28

Daggart se detuvo en el aparcamiento asfaltado de Tulum. Al salir del coche, se fijó en los autobuses turísticos que llegaban saturando el aire con sus bocanadas de humo negro. Sabía que tenía que darse prisa. En cuanto los vehículos vomitaran su carga, Tulum se inundaría de turistas.

Pasó junto a los cientos de tenderetes en los que se vendía de todo, desde alfombras tejidas a mano a ajedreces de ónice, pasando por «tesoros mayas auténticos». Al llegar a la zona de visitas pagó la entrada, recogió un pequeño plano y cruzó el portal de piedra que daba paso a las ruinas.

A pesar de que a lo largo y ancho de México había docenas de yacimientos mayas mucho más importantes en tamaño y proyección, ninguno superaba a Tulum en cuanto a la belleza de sus vistas. Encaramado en lo alto de los acantilados, sobre la arena blanca y las aguas de color turquesa y verde azulado, Tulum poseía una de las panorámicas más impresionantes que podían contemplarse en el mundo entero. Su nombre original, Zama, significaba «amanecer», en honor al espléndido espectáculo que ofrecía al rayar la mañana.

Fueron los conquistadores quienes le pusieron el nombre de Tulum, que en maya quería decir «muro». Cuando los españoles lo vieron desde el mar, creyeron (erróneamente, como se demostró después) que se adentraba en la selva y que sus murallas eran impenetrables. Naturalmente, las murallas bordeaban sólo tres de sus cuatro lados. La restante era en muchos sentidos la más infranqueable de todas: un acantilado de doce metros de alto que daba sobre el mar Caribe.

En 1543, cuando por fin Montejo logró «invadir». Tulum, lo encontró completamente desierto. Los mayas le habían tomado la delantera y habían huido a la selva años antes, abandonando su ciudad y llevándose con ellos secretos indecibles y tesoros que los arqueólogos llevaban casi quinientos años intentando encontrar.

Como el Quinto Códice.

Mientras caminaba sobre el suelo duro (sólo una finísima capa de hierba y arena cubría la roca caliza), Daggart pasó junto a grupos de turistas apiñados a la sombra de los cocoteros. El sol de media mañana achicharraba ya las ruinas de Tulum, que parecía blanquear a ojos vista. Aquél iba a ser otro día caluroso de finales de verano.

Como no conocía muy bien Tulum, Daggart empezó por lo más obvio, el templo de las Pinturas, atraído por los murales que decoraban la galería del primer piso. Aquel templo era una auténtica pizarra maya. ¿Qué mejor lugar para que Lyman Tingley dejara un mensaje?

Se acercó a la entrada principal del templo y esperó a que dos parejas de turistas concluyeran su somera inspección del edificio. Cuando se marcharon, avanzó despacio y metió la cabeza entre los barrotes de uno de los cinco portales. Como en muchos de los edificios de Tulum, el acceso al interior del templo estaba cortado por una serie de rejas de metal que cubrían las entradas. Los dos barrotes verticales y los tres horizontales hacían que las ruinas de Tulum casi parecieran prisiones antiguas. En este caso, los presos eran los murales y frescos del período maya posclásico.

A pesar de que el calor iba en aumento, el interior del templo conservaba su frescor y desprendía un olor húmedo y mohoso. El ruido de los pasos de Daggart al cruzar un trecho de grava suelta resonó en las paredes mojadas. El sol estaba en la peor posición para sus propósitos, pero había luz suficiente para que distinguiera algunas de las principales figuras de las pinturas. Chac. Ixchel. El mural, como era de esperar, representaba al dios de la lluvia y a la diosa de la fertilidad rodeados de maíz, frutos y flores.

Pero en lugar de ofrecer respuestas, las imágenes solamente planteaban nuevos interrogantes. ¿Se suponía que Daggart tenía que interpretar las pinturas y encontrar en ellas un significado oculto? ¿Y dónde estaba el símbolo del hombre y la línea recta? ¿Por qué no estaba allí?

Había confiado (ingenuamente, ahora se daba cuenta) en que, nada más asomarse al templo, sus ojos se posarían sobre una especie de mapa del tesoro. No esperaba que tañeran campanas y cantaran los querubines (aunque no se habría quejado, de haber sido así), pero confiaba al menos en poder entonar momentáneamente un «¡Eureka!». Incluso se habría conformado con un tibio «¡Ajá!». Pero no tuvo ni una cosa ni otra.

Hizo una serie de fotografías con su cámara digital, pensando que tal vez Uzair pudiera descubrir algún mensaje velado que él no veía.

Desanimado, dejó el templo de las Pinturas y se paseó entre las demás ruinas: sencillos edificios de dos plantas, decrépitas construcciones blanqueadas por el sol, escaleras torcidas y desmoronadas que conducían a la cúspide de pirámides en miniatura. A medida que el sol iba ascendiendo y aumentaba la temperatura, más y más autobuses descargaban más y más turistas, hasta que Tulum se convirtió en una bulliciosa y abarrotada colmena.

