Capítulo 105
Millennium Tower.
Manhattan, Nueva York.
Madison yacía de lado sobre el duro asfalto. Mientras miraba horrorizado la debacle de la Millennium Tower, un hilo de sangre, que manaba de una herida de su cabeza, le corría por la cara. Observó impotente como la explosión acababa con el inmenso rascacielos, provocando una tormenta de humo negro, cristal y hormigón en el cielo matutino. Por encima del ensordecedor rugido de la onda expansiva, los gritos de hombres, mujeres y niños resonaban en el aire.
Un grito se elevó por encima del resto.
Madison cerró los ojos.
Justin, reducido al fantasma de un niño, yacía frágil y enfermo sobre las rígidas sábanas blancas de la cama del hospital. Un amasijo de tubos y cables le inundaba el pecho, conectando su cuerpo agonizante a bolsas de suero, monitores y máquinas.
El monótono pitido del indicador cardíaco marcaba el paso de los segundos. Christian Madison estaba sentado a su lado, con la mano de su hijo entre las suyas.
Durante la mayor parte del tiempo Justin no parecía ser consciente de lo que ocurría. Miraba al frente, con ojos vidriosos e inexpresivos. Le costaba respirar. A ratos, el movimiento de su pecho se detenía por completo. Su boca emitía un sonido seco, una especie de arcada, y luego volvía a respirar.
Madison se sentía impotente. Para él la ciencia era como una religión, pero esa misma ciencia que tanto amaba se negaba a obrar un milagro en honor de uno de sus más fieles discípulos. Rezó a un Dios en el que no creía por la vida de su hijo moribundo.
Madison intelectualizaba los procesos biológicos que tenían lugar en el cuerpo de Justin.
Imaginó sus pulmones, luchando por llenarse de aire.
Sus células, hambrientas de oxígeno.
El corazón que se debilitaba al tiempo que intentaba bombear más sangre por las arterias.
Madison había esperado un final dramático, el colapso de un sistema tras otro que irían cayendo como fichas de dominó.
Pero no fue así.
Justin se desvaneció despacio. Al final, cuando los últimos rayos del día centelleaban en el horizonte, dio su último suspiro. Y murió.
—Adiós, Justin —susurró en voz baja.
Oyó una voz.
—¡Christian!
Entre el tumulto de voces y gritos reconoció la frenética voz de Grace, que lo llamaba una y otra vez.
—¡Christian!
Madison giró su cuerpo hasta ponerse de espaldas. Grace llegó a su lado, se arrodilló y apoyó la cabeza en sus manos. Cuando Madison levantó la vista, pequeños fragmentos de cristal le cayeron por el pelo y los hombros.
—Estoy bien, Grace.
Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Ella se inclinó para darle un apasionado beso en los labios.
—Todo saldrá bien —dijo él, acariciándole la mejilla.
A varios metros de distancia, Ambergris tomó aire y gritó:
—Christian...
Dos enfermeros lo tendieron en una camilla. Su rostro revelaba una palidez mortal; de un corte en la frente manaba un reguero de sangre.
—Lo siento, Christian. Perdóname... por todo.
Le tendió una mano temblorosa.
Madison estrechó aquella mano entre las suyas.
—Yo también. Pero eso ya no importa.
Una sombra nubló el rostro de Ambergris.
—Si muero, tendréis que decidir... —Preso de un violento ataque de tos, los labios se le llenaron de sangre—. Tendréis que decidir qué hacer con lo que sabemos. Tendréis que decidir si el secreto del Código Génesis debe ser revelado.
Los enfermeros levantaron la camilla del suelo. Un tercer enfermero depositó una mascarilla de oxígeno sobre la boca del doctor Ambergris. Su voz se transformó en un susurro ronco.
—Tendréis que decidir...
Cuando la ambulancia se hubo alejado, Grace observó las luces rojas cada vez más distantes y se volvió hacia Madison.
—No podemos ocultar este secreto —dijo ella por fin—. No podemos ocultar el secreto del Código Génesis.
Madison suspiró.
—Lo sé. Pero ¿cómo podemos comunicarlo? ¿Y sin poner en peligro nuestras vidas?
Grace reflexionó durante unos instantes.
—Tengo una idea.