Prólogo
23 de mayo de 1983
Belice, Centroamérica
16° 12' N; 88° 76' O.
Robar es a veces la mejor manera de ganarse la vida. Al fin y al cabo, razonaba Pakal a sus once años, los muertos ya no necesitaban para nada sus posesiones terrenales. Así que la verdad es que no se sentía culpable.
El nivel medio de ingresos anuales de una familia de indios mayas de Centroamérica rondaba los seiscientos dólares. En las selvas tropicales del oeste de Belice, la familia de Pakal se situaba algo por debajo de esa media. La pobreza suponía un fuerte incentivo a la hora de pasar por alto cualquier ambigüedad moral relacionada con el saqueo de tumbas.
La madre y los abuelos de Pakal no habrían estado de acuerdo. Pero él era joven, y por tanto creía saber más que ellos. Así pues, a los once años de edad, Pakal Q'eqchi empezó a profanar las tumbas y templos de sus antepasados. En las selvas de Belice yacían ocultas muchas ruinas mayas por explorar. Para un aprendiz de salteador de tumbas, descubrir una ruina maya es como encontrarse con una cámara acorazada sin cerrar. Los tratantes de antigüedades de Belice llegan a pagar mil dólares por un simple plato policromado, por el que una galería de Nueva York o Bruselas ofrecerá hasta veinte o treinta mil dólares.
Después de varios meses de exploración a los pies de las montañas mayas, Pakal descubrió una ruinosa pirámide construida sobre una red de cavernas. De las ruinas sacó sólo algunos cuencos rotos y varios restos humanos. Pero en las cavernas subterráneas Pakal encontró tres platos policromados, un cuenco ceremonial decorado con el bajorrelieve de un jaguar, un puñado de figuritas de obsidiana y un cráneo humano, cuyos dientes contenían incrustaciones de jade.
Alentado por su éxito Pakal reclutó a una ayudante: su hermana Aluna, de diecisiete años. Con sus verdes ojos tropicales y su larga melena negra, Aluna poseía una belleza de una languidez sorprendente. Al principio se opuso, pero acabó aceptando cuando Pakal le enseñó el fajo de billetes de veinte que había recibido a cambio de las reliquias mayas de la cueva. El anticuario se había negado a comprar el cráneo y había advertido a Pakal que tuviera cuidado de no perturbar los restos humanos.
—Es mal negocio —le dijo—. Deja que los muertos descansen donde están.
Pakal decidió obviar el tema de las tarántulas cuando habló con su hermana. En la cueva que Pakal había saqueado habitaban docenas de ellas, tantas que él había dado en llamarla el Laberinto de las Tarántulas. Tal vez se refugiaban del abrasador calor del verano o quizá se estuvieran dando un banquete con los centenares de abejas asesinas que rondaban por esos parajes. Pakal se estremeció al recordar las abejas asesinas cazando en las frescas cavernas: empalaban a sus víctimas, otros insectos, con sus fuertes aguijones y les inyectaban una toxina letal.
Pakal y Aluna se levantaron al amanecer y caminaron durante toda la mañana, deteniéndose sólo una vez para comer una sopa de palmitos y descansar un rato en las magueys, unas colchonetas de junco que llevaban dobladas a sus espaldas. La selva tropical estaba llena de aves coloridas que poblaban los frondosos árboles cubiertos de orquídeas y pinas. Las anchas e irregulares copas de los árboles formaban un dosel tenso y continuo que se alzaba a veinte metros del suelo. El follaje estaba húmedo y goteaba sin parar, como si de una llovizna ligera y constante se tratara.
Pakal y Aluna anduvieron por una alfombra verde brillante de grandes helechos dispuestos sobre una fina capa de hojas caídas, semillas y ramas. El denso follaje apenas dejaba entrever la luz del sol. Los aullidos de los monos y los chillidos de los macacos resonaban en el aire espeso y húmedo.
El atuendo de Aluna, la tradicional blusa maya o huipil, estaba manchado de sudor. La tela del poncho, adornada con coloridos estampados geométricos, se le adhería a la piel. Se recogió la larga melena en una coleta floja y se dio aire en la cara con un abanico de junco trenzado.
A primera hora de la tarde Aluna y Pakal llegaron a las ruinas situadas a los pies de la cordillera Maya.
