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D
aggart se sentó a una
mesa del fondo. El bar parrilla La Casita no podía presumir del
éxito del Captain Bob, principalmente porque su carta no estaba
traducida al inglés y su comida era demasiado auténtica, razón por
la cual Daggart iba con frecuencia por allí. Había aún algunos
turistas de cara colorada acodados en la barra pegajosa, trasegando
bebidas frutales adornadas con sombrillitas a la entrada del
restaurante, pero Daggart tenía la parte de atrás casi para él
solo. Las rancheras enlatadas actuaban como una suerte de biombo
entre él y los demás.
Sacó su móvil y marcó un número grabado; todavía sentía una leve emoción al ver el icono de su casa. Cuando Susan se quedaba en Chicago y él estaba allí, al final de un largo día se acomodaba en la hamaca y llamaba a casa con el suave acompañamiento de las olas del mar. Todavía recordaba su impaciencia por oír la voz de Susan, como si fuera de nuevo un adolescente. Sus cartas y aquellas llamadas habían sido para él un auténtico asidero.
Susan había sido su asidero. Ahora, claro, las cosas eran distintas.
Uzair contestó al tercer pitido.
—¿Recibiste mi correo electrónico? —preguntó Daggart.
—Hola, hombre.
—Perdona. Hola. ¿Lo recibiste?
—¿Qué te crees? —respondió Uzair en broma—. ¿Que me paso el día de brazos cruzados, esperando noticias de mi director de tesis? ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer?
—¿Lo recibiste o no?
—Claro que sí. No tengo vida.
Daggart sonrió. Agradecía el sentido del humor de Uzair y nunca se cansaba de escuchar su inglés perfecto, pronunciado con aquel denso acento paquistaní.
—¿Y las fotos?
—Sí, claro, las fotos también. Ya están todas descargadas y catalogadas.
—¿Notaste algo raro? —preguntó Daggart. No quería poner palabras en boca de Uzair, pero se preguntaba si su doctorando se habría fijado en lo mismo que él.
—Si se tratase de la misma estela del National Geographic, ¿cómo es que el símbolo del hombre y la línea no aparecían en la foto?
Una oleada de alivio recorrió a Daggart. De no haber estado sentado en un restaurante, tal vez incluso habría soltado un grito de alegría. Así pues, era cierto. Con intención o sin ella, Lyman Tingley le estaba dando pistas.
—¿Estás seguro, Uzair?
—Si pones las fotos una al lado de la otra, en la tuya está ese símbolo del hombre y la raya, y en la del National Geographic aparece Cinteotl. Así que o es otra estela…
—O la foto fue manipulada —sugirió Daggart.
—Pero ¿por qué iba a hacer eso?
—Es lo que intento averiguar —dijo Daggart. Hacía unas cuantas horas que había hecho aquel hallazgo, pero seguía sin entenderlo.
—¿Por qué no se lo preguntas a Tingley? ¿No está ahí?
Daggart le habló de la muertedel arqueólogo, de su registro de la habitación del hotel y del descubrimiento del dios descendente erguido. No se dejó nada en el tintero, y desahogarse le sentó bien.
—¿La policía sospecha de ti? —preguntó Uzair—. Es de locos.
—Por eso necesito averiguar qué está pasando. Si no lo resuelvo pronto, temo que me encierren por falta de un candidato mejor. Además, Tingley andaba metido en algo. Tiene que haber una razón para que me pidiera que encontrara el Quinto Códice.
—Pero ¿qué tienen en común la letra «M» y ese extraño símbolo?
Daggart se pasó la mano por el pelo.
—No tengo ni la menor idea. Por eso te llamo. ¿Qué dice la estela?
—¿Crees que puedo traducir esos jeroglíficos en una tarde? No soy Rain Man.
—De acuerdo —reconoció Daggart—. ¿Qué crees que dicen, a simple vista?
—La verdad, Scott, son muy desconcertantes. La estela acaba con esos dos hombres de aspecto tan corriente. Uno con un cántaro de agua que rebosa, el otro con una rayita junto a la cara. Nunca había visto nada parecido. ¿Y tú?
Daggart exhaló un profundo suspiro.
—No. Supongo que por eso confiaba en que pudieras echarme una mano.
—Como un superhéroe al rescate, ¿no? —preguntó Uzair.
—Si tú lo dices.
—Haré lo que pueda.
—Gracias, Uzair. Sé que lo harás.
El silencio llenó el espacio que los separaba. Daggart exprimió la rodaja del limón en su Dos Equis y bebió un largo trago. La mezcla del cítrico y la cerveza comenzó a relajarle nada más deslizarse por su garganta.
—No me gusta ser el alumno que da lecciones a su maestro —dijo Uzair—, pero creo que deberías salir de ahí. Estás tratando con asesinos.
—Voy con cuidado, si es eso lo que te preocupa.
—No es por ti. Es por mí. A fin de cuentas, eres mi director de tesis. Si te ocurriera algo, seguramente me asignarían a la profesora Klingsrud, y preferiría comer cristales antes que soportarla.
Daggart agradeció que le diera la oportunidad de reír un poco.
—Ya veo a qué viene todo esto.
—Solamente estoy siendo sincero. Y antes de que se me olvide, ayer me encontré con la Dragona. Parecía un pelín enfadada. Más vale que la llames, no vaya a ser que me quite la beca.
—Mañana la llamo. ¿Había algo más en la estela que te llamara la atención?
—Imagino que viste los pies de Ah Muken Cab en la parte de abajo.
Daggart se quedó sin aliento.
—¿De qué estás hablando?
—De los pies de Ah Muken Cab. Abajo del todo, en ese mismo lado.
Daggart se sintió como un imbécil; no se había dado cuenta. Estaba tan concentrado en los dos símbolos finales que, obviamente, no se había fijado en todos los jeroglíficos. Muy propio de Uzair el haberse percatado.
—No se ven del todo por el polvo —dijo el joven—, pero parecen los pies de Ah Muken Cab. Además, ¿qué más dioses hay cabeza abajo?
La mente de Daggart funcionaba a marchas forzadas.
—Sí, claro —dijo, distraído.
—¿Crees que tendrá que ver con el Ah Muken Cab que Tingley dibujó en su habitación?
—No lo descartaría. Pero todavía no me explico por qué lo dibujó erguido.
—Si esperas que te dé una respuesta, no la tengo. El maestro eres tú. Yo todavía estoy aprendiendo.
Daggart se quedó pensando un momento mientras deslizaba la botella sudorosa por la mesa, dejando una húmeda estela. Allí faltaba algo: una pieza minúscula y crucial del rompecabezas que aclararía el cuadro completo. Seguramente la misma pieza con la que Lyman Tingley se había topado antes de su prematura muerte.
—¿Sigues ahí? —preguntó Uzair.
—Sí, perdona —dijo Daggart. En aquel breve momento de silencio tomó una decisión al vuelo. Era una posibilidad remota, pero no veía otra forma de hacerlo—. Tengo que pedirte un favor.
—Dispara.
—Necesito que me busques un vuelo para salir de aquí. Desde el aeropuerto de Cancún. Para pasado mañana.
—Así se habla —dijo Uzair alegremente—. ¿A Chicago?
—No —contestó Daggart—. A un sitio muy lejos de Chicago.
—¿Alguno en particular?
Cuando Daggart le dijo dónde, su doctorando se quedó sin habla.