Daggart miró su reloj. Eran poco más de las diez. Una angustia creciente comenzaba a corroerle. «¿Por qué me has mandado aquí? —preguntaba para sus adentros, dirigiéndose al aire como si éste fuera Lyman Tingley—. Dejaste el Ah Muken Cab del revés en la habitación del hotel para que yo lo viera. Querías que viniera a Tulum. Pero ¿por qué?».

Llegó al contorno de un muro bajo: una divisoria interna dentro de la ciudad misma. Era allí, en el recinto interior, donde se celebraban los ritos religiosos más sagrados. El edificio más alto de todos, el castillo, formaba su centro. Una empinada escalera conducía a las dos salas abovedadas de su cúspide. El castillo era la zona más fotografiada de Tulum, por estar el océano justo al otro lado. Y aunque parecía un lugar demasiado transitado para que Lyman Tingley dejara una pista, Daggart decidió inspeccionar de todos modos su galería superior. Respiró hondo y emprendió el ascenso casi vertical por la escalera.

Al llegar arriba, con el sudor acumulado en el arranque de la espalda, se descubrió frente al templo de una sola planta y tejado plano. Una cornisa de caliza desmoronada cruzaba las puertas de las dos estancias, y en un nicho, sobre la entrada central, se veía al dios descendente. Su forma era casi risible: parecía un personaje de dibujos animados arrojándose de cabeza a una piscina. Una figura más propia de las tiras cómicas de los domingos que de las ruinas mayas.

Daggart asomó la cabeza a la galería en penumbra. Un mural descolorido por el tiempo y el clima adornaba la pared del fondo. Daggart distinguió las mismas imágenes que en la otra edificación: frutas, flores, maíz. Ixchel y Chac estaban ausentes, pero el dios descendente ocupaba el centro del mural.

«Muy bien —se dijo—, pero ¿qué tiene esto que ver con el Quinto Códice?».

Una insidiosa sensación de angustia comenzaba a reconcomerle con la misma determinación con que el sol engullía el frescor de la mañana. Hizo una docena de fotografías y se acercó al borde de la plataforma cuando un grupo de turistas alemanes llegaba a la cumbre charlando animadamente. Desde lo alto del castillo, Daggart miró hacia el oeste con los ojos entornados, escudriñando las edificaciones de caliza. ¿Qué era lo que no veía? Allí había docenas de edificios. ¿Se suponía que debía inspeccionarlos todos? ¿Examinar todos y cada uno de los jeroglíficos de Tulum? Podía hacerlo, pero tardaría semanas. Tal vez incluso meses.

Bajó por los empinados escalones del castillo. Estaba enojado consigo mismo por haber pensado que sería fácil. Debería haber ido otro día, cuando no tuviera que irse corriendo a Cozumel. Su falta de planificación le irritaba. No podía permitirse esos errores mentales si quería encontrar el Quinto Códice.

Al llegar al pie de la pirámide se encaminó hacia el oeste. Casi enseguida se encontró cara a cara con una muchedumbre de turistas italianos. En otras circunstancias, habría dado un rodeo para dejar pasar el enjambre. Pero esa mañana, no. Esa mañana estaba molesto, frustrado, enfadado con Lyman Tingley y consigo mismo. ¿Cómo diablos iba a resolver el acertijo del Quinto Códice con aquellas pistas irrisorias? Una «M» hecha con pesos. Un oscuro dios maya puesto del revés. Aquello no eran pistas. Eran palos de ciego.

Se abrió paso a empujones entre el grupo de turistas y dejó atrás a un guía de cara roja y ovalada que alternaba el español y el italiano con voz insoportablemente nasal. Casi había cruzado el tropel de turistas cuando el guía dijo algo acerca del templo del Dios Descendente. Daggart se paró en seco.

¿Perdone? —balbució.

Treinta cabezas se volvieron hacia él, exigiendo en silencio saber quién osaba interrumpir su visita. El guía, que parecía el vicario de una película de James Ivory, miró por entre la gente.

—¿Quién ha hablado? —preguntó en inglés indeciso.

Daggart se adelantó a empellones hasta encontrarse con los ojos del guía turístico.

—¿Qué templo acaba de mencionar?

—Lo siento —dijo el guía, poniéndose aún más colorado—, pero no forma usted parte de nuestro grupo.

Daggart dio un paso adelante.

—Dígamelo. ¿Qué ha dicho? Algo acerca del templo del Dios Descendente.

Los turistas italianos comenzaron a refunfuñar en voz baja. Daggart no necesitaba saber italiano para entender lo que decían.

—dijo el guía desdeñosamente—. El templo del Dios Descendente. —Se volvió hacia su grupo y pronunció atropelladamente unas palabras de disculpa. Como un pastor que condujera a su rebaño a lugar seguro, les indicó que se alejaran del americano loco.

