como cualquier otro pueblo de las Américas. Lo cual no era poco.
—No sé si entiendo lo que quiere decir con eso de «velar» por Tulum.
—Asegurarnos de que no corre peligro. Ni por parte de los visitantes ni por parte del gobierno.
—¿Por qué Tulum?
El jefe estiró los brazos tensos y enjutos para abarcar a todos los que se apiñaban dentro de la choza.
—Todos nosotros somos hijos de los muertos. Nuestros padres. Los padres de nuestros padres. Y sus padres antes que ellos. Llevamos en la sangre el cuidar de los lugares que nos unen a nuestros antepasados.
Daggart recorrió con la mirada las caras de los hombres y mujeres mayas que le observaban. Se preguntó cuántos de ellos podían seguir la conversación. Sospechaba que muy pocos entendían inglés. Quizá ninguno. Aun así, escuchaban atentamente mientras hablaba su jefe. Y cuando éste los abarcó con sus cálidos ojos y sus brazos abiertos, asintieron respetuosamente con la cabeza. Había entre ellos una confianza tan palpable como el humo de leña que caracoleaba a través del hueco del tejado de palmas.
—Tiene que entender —prosiguió el jefe— que es nuestro deber. Para eso estamos en este mundo. Para adorar a los dioses y honrar a nuestras madres y padres.
—¿Aunque eso suponga arriesgar la vida? —Daggart pensó en la guerra de Castas del siglo XIX. Pensó en las batallas que tenían que afrontar en el siglo XXI.
—La muerte no es de temer. Alcanzar el Mundo Superior es el más alto honor.
—Pero no todo el mundo llega al Mundo Superior, ¿no?
—No. Primero hay que pasar por los nueve niveles del Mundo Inferior. Es un lugar espantoso. Oscuro. De un calor asfixiante. Con ríos turbulentos que hay que cruzar. Los dioses lo ponen a uno a prueba constantemente. Un viaje muy difícil.
El término con que los mayas designaban el Mundo Inferior era Xibalbá. Se traducía literalmente como «lugar del miedo». Daggart entendió de pronto el porqué.
El jefe se volvió hacia sus compañeros y habló rápidamente en yucateco. Daggart conocía el dialecto lo suficiente como para saber que les estaba traduciendo lo que acababa de decirle. Ellos asintieron con la cabeza. Todos parecían conocer el relato y aceptarlo sin vacilar.
—Entonces, ¿siempre que alguien muere tiene que hacer ese viaje tan duro? —preguntó Daggart.
—Casi todo el mundo. Los que mueren violentamente no tienen que padecer el Mundo Inferior. Ya han sufrido bastante. Se les permite entrar automáticamente en la otra vida.
Daggart pensó enseguida en Susan. Desde el punto de vista de los mayas, su esposa se había ahorrado la espantosa travesía por el Mundo Inferior. Aquella idea le proporcionó cierto consuelo.
—¿Cómo se entra en el Mundo Inferior?
—A través de una cueva o de un estanque. Ése es el camino para llegar a los ríos del Mundo Inferior. Por eso a menudo dibujamos la cabeza de una serpiente para representar la entrada de una cueva, porque cruzar el Mundo Inferior es como cruzar las entrañas de una serpiente.
Scott Daggart entendió algo de pronto y comenzó a ordenar mentalmente las piezas de aquel rompecabezas.
—Entonces ¿las cuevas son lugares sagrados?
—Sí —contestó el jefe.
—Y los cenotes también, imagino.
—Sí, mucho.
—¿Ése es el vínculo común con los lugares sagrados de los que hablaba antes? ¿Todos ellos giran en torno a cenotes o cuevas ceremoniales?
El jefe mostró por primera vez una amplia sonrisa que dejó al descubierto sus escasos dientes y sus encías sonrosadas. Su cara cubierta de cicatrices, tan amenazadora antes, brillaba ahora más que el fuego mortecino.
—Ahora lo entiende —dijo—. Pero basta de charla por hoy. Tiene que descansar, si quiere ponerse bien.
Los otros parecieron comprender sólo por su tono. Se levantaron sin hacer ruido y empezaron a salir en fila de la choza de madera, agachando la cabeza al pasar por la puerta baja. Mientras salían, Daggart dibujo distraídamente una M en el suelo de tierra.
El jefe de la tribu se detuvo y dejó pasar a los otros. Daggart y él se quedaron solos.
—No se preocupe —dijo el hombre—. Lo encontrará. Y es usted lo bastante sabio como para saber que algunas cosas hay que dejarlas estar.