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P
asaron otras dos horas
estudiando los mapas detenidamente. A la hora de la cena, sin que
la conversación se interrumpiera, Héctor preparó cebiche, sopa de
aguacates, tamales y pollo cubierto con salsa de tomatitos y
almendras. Cuando por fin se pusieron a comer, Daggart se alegró de
tomarse un respiro. Tenía la cabeza embotada. La comida estaba tan
especiada que consiguió despejarle (Héctor lo sazonaba todo con
epazote) y las hierbas frescas estallaban en el interior
de su boca.
Los mapas y las fotografías seguían esparcidos en medio del tablero, como un centro de mesa que exigiera su atención. Intentar encontrar las cinco ciudades que formaban la M de Casiopea era un trabajo como para quedarse ciego. Había ruinas dispersas a lo largo y ancho de Yucatán, y todas ellas estaban conectadas por sacbeob. Con sólo echar un vistazo a los mapas aparecía una docena de emes. Y la cifra se doblaba con un examen más atento.
El cansancio se apoderó por fin de Daggart a medida que la velada se prolongaba. Aquella semana (que había empezado con la visita en plena noche del inspector Rosales y había seguido con un viaje de ida y vuelta a Egipto) no había sido muy propicia para el sueño.
Héctor les mostró un cuarto de invitados en la planta de arriba.
—Lamento tener sólo una habitación, pero aquí hay una cama y un sofá. Confío en que puedan apañarse.
Ana y Daggart se miraron azorados. Daggart no pudo evitar ver una mirada traviesa en los ojos de Héctor.
—Está bien —dijo Ana—. La verdad es que no hace falta que nos aloje, ¿sabe? Podemos buscar un motel.
—Tonterías. Son ustedes mis invitados. No voy a permitir que se vayan con la que está cayendo. —Señaló la tormenta por la ventana—. Además, quiero que vuelvan a visitarme. Tal vez juntos podamos resolver algunos misterios mayas.
—Nada me gustaría más —dijo Daggart.
—Formaríamos un buen equipo, los tres, ¿verdad?
—Ya lo creo.
Héctor y Ana se dieron un largo abrazo, y Daggart pensó que Ana estaba dándole las gracias por todo lo que había hecho por su hermano. Cuando se separaron, ella se limpió una lágrima.
—Él le tenía en un pedestal, ¿sabe? —dijo.
—Entonces el sentimiento era mutuo —respondió Héctor.
Salió de la habitación cerrando la puerta a su espalda. El súbito silencio cayó sobre Daggart y Ana como una niebla pesada y húmeda.
Daggart fue el primero en hablar.
—Yo me quedo con el sofá —dijo—. Tú quédate con la cama.
—¿Estás seguro?
—Sí, claro. Creo que, si ahora mismo me echara en una cama, dormiría cinco días seguidos.
—Está bien, pero la próxima vez tú te quedas con la cama y yo con el sofá.
—¿Te refieres a la próxima vez que recorramos todo Yucatán intentando resolver un enigma maya?
—Exacto.
Ana se durmió enseguida, con la fina colcha de felpilla bien ceñida alrededor del cuerpo. Fuera el viento azotaba la casa. La lluvia tamborileaba con las yemas de los dedos sobre el tejado. Daggart levantó la cabeza en la almohada y miró a Ana. Le sorprendía lo extrañamente agradable que era compartir aquella intimidad con ella.
—La querías mucho, ¿verdad? —La voz de Ana desde la oscuridad. No estaba dormida, en absoluto.
Daggart se preguntó si había notado que la miraba fijamente. Confiaba en que no.
—¿A mi mujer?
—Sí.
—Como si no hubiera mañana. Si de verdad lo único que deseamos en esta vida es amar y ser amados, yo lo tuve. Fui un hombre afortunado.
—Ella también tuvo suerte por casarse con alguien que estaba tan loco por ella.
—Ojalá se lo hubiera demostrado mejor. Todavía pienso en las muchas veces en que no le expresé mi amor y podría haberlo hecho. Debería haberlo hecho.
—¿Puedo preguntar cómo murió?
—La asesinaron —contestó Daggart; aún le costaba formular las palabras.
—¿Cómo?
Él le habló de aquel horrible día de primavera en que le llamaron a casa y vio su cuerpo sin vida tendido en el suelo y la sangre de las puñaladas remansándose en charcos.
—Todavía la echas mucho de menos. Te lo noto. Por cómo hablas de ella. No sólo por tus palabras, que podría decirlas cualquiera, sino también por el tono. Y por tu cara.
—No puedes verme la cara.
—No me refiero a ahora, sino a antes. Cuando llegamos a Mérida. Tu cara era un mapa de carreteras.
—¿Un mapa de carreteras?
—Sí.
—No sé si me gusta que mi cara sea un mapa de carreteras —dijo Daggart fingiéndose indignado.
—Es algo bueno, créeme. Hay tanta gente que lleva máscaras… Nunca sabe una qué están pensando. Pueden hacer o decir una cosa, y en el fondo sienten otra completamente distinta. Para mí, eso es una negación de la vida. Contigo veo las penas y alegrías de tu vida de golpe, todas al mismo tiempo. ¿Conoces la expresión «hay que sufrir para merecer»?
—¿Hay que sufrir para merecer?
—Sí, eso es. Es un dicho popular mexicano. Una persona sabia sabe que el sufrimiento es parte de la vida. Así es como aprendemos. Y aceptar tu dolor demuestra que todavía estás dispuesto a vivir y a permitirte experimentar tanto la felicidad como la tristeza. Es una cualidad muy hermosa.
—¿Hay que sufrir para merecer?
—Sí.
La lluvia golpeaba la casa, el viento silbaba entre los árboles.
—Gracias, señorita Ana —dijo él.
—De nada, señor Scott.
El último recuerdo de Daggart antes de dormirse fueron los ojos de una mujer sonriéndole. Pero no estaba del todo seguro de si esos ojos eran los de Susan o los de Ana.