75

El sol se estaba poniendo y los hombres volvían de los campos cuando Daggart volvió a despertarse. Se le hizo la boca agua al notar el olor a tortillas recién hechas y a pimientos asados. Suspendido en la hamaca, le pareció que nunca había olido nada tan delicioso. Cuando las mismas tres mujeres que le habían curado el hombro le llevaron la comida, insistió en bajar de la hamaca y sentarse en el suelo a comer. Notó con sorpresa que se sentía mucho mejor. Aunque tenía el cuerpo molido a golpes y le dolían cien partes distintas, la fiebre había desaparecido y se sentía con fuerzas para incorporarse. Nada que ver con la noche anterior. El dolor del hombro había remitido hasta convertirse en una molestia sorda y palpitante. Al mirar el emplasto gomoso que se adhería a su hombro como una sanguijuela, casi podía visualizar cómo extraía las toxinas de su cuerpo, igual que en uno de esos anuncios de dibujos animados que muestran cómo se eliminan los hongos de debajo de las uñas o las malas hierbas de un prado, y en los que los malos son siempre seres de aspecto extraño y vocecilla risible.

Cuando acabó de comer intentó comunicarse con las mujeres en su titubeante yucateco. Casi sin que se diera cuenta, la pequeña choza se llenó de hombres, mujeres y niños de la aldea hasta que no cupo ni uno más. No todos los días se veía a un hombre blanco, y menos aún a uno que hablara su lengua nativa.

Le dijeron que tenía suerte de estar vivo, no por el accidente de coche (del que no sabían nada), sino porque ellos mismos habían estado a punto de matarle. Al oír ruido en la selva pensaron que era un jaguar que rondaba cerca del campamento. Un jaguar muy torpe y ruidoso, sin duda, pero un jaguar al fin y al cabo. Armados con lanzas y cuchillos salieron de cacería nocturna. Y al encontrar el origen del ruido, cuando ya se disponían a atacar desde una docena de sitios distintos, se dieron cuenta de que su presa era una persona y no un animal.

Daggart les dio las gracias por haberle llevado al campamento. Los hombres aceptaron su agradecimiento con indiferencia, sin darle importancia. Claro que lo habían llevado al campamento, parecía sugerir su actitud despreocupada. ¿Qué iban a hacer, si no?

Alguien le preguntó adonde iba. Daggart se sintió tentado de hablarles del Quinto Códice, pero se paró en seco, temiendo pasarse de la raya. Tal vez más adelante, cuando llegara a conocerles mejor, si se daba el caso.

Naturalmente, cuanto más lo pensaba, más se convencía de que aquella gente podía no saber nada de los códices. Eran mayas; su historia era de carácter oral. Lo que importaba, lo que de verdad necesitaban saber, se transmitía de generación en generación. A pesar de sus gorras Nike y sus jerséis de la NBA, sus conocimientos se fundaban en la palabra hablada, no podían encontrarse en libros, revistas o periódicos. Ni en códices. Aunque hubieran tropezado por casualidad con el Quinto Códice, no habrían podido leer sus jeroglíficos. Esa destreza se había perdido siglos antes, con los sacerdotes y los escribas, los dos únicos grupos que aprendían a leer y escribir.

—¿Adónde irá cuando se marche de aquí?

La pregunta sobresaltó a Daggart. No por su contenido, sino porque había sido formulada en inglés. Procedía de un hombre de mediana edad, bajo y canoso, situado al fondo de la choza, al que Daggart reconoció de la noche anterior. Tenía la cara cubierta de cicatrices y Daggart había notado que sus compañeros le trataban con respeto. Se preguntaba si era el jefe de la aldea.

—Usted es el que me pinchó con el palo al rojo vivo —dijo Daggart.

—Tenía que sacar la bala.

Daggart se sintió estúpido por no haberse dado cuenta de que era eso lo que estaba haciendo: practicar una operación quirúrgica.

—Gracias —dijo.

El jefe de la tribu quitó importancia a su agradecimiento con un ademán.

—¿Adónde piensa ir ahora?

—Tengo que encontrar a una persona, pero no sé dónde está. Puede que en Mérida. Puede que en Playa del Carmen. O en Tulum, quizá. No sé.

Al oír la palabra «Tulum», muchos de los presentes comenzaron a murmurar como si la reconocieran. El jefe de la tribu asintió con gravedad.

—Tulum —dijo— es lugar sagrado para nosotros.

—Estoy seguro de que todas las ciudades lo son.

