95

Scott Daggart saltó desde el tejado del Castillo y de un golpe arrancó el puñal de la mano de Frank Boddick. Le rodeó el cuello con el brazo y pegó la pistola automática a su sien. Los cuatro guardias de la plataforma corrieron hacia Daggart, pero retrocedieron al ver el arma apretada contra la cabeza de su jefe. Creyendo que aquello era un nuevo espectáculo, la muchedumbre bramó entusiasmada. Luego lo comprendieron: su líder (su Mesías) estaba extrañamente callado. Tenía una expresión de puro pánico. No estaban acostumbrados a ver aquella mirada en el protagonista de Caza mortal II y Tren asesino. Se fueron callando mientras empezaban a caer gruesas gotas de lluvia. Se levantó el viento. Los rayos se superponían unos a otros.

—No hagas ninguna tontería, Scott —dijo Jonathan, siempre en su papel de gerente impertérrito. Miró el helicóptero posado por encima de ellos.

—Si buscas a tu piloto, no te molestes —dijo Daggart—. Está temporalmente fuera de servicio. Y en cuanto a este tío… —Apretó el cañón metálico de la pistola hasta hacer una marca en la piel de Boddick—, le soltaré si me entregas a Ana y nos dejas salir de aquí.

—Está bien. Puedes llevártela, ¿verdad, Frank?

Frank Boddick levantó el labio como si oliera algo podrido. No estaba acostumbrado a perder. Ni siquiera estaba acostumbrado a transigir.

—Puede llevársela —repitió Jonathan—, ¿verdad, Frank?

El actor asintió con la cabeza y los cuatro hombres se apartaron de Ana. Ella se bajó del altar y corrió junto a Daggart.

—¿De veras cree que va a salir de aquí? —preguntó Boddick, siempre en su papel de actor—. Por si no lo ha notado, hay miles de personas aquí. ¿De veras cree que van a dejarle escapar?

La muchedumbre no oía lo que decía Boddick, pero intuía lo que estaba ocurriendo. Iba acercándose poco a poco a la base de la pirámide. La lluvia empezaba a arreciar. Brillaban los truenos.

—Puede que nos llevemos el helicóptero —dijo Daggart—. Con eso bastará.

—¿Y cómo va a manejarlo? Si se ha cargado al piloto, no creo que pueda llegar muy lejos. —Boddick se rio suavemente, con una risa liviana y rasposa.

—Lo cierto es que sabe volar —dijo Jonathan—. Estuvo en el ejército. —Había una nota de agria resignación en su tono de voz.

Si Boddick le oyó, no se dio por enterado. La sonrisa de su cara se quebró sólo un poco.

—Entonces ¿van a volar con este tiempo? —Miró el cielo negro, los torrentes de lluvia, las lanzas aserradas de los relámpagos—. Buena suerte.

—No es más que una tormenta.

—Muy bien. Así que no teme a un pequeño huracán. ¿Qué me dice de los lanzagranadas?

—¿Eso es una amenaza? —preguntó Daggart.

—Es su funeral.

—El suyo también. Va a venir con nosotros.

Boddick palideció bruscamente.

—Llévame a mí en su lugar —dijo Jonathan.

—Un gesto que te honra, Jonathan —dijo Daggart—. Pero no creo que esa gente te aprecie tanto como aquí a tu amigo la estrella de cine. No te lo tomes a mal, pero dudo de que vacilen un segundo en dispararnos.

Daggart arrastró a Boddick hacia la entrada del Castillo y se dirigió a los guardias de la plataforma.

—Convendría que bajaran esos peldaños y se unieran a su muchedumbre de adoradores.

Jonathan y los cuatro hombres permanecieron inmóviles, sin moverse un centímetro.

Daggart disparó a la pierna de uno de los guardias. El hombre cayó al suelo retorciéndose de dolor y sujetándose la pierna herida. La sangre se colaba entre sus dedos.

—¡Deprisa! —gritó Daggart—. O la próxima se la meto en los sesos a vuestro mesías.

Jonathan y los tres guardias restantes bajaron por los peldaños resbaladizos.

—Vamos —dijo Daggart, indicando a Boddick que ascendiera por la escalerilla que llevaba al helicóptero. Dejó que subiera Ana primero, y luego Boddick. Luego subió él, sin dejar de apuntar a Boddick con el arma. Tendido en el techo, en medio de un charco de agua, estaba el piloto del helicóptero, inconsciente todavía por el golpe que Daggart le había asestado con la pistola.

