84
E
l impacto dejó a
Daggart sin respiración, como si hubiera saltado desde una ventana
muy alta y aterrizado de espaldas sobre una acera de cemento. El
instinto le empujaba a nadar hacia la superficie, pero no lo hizo.
Como un pez asustado que mordiera un anzuelo, cogió la mano de Ana
y tiró de ella hacia abajo. Alejándose de la superficie. Del
Cocodrilo y de su arma.
Y también del aire.
Ella se resistía, intentando salir, pero Daggart no la dejó. Sabía que su única esperanza de salvación se hallaba muy por debajo de la superficie del agua.
Tanteó las paredes del cenote entre el agua turbia, pasando frenéticamente la mano libre por las rocas fosilizadas mientras sus piernas cortaban el agua como tijeras, hundiendo cada vez más a Ana. Se estaba jugando la vida de ambos por una corazonada: que el cenote se abría en otras direcciones. Tenía que haber una entrada a otro estanque. Estaba seguro. Por eso era sagrado aquel cenote; no era una simple poza caliza, sino parte de una red de ríos subterráneos. Por eso Tingley no había podido recuperar el códice. No sabía bucear.
Mientras seguían descendiendo y palpaba las paredes, Daggart sintió que sus pulmones se constreñían y se cerraban como si alguien los estuviera retorciendo con las manos. Miró a Ana entre la penumbra del agua. Ella luchaba por respirar. Sabiendo que iba a saltar, él al menos había tenido oportunidad de tomar una última bocanada de aire. Ana se había visto literalmente arrancada del suelo, lanzada hacia el estanque de roca caliza y arrastrada luego hacia el fondo como una mujer mortal a la que hubiera raptado Poseidón.
Daggart sabía que tenía que darse prisa. Nadaba todos los días, y si sus pulmones se habían contraído, podía imaginar el dolor que tenía que estar sintiendo Ana. Pensó en volver a la superficie para tomar una rápida bocanada de aire, pero le disuadió una ráfaga que pasó velozmente junto a su cara con un ruido amortiguado. El Cocodrilo no estaba esperando a que emergieran. Estaba disparando al agua: las balas se deslizaban en torno a ellos entre silbidos y siseos, trazando una serie de diagonales paralelas que cruzaban el agua como rayos láser. No había tiempo de arrepentirse de su decisión. Tenía que encontrar la salida. Y tenía que encontrarla enseguida.
Su mano libre trepaba por los lados del estanque tanteando la roca áspera en busca de un túnel, de un agujero, de un modo de salir de allí. La roca afilada como una cuchilla hería sus dedos, cortando la piel en distintos sitios. Palpaba los bordes desesperado, con los pulmones apretados mientras las balas susurraban a su alrededor y tiraba de Ana, que seguía forcejeando. Tenía que estar ahí, en alguna parte. Si no, aquéllos serían sus últimos minutos de vida.
Un ruido sordo y retumbante atrajo su atención: un suave estruendo. Fue seguido inmediatamente después por otro chapoteo igual de fuerte. Daggart miró hacia la superficie entre la penumbra del agua y vio que los dos buzos se habían sumergido en el estanque. Uno de ellos encendió un potente reflector cuyo rayo ondulante atravesó el agua. El otro sujetaba en la mano un cuchillo que parecía guiarle mientras nadaba. Emprendieron el descenso moviendo el rayo del foco adelante y atrás.
Daggart tiró hacia abajo de la mano inerme de Ana. Ella apenas se resistió. Daggart temió por su vida.
El foco se posó sobre Daggart, el redondo rayo amarillo le deslumhró. Con una mano sujetaba a Ana y con la otra se agarraba a la pared para mantenerse sumergido; no se atrevió a soltar ni una cosa ni otra para cubrirse los ojos. Ciego, tocó la hoja fina y fresca del cuchillo antes de verla. Abrió un tajo en su brazo. Un instante después sintió el dolor: una quemazón acompañada de una nube difusa de sangre ondulante.
Se puso delante de Ana. Miró más allá del rayo de luz, hacia la oscuridad acuosa, y sólo en el último instante vislumbró el fulgor del cuchillo atravesando el agua turbia. La punta le rozó el abdomen, le rasgó la camisa y le tatuó el estómago. Un hilillo de sangre flotó delante de él como una medusa.
Daggart retrocedió pataleando hasta que Ana chocó contra la pared y él quedó con la espalda pegada a ella. Le soltó la mano, confiando en sujetarla sólo con la presión. Agitó los brazos para mantenerse en el sitio, y empezó a cubrirse los ojos de cuando en cuando para defenderse del resplandor del foco, fijo en él como si fuera una estrella del espectáculo.