—Espere —dijo Daggart, y hurgó en su bolsillo en busca del pequeño plano que le habían dado en la taquilla. Alisó sus arrugas y buscó el templo del Dios Descendente. No recordaba ninguno que se llamara así. Su dedo índice recorrió todos los edificios de Tulum. No había ninguno que se pareciera a lo que andaba buscando, ni siquiera remotamente.

El vicario convertido en guía turístico suspiró teatralmente y dio un paso adelante.

—Aquí —dijo, señalando con su dedo regordete una pequeña edificación justo al norte de donde estaban.

Daggart leyó el minúsculo letrero. «Templo del Cielo».

—No lo entiendo —dijo.

—Es el mismo sitio. Algunos lo llaman «el templo del Dios Descendente». Y otros «el templo del Cielo». Eso es todo. Yo prefiero el primero, pero a mí nadie me pide mi opinión.

El templo del Dios Descendente y el templo del Cielo. Tenía cierto sentido. A fin de cuentas, ambos tenían que ver con las alturas.

—¿Ha terminado? —preguntó el guía con impaciencia.

Sí. Grazie.

Prego —respondió el guía con desgana, e hizo señas a los turistas para que salieran de allí mientras todavía podían.

Mientras pasaban, los ojos de Daggart se posaron en un edificio bajo y achaparrado, semejante a un bunker, situado a menos de quince metros de allí. De pronto comprendió por qué no había reparado en él en todos aquellos años. Mucho más pequeño que el castillo y el templo de las Pinturas, desprovisto de rasgos distintivos, su arquitectura era insulsa y los relieves de su fachada prácticamente inexistentes. Parecía más un retrete lujoso que un templo sagrado.

Daggart se acercó a aquel templo del Dios Descendente o templo del Cielo (o como se llamara) y, como un posible comprador que evaluara una casa, lo rodeó lentamente, calibrando con la mirada sus defectos y ventajas. Cuando por fin subió las melladas escaleras, respiraba afanosamente, pero más por nerviosismo que por cansancio. ¿Qué encontraría allá arriba?, se preguntaba. ¿Qué intentaba decirle Lyman Tingley?

Al llegar a la plataforma superior del templo se fijó en que encima de la puerta ruinosa que daba acceso a la estancia interior se hallaba el dios descendente en persona. Ah Muken Cab. De nuevo aparecía suspendido en plena zambullida, como si una cámara antigua hubiera tomado una instantánea momentos antes del chapuzón. En lugar de adoptar una pose majestuosa, como la mayoría de los demás dioses, el dios descendente siempre aparecía pillado in fraganti. O era un pariente chiflado tirándose del trampolín, o el primer monigote de Mesoamérica. A elegir.

Pero lo que intrigó a Daggart de aquel Ah Muken Cab fue lo neutra que parecía su expresión. No había forma de saber si al dios descendente le importaban aquellas incursiones terrenales, si le alegraba interceder a favor de la humanidad o le exasperaba tener que regresar al país de los mortales. Tenía un semblante sereno y, en opinión de Daggart, absolutamente inescrutable. Un día más en la vida de un superhéroe de cómic que salva el planeta de nuevo. Qué aburrimiento.

También allí gruesas rejas cubiertas de óxido impedían el acceso a la cámara interior. Daggart metió la cabeza entre los barrotes metálicos y vio dos bancos colocados junto a las paredes enfrentadas. Una de ellas contenía un mural restaurado que representaba el firmamento. La pintura estaba muy descolorida, pero aún se distinguía la colocación de las estrellas tal y como iluminaban las noches mexicanas desde hacía millones de años. Una representación exacta del cielo, sin duda, aunque Daggart supuso que los arqueólogos desdeñaban el templo del Cielo como poco más que un ejercicio de estilo. Un pintor exhibiendo la precisión con que era capaz de plasmar los astros. ¿Y qué?

En lo relativo a su búsqueda, Scott Daggart no pudo evitar sentir algo parecido. El templo del Dios Descendente no le dijo nada que no supiera ya.

Enojado consigo mismo por haberse hecho ilusiones, se sacó la cámara del bolsillo y, más por costumbre que por otra cosa, comenzó a hacer fotografías. Tomó una docena de instantáneas antes de retirarse a un lado. Revisó las imágenes para asegurarse de que no estaban borrosas. Con los ojos fijos en el visor fue pasando de cielo estrellado en cielo estrellado, y ya se disponía a apagar la cámara cuando al pensar en una imagen en concreto algo le llamó de pronto la atención. Retrocedió hasta encontrar la fotografía, apenas más grande que un sello postal.

Y entonces lo supo. Por primera vez comprendió lo que Tingley intentaba decirle al dibujar la letra «M» con cinco monedas encima de la mesa.

El Quinto Codice Maya
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