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L
as balas no dieron a
Daggart por cuestión de centímetros: tajaron los matorrales y
rozaron las mangas de su camisa antes de ir a incrustarse en el
zócalo de la pared. Las hojas cayeron al suelo en un estallido,
como otras tantas plumas en una riña de almohadas. El pistolero
debía de haberse imaginado a su presa acurrucada, más que tendida
boca abajo, contra el suelo. Aquella pequeña diferencia salvó la
vida de Daggart.
Esperó hasta que el último eco de sus pasos se disolvió en la noche estrellada. Luego se levantó y al apoyarse en el tobillo hizo una mueca: el dolor se le clavaba en puñaladas pierna arriba. Se sacudió la tierra negra de los pantalones y salió cojeando a la acera, sin apartarse de las sombras. Cruzó renqueando el edificio de administración. Al llegar al puesto de seguridad, vio por qué no habían acudido los guardias. Estaban tendidos de espaldas, uno encima del otro, con sendos orificios de bala en la frente. Sus cabezas reposaban sobre charcos de sangre que ya iban volviéndose de un púrpura negruzco.
Cogió un plano del campus y se alejó tambaleándose. Desde la esquina, las luces rojas de un coche policial rebotaban en una pared cubierta de carbonilla.
Anduvo dos manzanas hacia el este hasta que llegó a la esquina de Sheikh Rehan con Mansour, donde, según indicaba el plano, se hallaba la Biblioteca de Libros Raros y Colecciones Especiales. Tenía el aspecto de un elegante chalé de dos plantas de principios del siglo XX, provisto de un porche acogedor, ventanas altas y estrechas y cuatro pilares blancos que sustentaban una balconada sobre la puerta principal. La clase de sitio en la que antaño habría vivido rodeado de lujo algún militarote británico con obsequiosos criados egipcios para servirle el té y los sándwiches de pepino. Saltaba a la vista que la villa había pasado en algún momento de chalé privado a biblioteca universitaria.
Para Daggart, la cuestión era cómo iba a encontrar el códice y a conseguir la información que necesitaba. Sobre todo, en un chalé convertido en biblioteca de cuyo sistema de seguridad no sabía nada en absoluto.
Miró su reloj. Quedaban cinco minutos para las diez.
Cruzó la verja de hierro negro que rodeaba el jardín y enfiló el largo camino de entrada. Mientras avanzaba cojeando, sentía la presión del tobillo hinchado rozándole el zapato. En circunstancias normales, se habría tumbado y se habría puesto hielo en el tobillo.
Pero las circunstancias no eran normales.
Subió los escalones del porche y empujó la pesada puerta de roble. Se encontró cara a cara con un hombre de uniforme: un guardia egipcio sentado a una mesita de madera. El guardia, que llevaba una funda con una pistola dentro, miró su reloj con mucha intención.
—Sólo tiene cinco minutos.
—Con eso me vale —contestó Daggart, intentando parecer convencido.
El guardia le miró la mejilla.
—¿Qué le ha pasado?
Daggart se había olvidado de la sangre del trozo de teja. Se la limpió con el dorso de la mano.
—Lo mismo que en el tobillo. El baloncesto. Menuda idiotez de juego.
El guardia le obsequió con una sonrisa crispada.
—Ni que lo diga. Firme aquí.
Al inclinarse para escribir su nombre en el libro de registro, Daggart se dio cuenta de que no recordaba el apellido de Peter. Dudó un momento.
—¿Pasa algo? —preguntó el guardia.
Daggart se metió la mano en el bolsillo y sacó el carné de Peter.
—Tengo que serle sincero. Es la primera vez que vengo.
¿Tengo que enseñarle esto? Agitó la tarjeta un momento delante del guardia. Vista y no vista.
—No. De todos modos no va a darle tiempo a meterse en ningún lío.
Aquello bastó para que Daggart viera el apellido de Peter. Firmó con rúbrica como el señor Thornsdale-White y se dirigió renqueando hacia una fila de ordenadores. Tenía menos de tres minutos.
Mientras atravesaba la sala a lo ancho, se fijó en el interior de la biblioteca. El rasgo más notorio de la sala principal eran dos largas filas de mesas de roble provistas de flexos verdes. Flanqueaban dos de las paredes cubiertas de estanterías acristaladas que llegaban casi hasta el techo. Otra estaba interrumpida por dos aseos, una fuente de beber y una fotocopiadora. Bordeaban la última cinco despachos, cada uno de ellos con una luna de cristal que daba a la sala principal. Delante de los despachos había un señor de mediana edad, flaco y de tez macilenta. Estaba sentado ante una mesa en la que se leía «Bibliotecario de sala». Miraba a Daggart con recelo. En tres de los cuatro rincones se alzaban escaleras circulares. El último rincón lo ocupaba un ascensor, y aunque Daggart no veía la planta de arriba, dedujo que era allí donde se guardaban la mayor parte del fondo de la biblioteca.
Se preguntó si el códice estaría allí.