Esta vez vio el cuchillo enfilado hacia él. Bajó una mano y levantó la otra, atrapando la mano del buzo de un tijeretazo. Cuando el buzo intentó apartar el brazo y retirar el cuchillo, Daggart pudo agarrarle del puño con ambas manos. Antes de que el buzo pudiera reaccionar, dio la vuelta al cuchillo y se lo hundió en el cuello. La sangre que brotó a chorros de su arteria carótida nubló la cara perpleja del submarinista, que soltó el cuchillo y se llevó la mano a la garganta. Daggart le arrancó el cuchillo del cuerpo como se saca un hacha de un leño y apartó al buzo moribundo de un empujón. El hombre quedó suspendido en el agua, su peso en perfecto equilibrio.
Daggart le arrancó la boquilla al submarinista y se giró en el agua. Del tubo de aire escaparon redondeles de oxígeno que ascendieron rápidamente hacia la superficie. Acercó la boquilla a Ana y se la puso en la boca. Ella aspiró ansiosamente. Hizo una seña a Daggart levantando el pulgar, se quitó la boquilla y se la pasó. Él se la acercó a los labios y estaba a punto de respirar cuando notó un ligero eco en las paredes del cenote. El foco caía hacia el fondo del estanque: su rayo de luz se sacudía violentamente, como una manguera sin control. Daggart comprendió por qué cuando sintió que unos brazos le rodeaban el cuello. El otro buzo había sacrificado el foco para agarrar mejor su presa.
Clavó las rodillas en la espalda de Daggart y los antebrazos en su garganta y tiró de ellos hacia el fondo del cenote. Daggart luchó por desasirse. Su mundo se hizo cada vez más tenue, y una oscuridad tan negra como la antracita cubrió su vista. No sabía si era por falta de oxígeno o porque caían a plomo hacia el fondo de la poza. Lanzaba cuchilladas a su asaltante, pero no servía de nada. En aquella postura no podía tocarle. Lanzó el cuchillo justo por encima del hombro, confiando en hundirle la punta en la garganta. Pero chocó con plástico duro. Había golpeado la máscara del buzo.
Se sacudían en el agua, girando en violentas revoluciones como una lavadora fuera de control. Cada vez más débil, Daggart se agarró a los brazos del buzo e intentó liberarse. No pudo. Le faltaban fuerzas y un sitio donde apoyarse. Se hundieron ambos más y más en el negro abismo del cenote.
Daggart empezó a sentirse mareado. Minúsculas estrellas blancas bailaban en la periferia de su visión, y notaba una relajación general de los músculos. Se desorientó. El cenote le parecía cada vez más negro. Se sentía como un astronauta vagando a la deriva por el espacio.
Soltó los brazos del buzo y buscó a tientas su cara. Palpó las gafas, la boquilla del respirador y, luego, los suaves contornos de plástico. Casi delirante, tan débil que el cuchillo parecía pesar el doble, levantó el arma y la clavó en el tubo. Salió un chorro de aire que envolvió la cara del hombre en un enjambre de pequeñas burbujas. El buzo le soltó y empezó a ascender hacia la superficie.
Daggart le agarró del brazo, tiró de él y con las fuerzas que le quedaban clavó el cuchillo en su abdomen. Una difusa fuente de rojo se mezcló con la espuma blanca del agua. Daggart cogió el tubo y tomó una larga y gratificante bocanada de aire.
Empujó al submarinista y nadó hacia Ana, palpando las paredes a ciegas; estaba mucho más abajo de lo que deseaba. Como un cómico que se diera un batacazo, su mano se coló de pronto por un hueco. Con razón Tingley no había encontrado la abertura: estaba casi en el fondo mismo del estanque.
Ascendió, cogió a Ana de la mano y tiró de ella hacia abajo. Hizo que le agarrara el tobillo con la mano, cerrándole los dedos alrededor del hueso. Al penetrar en el agujero, comenzó a nadar horizontalmente y, usando las paredes afiladas y ásperas para impulsarse, se deslizó por el túnel como una anguila. Movía la pierna libre mientras Ana nadaba tras él, agarrada a su otro pie. Necesitaba oxígeno. Había probado el aire y de pronto quería más. Necesitaba más. Tenía que conseguirlo.
Su cuerpo chocaba con los lados del túnel y el roce dejó en carne viva la herida de su hombro, deshaciendo todo el bien que habían hecho las tres mujeres mayas. La sangre se mezclaba con el agua y dejaba una fina y vaporosa estela de rojo a su paso. Pero el dolor del hombro no era nada comparado con la tensión de su pecho, con la presión de su cabeza. De pronto sintió un fuerte latido en las sienes, como si todo empezara a girar vertiginosamente a su alrededor. Ana ya apenas parecía agarrarse a él. Si no encontraban pronto una salida, morirían. Era así de sencillo. Sus cerebros privados de oxígenos les engañarían impulsándoles a respirar. Abrirían la boca y tragarían montones de agua; sus pulmones se llenarían instantáneamente. Lucharían por encontrar una salida, pero naturalmente no habría ninguna.
Era un modo horrible de morir.