El jefe no dijo nada más. Daggart se preguntó por qué.

—¿Por qué es tan sagrado Tulum? —dijo.

El hombre bajo lanzó una mirada a sus compañeros. Cuando volvió a hablar, lo hizo con mucho cuidado, como si atravesara un campo de minas hecho de palabras.

—Los mayas consideramos sagradas algunas ciudades antiguas. Por eso… cuidamos… de esos lugares. Tulum es la ciudad que cuidamos nosotros.

—¿Qué quiere decir con que la cuidan?

—Velamos por ella. Es nuestro deber. —El hombre bajo y canoso hablaba como si fuera evidente.

Aquello era nuevo para Daggart, a pesar de que había pasado mucho tiempo entre los mayas. Nunca había oído hablar de ellos como guardianes.

—Pero ¿por qué? Están la Junta de Turismo de México y el INAH, y hay organismos estatales que deberían encargarse de eso.

—Deberían, sí. Y no quiero hablar mal del gobierno de México, pero ha de comprender usted que la historia demuestra que no todo el mundo respeta a los mayas.

Daggart no podía discrepar. Bastaba con conocer de oídas a Cortés y a los demás conquistadores españoles para saber que los mayas habían sufrido tanto como cualquier otro pueblo de las Américas. Lo cual no era poco.

—No sé si entiendo lo que quiere decir con eso de «velar» por Tulum.

—Asegurarnos de que no corre peligro. Ni por parte de los visitantes ni por parte del gobierno.

—¿Por qué Tulum?

El jefe estiró los brazos tensos y enjutos para abarcar a todos los que se apiñaban dentro de la choza.

—Todos nosotros somos hijos de los muertos. Nuestros padres. Los padres de nuestros padres. Y sus padres antes que ellos. Llevamos en la sangre el cuidar de los lugares que nos unen a nuestros antepasados.

Daggart recorrió con la mirada las caras de los hombres y mujeres mayas que le observaban. Se preguntó cuántos de ellos podían seguir la conversación. Sospechaba que muy pocos entendían inglés. Quizá ninguno. Aun así, escuchaban atentamente mientras hablaba su jefe. Y cuando éste los abarcó con sus cálidos ojos y sus brazos abiertos, asintieron respetuosamente con la cabeza. Había entre ellos una confianza tan palpable como el humo de leña que caracoleaba a través del hueco del tejado de palmas.

—Tiene que entender —prosiguió el jefe— que es nuestro deber. Para eso estamos en este mundo. Para adorar a los dioses y honrar a nuestras madres y padres.

—¿Aunque eso suponga arriesgar la vida? —Daggart pensó en la guerra de Castas del siglo XIX. Pensó en las batallas que tenían que afrontar en el siglo XXI.

—La muerte no es de temer. Alcanzar el Mundo Superior es el más alto honor.

—Pero no todo el mundo llega al Mundo Superior, ¿no?

—No. Primero hay que pasar por los nueve niveles del Mundo Inferior. Es un lugar espantoso. Oscuro. De un calor asfixiante. Con ríos turbulentos que hay que cruzar. Los dioses lo ponen a uno a prueba constantemente. Un viaje muy difícil.

El término con que los mayas designaban el Mundo Inferior era Xibalbá. Se traducía literalmente como «lugar del miedo». Daggart entendió de pronto el porqué.

El jefe se volvió hacia sus compañeros y habló rápidamente en yucateco. Daggart conocía el dialecto lo suficiente como para saber que les estaba traduciendo lo que acababa de decirle. Ellos asintieron con la cabeza. Todos parecían conocer el relato y aceptarlo sin vacilar.

—Entonces, ¿siempre que alguien muere tiene que hacer ese viaje tan duro? —preguntó Daggart.

—Casi todo el mundo. Los que mueren violentamente no tienen que padecer el Mundo Inferior. Ya han sufrido bastante. Se les permite entrar automáticamente en la otra vida.

Daggart pensó enseguida en Susan. Desde el punto de vista de los mayas, su esposa se había ahorrado la espantosa travesía por el Mundo Inferior. Aquella idea le proporcionó cierto consuelo.

—¿Cómo se entra en el Mundo Inferior?

—A través de una cueva o de un estanque. Ése es el camino para llegar a los ríos del Mundo Inferior. Por eso a menudo dibujamos la cabeza de una serpiente para representar la entrada de una cueva, porque cruzar el Mundo Inferior es como cruzar las entrañas de una serpiente.