Al llegar junto a los ordenadores utilizó el carné de Peter Thornsdale-White para acceder al catálogo. Apareció una pantalla de colores deslumbrantes. Daggart se disponía a introducir «códice maya» en la línea de búsqueda cuando las luces empezaron a parpadear. El bibliotecario de sala se había acercado al interruptor y estaba indicando a los usuarios que era hora de marcharse. Se oyó el suave rozar de las sillas al ser apartadas de las mesas y el trajín de los ordenadores guardados en sus mochilas. Los usuarios se dirigieron tranquilamente hacia la salida haciendo crujir el suelo de madera. Se colocaron en fila delante del guarda para que éste inspeccionara sus bolsas. Daggart comprendió que tenía menos de un minuto para hacer lo que fuera.
Y aprovechando que el guardia tenía la cara hundida en la mochila de un estudiante, se coló a hurtadillas en el aseo de la planta baja.
Daggart estaba a punto de cerrar la puerta de uno de los servicios cuando entró el bibliotecario de tez descolorida.
—Vamos a cerrar —dijo—. Lo siento, pero tiene que salir.
A Daggart le pareció que lo decía con excesiva delectación.
—¿No me da tiempo a…?
—Lo lamento. Vaya a otra parte. Tenemos que cerrar.
La cruda determinación de su voz sugería que había pasado por aquello otras veces. Era absurdo discutir. El hombre sostuvo la puerta abierta y Daggart salió obedientemente a la sala principal. Fue cojeando hasta la entrada, donde el guardia esperaba con impaciencia, tamborileando con los dedos. De pronto se dio cuenta de que era el último en marcharse y de que tanto el guardia como el bibliotecario le miraban con suspicacia cuando salió renqueando.
Bajó la escalinata delantera. Cuando llegó a la verja, viró a la izquierda por la acera sin mirar atrás. Al llegar a la esquina dobló otra vez a la izquierda, bordeó la biblioteca y siguió avanzando hasta dejarla bien atrás.
Mientras caminaba escudriñaba las sombras de los edificios en busca de los dos pistoleros. Le sorprendió no verlos. Si sabían lo del códice, la Biblioteca de Libros Raros era el lugar más evidente en el que apostarse. Pero si ignoraban el paradero del códice, si solamente le estaban siguiendo a él, era más que posible que les hubiera dado esquinazo. Tal vez incluso le dieran por muerto. O quizá la policía había logrado cogerlos.
Pero todo eso eran castillos en el aire, y lo sabía.
Siguió un buen trecho por la calle Rehan y se encontró con un parquecillo. Se sentó cuidadosamente, apoyado en el áspero tronco de un platanero. El dolor, que le subía por la pierna en punzadas ardientes cada vez que daba un paso, había bañado su rostro en sudor. Palpó el suelo en derredor hasta que encontró un par de ramitas. Enrolló la pernera del pantalón, se quitó el cinto y se entablilló como pudo el tobillo, apretando el cinturón hasta que las ramas se le clavaron en la piel.
Se inclinó para mirar más allá del tronco. Cuando se apagaron las luces de la biblioteca, se levantó, se acercó cojeando y esperó escondido entre la sombra lunar de una mimosa en flor. El bibliotecario y el guardia salieron juntos del edificio, bajaron los escalones y al llegar a la acera doblaron a la izquierda, camino del campus. Daggart esperó hasta que se perdieron de vista.
La verja de hierro de cerca de un metro de alto que rodeaba el jardín servía más de adorno que de protección. A Daggart no le costó saltarla aunque llevara el tobillo herido. Se acercó a la parte de atrás del edificio. Había una puerta trasera, pero un puntito de luz roja intermitente indicaba la presencia de un sistema de alarma. Daggart se movió hacia su izquierda, derecho hacia una ventana con cristal esmerilado. La ventana del cuarto de baño. Daggart sabía con toda certeza que no estaba conectada al sistema de alarma.
Lo sabía porque la había abierto escasos segundos antes de que el bibliotecario le pusiera de patitas en la calle.
La ventana se alzaba a su buen metro y medio del suelo y a Daggart le costó encontrar por dónde agarrar el marco inferior. La habían pintado cerrada hacía tiempo, y el marco estaba pegado al alféizar por varias capas de pintura negra. No hubo forma de moverla, ni siquiera un poco. El pestillo estaba suelto. Daggart se había ocupado de eso. Pero no encontraba el modo de abrir la ventana.
Se acercó un coche y Daggart se tiró al suelo. Sus faros cruzaron el costado del edificio describiendo un arco como sendos reflectores. Daggart se pegó a las sombras de la pared. Los faros desaparecieron por el muro y se levantó sin perder un momento. Tenía que darse prisa.
Se palpó el bolsillo y sacó un puñado de monedas. A la luz pálida de la luna encontró la que estaba buscando. Una moneda estadounidense de diez centavos. Plateada y reluciente. La colocó en el borde de la ventana y la pasó por la pintura, intentando encontrar una grieta. O crear una. Pasados unos minutos quedó claro que hasta una moneda de diez centavos era demasiado gruesa.
Se agachó y empezó a frotar el filo de la moneda contra el zócalo de piedra del edificio. Restregó su reborde por la piedra, adelante y atrás, hasta que apareció una punta brillante y afilada como un cuchillo. Un formón del tamaño de una uña.