Daggart siguió tirando de ambos por el túnel cada vez más angosto; avanzaba con brazadas furiosas por aquel laberinto subterráneo cuyas paredes fueron cerrándose lentamente sobre ellos hasta que le costó deslizar los hombros a través del estrecho conducto. El dolor que florecía en su pecho se extendió por todo su cuerpo.
Intentó agarrar las paredes del túnel para impulsarse y salió con las manos vacías. No había nada a lo que agarrarse, porque de pronto estaban fuera del túnel. Se hallaban de nuevo en aguas abiertas. El aire parecía estar allí mismo. Aunque no se veía luz hacia la que ascender y casi había perdido la noción de lo que era arriba y lo que era abajo, tenían la supervivencia al alcance de la mano. Era sólo cuestión de llegar a la superficie y llenarse los pulmones de oxígeno.
Al empezar a ascender se dio cuenta de que Ana ya no estaba agarrada a su pie. La buscó, pero en medio del agua turbia ni siquiera veía su propia mano delante de la cara. Luchó por recordar cuándo la había sentido por última vez. ¿Había sido hacía un momento, o quizás antes? ¿Cinco segundos o cincuenta? ¿Se había dejado ella llevar por el pánico y había intentado volver nadando por donde habían llegado? ¿Estaba atascada en el túnel o había vuelto al cenote? En cualquiera de los dos casos, Daggart sabía que tenía escasas probabilidades de sobrevivir. En el primer caso, moriría por falta de oxígeno; en el segundo, el Cocodrilo se encargaría de ella.
Daggart volvió hacia la entrada del túnel, tocando los lados de aquella nueva caverna como si leyera en Braille. Mientras avanzaba a ciegas, pensó en Susan. Muerta en el suelo del cuarto de estar. Su cabello rubio hundido en un charco de sangre.
«No, por favor. Otra vez, no».
Mientras avanzaba a sacudidas sus manos entraron en contacto con la mano de Ana Gabriela, que flotaba quieta en el agua. Tiró de su cuerpo inerme y la arrastró por el túnel. Luego, como un corredor que de algún modo logra hacer un último esfuerzo al final de un maratón de cuarenta y dos kilómetros, pataleó con rabia, como si el agua tuviera la culpa de todo. Como si fuera ella quien les había metido en aquel lío.
Salieron a la superficie quieta del agua negra, dos cabezas surgidas simultáneamente de la nada. Comenzaron a aspirar el aire rancio y turbio en ansiosas bocanadas mientras braceaban lo justo para mantener la boca fuera del agua. Ninguno de los dos habló; se contentaban con llenarse de aire y aliviar poco a poco la opresión de sus pechos y el latido doloroso de sus cabezas, con el esfuerzo de quien abre lentamente a empujones una puerta muy pesada. Su respiración era pesada, trabajosa, entrecortada por los arranques de tos para arrojar el agua que habían tragado. Ninguno de ellos pareció notar que el aire estaba enrarecido y mohoso. En ese momento era el aire más dulce que jamás habían probado.
Daggart intentó ver lo que los rodeaba. Fue completamente imposible. Estaban envueltos en la negrura más densa que había visto nunca. Supo por el aire quieto y aletargado y por el leve eco de su respiración que estaban en una cueva. En cuanto a su altura y dimensiones, no tenía ni la más remota idea.
—¿Estás bien? —preguntó. Alargó el brazo y tocó la mano de Ana. Estaba fría al tacto, casi helada.
—Creo que sí. —Su voz temblaba. Daggart oía el castañeteo de sus dientes.
—Tenemos que llegar a la orilla.
—Ahora, dentro de un segundo. Deja que recupere el aliento.
Nadaron en silencio, escuchando cómo retumbaba el último eco de sus palabras en las paredes invisibles. En alguna parte, muy cerca, se oía un goteo rítmico, como un metrónomo hueco.
—¿Cómo sabías que esto estaba aquí? —preguntó Ana.
—No lo sabía.
—Pero sabías lo del túnel.
—No.
—¿Quieres decir que me has arrastrado hasta el fondo y has estado a punto de ahogarme para buscar un túnel que no sabías si existía?
—Sí, algo así.
Ana se quedó callada un momento.
—Gracias.
—No, ha sido una estupidez. Lo siento. —La cogió de la mano—. Vamos. Veamos si podemos salir de aquí. Todavía tenemos que impedir que Jonathan difunda ese falso códice.
Avanzaron hasta tocar un lecho rocoso. Salieron del agua como focas que volvieran de cazar, arrastrándose por la tierra apelmazada, cuya superficie parecía de arcilla. La ropa se les pegaba al cuerpo como una segunda piel.
Daggart se sacó del bolsillo de atrás una cajita de cerillas impermeables, enterrada bajo sus guantes de látex. Nunca había tenido ocasión de usarlas. Pero mientras la oscuridad se apretaba contra él haciendo indiscernibles hasta las sombras más vagas, se dio cuenta de que ahora sí iba a necesitarlas.