Daggart indicó a Ana y a Boddick que entraran en el helicóptero. Se sentaron atrás, aliviados por escapar del aguacero. Boddick seguía aferrando los papeles del falso códice. Daggart cerró las puertas. Indicó a Boddick que se sentara en el asiento más alejado de la puerta y le dio la pistola a Ana.

—Al primer movimiento, dispara —le ordenó.

—Con mucho gusto —dijo ella.

Daggart se sentó en el sitio del piloto, se sacudió el agua de las manos y los brazos y echó un vistazo a los controles para familiarizarse con ellos. Era un helicóptero convencional, uno de los más recientes de la compañía Bell, con más chismes y aparatos que el Blackhawk que había pilotado en Mogadiscio. Aun así, se parecían lo suficiente como para que pudiera despegar. Habría estado bien poder practicar un poco, o hacer alguna simulación de vuelo. O incluso hojear un manual. Pero cuando miró por la ventanilla y vio a la multitud acercarse poco a poco, comprendió que no podría permitirse aquel lujo.

—Scott —dijo Ana, con la vista fija en la turba iracunda que empezaba a subir por la escalera del Castillo.

—Sí, ya.

Pulsó tres interruptores y los motores cobraron vida; las aspas empezaron a girar lentamente, batiendo el aire lluvioso en grandes torbellinos. El gentío no tuvo más remedio que retroceder.

El fuerte zumbido de las turbinas y el rotor en movimiento hacía imposible comunicarse dentro del helicóptero. Daggart se puso un par de auriculares e hizo señas a Ana de que hiciera lo mismo. Boddick se los puso también sin que le dijeran nada.

—Agarraos —dijo Daggart—. Ha pasado mucho tiempo. —Agarró la palanca y, pisando los pedales, hizo que el helicóptero se elevara lentamente. El morro del aparato se inclinaba y cabeceaba mientras Daggart intentaba encontrar el equilibrio entre los mandos y el fuerte viento. El helicóptero se elevó tres metros, quedó suspendido y volvió a descender de golpe.

—¡Santo cielo! —gritó Frank Boddick.

—Ya le he dicho que hacía mucho tiempo.

Años y años, en realidad. Y aunque confiaba en que su memoria muscular le dijera qué hacer, aquello era algo más complicado que montar en bicicleta.

—No se saldrá con la suya —dijo Boddick. Una frase de sus películas, imaginó Daggart. Y no de las mejores.

—Que yo sepa, no soy yo quien intenta salirse con la suya.

El helicóptero despegó de nuevo, elevándose precariamente sobre el Castillo. El morro se levantaba y caía como si campeara un temporal en el mar. Daggart aceleró. El viento les zarandeaba tanto que parecían ir en un coche que patinaba sobre hielo, no en una aeronave. La vanguardia del huracán había caído sobre ellos con vientos de ciento sesenta kilómetros por hora. Daggart tensó los brazos, intentando enderezar el aparato.

Por fin comenzaron a volar en dirección norte, a lo largo de la costa, y al mirar por el parabrisas salpicado por la lluvia Daggart se relajó un poco. Las olas refulgían, fosforescentes, al romper en la penumbra. Aunque volaban en la dirección que quería, le irritaba no dominar los mandos. Cuando dejó el ejército sabía pilotar un Blackhawk. Conocía sus complejidades y su idiosincrasia, sus vicios y sus manías. Podía meterlo en un cruce de calles con las hélices a pocos centímetros de las paredes y posarlo tan suavemente como si apoyara los pies en el suelo al levantarse de la cama. Se alegraba de que su destino, el aeropuerto de Cancón, no estuviera muy lejos. Allí podría entregar a Boddick a los federales y olvidarse de todo aquello. Al día siguiente contactaría con el 1NAH para ayudarles a recuperar el Quinto Códice.

—Bonita vista —comentó Frank Boddick.

Daggart miró por encima del hombro, hacia el resplandor mortecino de Tulum. Pero no era eso de lo que hablaba Boddick. A través de la lluvia negra, iluminada de fondo por los relámpagos, Daggart divisó un par de luces parpadeantes. Otro aparato. Un helicóptero se dirigía velozmente hacia ellos a las nueve en punto. Como un halcón con las garras extendidas, parecía dispuesto a arrancar el Bell del cielo.

—Se lo advertí —dijo Boddick.

Daggart observó acercarse al helicóptero. Tronaba por el cielo, derecho hacia ellos. Jugaba a ver quién se rendía primero, y si Daggart no hacía algo, chocarían en el aire.

Sin dudarlo un instante, lanzó el helicóptero hacia el océano.

El Quinto Codice Maya
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