Se levantó y, al pasar la improvisada herramienta por debajo de la ventana, encontró junto a un extremo una minúscula rendija del tamaño justo para introducir por ella el bisel de la moneda. La movió a un lado y a otro hasta que consiguió cortar la pintura que desde hacía mucho tiempo unía marco y alféizar. De pronto se vislumbraron estrechas ralladuras de otras pinturas: verde, gris, blanca. Manos anteriores recubiertas hacía tiempo. Una exhumación arqueológica del color.
Bajo la ventana se abrió una fina ranura. Daggart se metió la mano en el bolsillo y sacó otro puñado de monedas. Introdujo unas cuantas de veinticinco centavos en el negro surco del alféizar. Las colocó en el centro, bajo el marco, y presionó hacia abajo, intentando levantar la ventana. Palancas de veinticinco centavos.
Al final, funcionó. La ventana se movió. Daggart sacó las monedas y metió las yemas de los dedos por el estrecho pliegue. Poniéndose de puntillas, con los brazos apoyados en la repisa de la ventana y el tobillo derecho contraído por espasmos de dolor, presionó con los dedos hacia arriba e intentó levantar la hoja. Al tercer intento sintió que la ventana se movía y crujía, y que su sello de pintura se rompía y lanzaba copos de pintura descascarillada sobre sus antebrazos cubiertos de sudor, como confeti.
Repitió el proceso. Y volvió a repetirlo.
Cuando había logrado subir la ventana sus buenos setenta centímetros, se encaramó al alféizar y se introdujo en el cuarto de baño, aterrizando sobre el suelo de baldosas blanquinegras con más estruendo del que pretendía. Se quedó allí un momento, aguzando el oído, y notó el pulso de la sangre a través de su tobillo hinchado. Sólo oyó el zumbido del aire acondicionado. Se puso en pie y cerró la ventana.
Abrió la puerta del aseo y entró precavidamente en la sala central de la biblioteca, ansioso por echar un vistazo a un manuscrito que muy pocos de sus contemporáneos habían visto: el Quinto Códice.
Ana no estaba segura de haber oído correctamente.
—¿El diluvio?
Peter Dorfman trazó con el dedo el contorno de la figura.
—Es simbólico. El agua que rebosa del cántaro representa una gran inundación. Los mayas tenían un lenguaje muy económico.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Ana sin molestarse en disimular su escepticismo—. No es más que un hombre con un cántaro del que sale agua.
—En efecto, pero esta misma imagen aparece en otra parte. En la última página del Códice de Dresde.
—Continúe.
—El Códice de Dresde no tiene nada que ver con el fin del mundo. Hasta la última página. Luego no habla de otra cosa. Símbolos y símbolos en los que el agua rebosa de diversos objetos y se derrama por todas partes. Se trata de una riada monumental.
Ana enarcó las cejas.
—¿Eso lo sabe Scott?
—Puede que no. Es una interpretación reciente. Y nadie habla mucho de ello porque sigue siendo una hipótesis. Además, el resto del códice no tiene nada que ver con ese asunto.
—¿Pero…?
—Pero, si nos fijamos únicamente en ese códice, parece evidente que los mayas creían que el fin del mundo se produciría mediante una especie de inundación, lo cual, teniendo en cuenta el calentamiento global, parece cada vez más probable.
—¿Y qué tiene eso que ver con el Quinto Códice?
—Se especula con la idea de que el Quinto Códice sea una especie de continuación del Códice de Dresde. El final del Códice de Dresde sería solamente el tráiler. Un adelanto para poner los dientes largos al espectador; y, supuestamente, el Quinto Códice relataría con todo detalle el día del Juicio Final. Por eso se le atribuye tanto valor. Si podemos entender el cataclismo, tal vez haya un modo de impedirlo antes de que se desencadene.
—¿Sabe? —dijo Ana—, sí que tiene usted corazón.
Dorfman sacudió la cabeza enérgicamente.
—Qué va. Para mí, esto no es más que un trabajo. En casa tengo una camiseta que pone: «Puede que para ti esto sea un sueño, pero para mí no es más que otra excavación».
—Qué encantador.
—Sincero, nada más.
Ana se inclinó hacia las fotografías.
—Pero no lo entiendo. ¿Qué relación hay entre estos símbolos? ¿Y dónde encaja Ah Muken Cab?
—Ahí es donde me he quedado atascado.
—¿Y qué tiene que ver la inundación con la ubicación del Quinto Códice?
Peter Dorfman se encogió de hombros.
—Ni idea.
—A no ser que signifique que está cerca del agua, en Tulum o en algún sitio parecido —sugirió Ana.
—Podría ser —repuso Dorfman, aunque su tono daba a entender que no estaba nada convencido. Hizo una pausa y miró a su alrededor. Hurgó distraídamente en la arena con el dedo índice—. A menos que… —De pronto se quedó callado.
—¿Sí? —preguntó Ana.
Peter Dorfman no dijo nada. Recogió las dos fotografías, se levantó del suelo y se encaminó hacia la excavación. Ana no tuvo más remedio que seguirle.