Scott Daggart entendió algo de pronto y comenzó a ordenar mentalmente las piezas de aquel rompecabezas.

—Entonces ¿las cuevas son lugares sagrados?

—Sí —contestó el jefe.

—Y los cenotes también, imagino.

—Sí, mucho.

—¿Ése es el vínculo común con los lugares sagrados de los que hablaba antes? ¿Todos ellos giran en torno a cenotes o cuevas ceremoniales?

El jefe mostró por primera vez una amplia sonrisa que dejó al descubierto sus escasos dientes y sus encías sonrosadas. Su cara cubierta de cicatrices, tan amenazadora antes, brillaba ahora más que el fuego mortecino.

—Ahora lo entiende —dijo—. Pero basta de charla por hoy. Tiene que descansar, si quiere ponerse bien.

Los otros parecieron comprender sólo por su tono. Se levantaron sin hacer ruido y empezaron a salir en fila de la choza de madera, agachando la cabeza al pasar por la puerta baja. Mientras salían, Daggart dibujo distraídamente una M en el suelo de tierra.

El jefe de la tribu se detuvo y dejó pasar a los otros. Daggart y él se quedaron solos.

—No se preocupe —dijo el hombre—. Lo encontrará. Y es usted lo bastante sabio como para saber que algunas cosas hay que dejarlas estar.

El Quinto Codice Maya
titlepage.xhtml
Khariel.htm
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Cita.xhtml
Prologo.xhtml
Capitulo001.xhtml
Capitulo002.xhtml
Capitulo003.xhtml
Capitulo004.xhtml
Capitulo005.xhtml
Capitulo006.xhtml
Capitulo007.xhtml
Capitulo008.xhtml
Capitulo009.xhtml
Capitulo010.xhtml
Capitulo011.xhtml
Capitulo012.xhtml
Capitulo013.xhtml
Capitulo014.xhtml
Capitulo015.xhtml
Capitulo016.xhtml
Capitulo017.xhtml
Capitulo018.xhtml
Capitulo019.xhtml
Capitulo020.xhtml
Capitulo021.xhtml
Capitulo022.xhtml
Capitulo023.xhtml
Capitulo024.xhtml
Capitulo025.xhtml
Capitulo026.xhtml
Capitulo027.xhtml
Capitulo028.xhtml
Capitulo029.xhtml
Capitulo030.xhtml
Capitulo031.xhtml
Capitulo032.xhtml
Capitulo033.xhtml
Capitulo034.xhtml
Capitulo035.xhtml
Capitulo036.xhtml
Capitulo037.xhtml
Capitulo038.xhtml
Capitulo039.xhtml
Capitulo040.xhtml
Capitulo041.xhtml
Capitulo042.xhtml
Capitulo043.xhtml
Capitulo044.xhtml
Capitulo045.xhtml
Capitulo046.xhtml
Capitulo047.xhtml
Capitulo048.xhtml
Capitulo049.xhtml
Capitulo050.xhtml
Capitulo051.xhtml
Capitulo052.xhtml
Capitulo053.xhtml
Capitulo054.xhtml
Capitulo055.xhtml
Capitulo056.xhtml
Capitulo057.xhtml
Capitulo058.xhtml
Capitulo059.xhtml
Capitulo060.xhtml
Capitulo061.xhtml
Capitulo062.xhtml
Capitulo063.xhtml
Capitulo064.xhtml
Capitulo065.xhtml
Capitulo066.xhtml
Capitulo067.xhtml
Capitulo068.xhtml
Capitulo069.xhtml
Capitulo070.xhtml
Capitulo071.xhtml
Capitulo072.xhtml
Capitulo073.xhtml
Capitulo074.xhtml
Capitulo075.xhtml
Capitulo076.xhtml
Capitulo077.xhtml
Capitulo078.xhtml
Capitulo079.xhtml
Capitulo080.xhtml
Capitulo081.xhtml
Capitulo082.xhtml
Capitulo083.xhtml
Capitulo084.xhtml
Capitulo085.xhtml
Capitulo086.xhtml
Capitulo087.xhtml
Capitulo088.xhtml
Capitulo089.xhtml
Capitulo090.xhtml
Capitulo091.xhtml
Capitulo092.xhtml
Capitulo093.xhtml
Capitulo094.xhtml
Capitulo095.xhtml
Capitulo096.xhtml
Capitulo097.xhtml
Capitulo098.xhtml
Epilogo.xhtml
notas.xhtml