—Mira, ahí están —susurró Pakal mientras señalaba hacia el lugar.
A lo lejos, Aluna vio las rocas cubiertas de musgo de una gran pared de piedra, apenas distinguibles debajo del denso follaje selvático. Detrás, la entrada de la cueva se abría como las negras fauces de la jungla.
Más allá del muro, envuelta en niebla, había una pirámide recubierta de lianas y parras. Plantas y enredaderas más pequeñas cubrían la plaza de piedra, infiltrándose entre las grietas de los grandes bloques. Casi toda la superficie estaba cubierta de musgo y liquen. Varios árboles de caoba se alzaban en mitad de la plaza como centinelas protegiendo un templo.
—Empecemos con la cueva. Dentro hará fresco —dijo Pakal. Una pausa.
—De acuerdo, pero ve tú primero.
Mientras descendían hacia la red serpenteante de pasadizos subterráneos, un mundo misterioso empezó a tomar forma. Estalactitas de caliza rojo sangre parecían caer del techo. Sobre extraños charcos de un agua verde iridiscente, cientos de raíces de árboles nervudos penetraban en el techo y caían desde veinte metros sobre el agua. Un penetrante rayo de sol se filtraba por una estrecha grieta del techo e iluminaba el extraño campo subterráneo. El aire era maloliente, estancado.
Pakal sacó un mechero de gas del bolsillo y encendió dos antorchas. Pasó una a Aluna.
El angosto pasadizo descendía varios metros antes de agrandarse en una amplia cámara subterránea. Brillantes estalactitas colgaban del techo. El terreno era rocoso y estaba lleno de cascotes. Las antorchas proyectaban ominosas sombras en las paredes de la caverna.
Pakal y Aluna cruzaron con cuidado la cámara subterránea a través de una selva de estalagmitas. Las elevaciones rocosas parecían finos dedos sumergidos en las aguas frías de un arroyo subterráneo.
—Pakal, hay algo ahí —dijo Aluna.
Señaló hacia la izquierda, donde un pequeño seto sobresalía de la pared de la caverna a la altura del hombro. Se acercaron con cautela. Asomados al borde, Pakal y Aluna descubrieron los restos óseos de un niño pequeño que yacía boca abajo en un charco de caliza seco. Aluna reprimió un respingo.
—No lo toques —advirtió Pakal—. Y no te preocupes, lleva aquí mucho tiempo.
Aluna desvió la mirada.
Cerca del niño había una chimenea de piedra que contenía los restos carbonizados de mazorcas de maíz y otros detritos botánicos. Cascaras, estigmas calcinados y hojas cubrían varias piezas de cerámica. Aluna extrajo una vasija pequeña de la chimenea y la observó.
—Mira, está pintada. Es un hombre con cabeza de jaguar. Y hay algo escrito en la parte superior.
La taza de cerámica estaba decorada con escritura jeroglífica dispuesta alrededor de la circunferencia del borde superior. Una pintura descascarillada, mezcla de pigmento de tierra, arcilla y agua, decoraba la vasija plasmando un dibujo del dios Jaguar que habitaba en el inframundo, el hogar de los muertos.
—El señor Q'axaca me habló de él —dijo Pakal—. Antiguamente se creía que todas las mañanas el dios Jaguar se convertía en el dios Sol y viajaba por el cielo de este a oeste, donde volvía a hundirse en el inframundo. Para asegurarse de que el dios Jaguar se levantara cada día, los reyes mayas realizaban rituales para apaciguar a los dioses.
—Ahora no quedan reyes para hacer esos rituales —dijo Aluna.
Pakal se rió.
—¡Quizás el dios Jaguar sigue atrapado en el inframundo!
Pakal distinguió un cuenco en uno de los lados del hogar. Era un cuenco ancho, acampanado, decorado con intrincados grabados y pigmentos.
—Mira éste. Dos serpientes entrelazadas que rodean el cuenco y se deslizan debajo de esta banda escrita.
—Odio las serpientes —comentó Aluna—. ¿Por qué no pintaban mariposas o pájaros?
Aluna vio una formación de aspecto peculiar en las sombras que se dibujaban frente a ellos. Tres formaciones cavernosas llamadas «cortinajes» salían de un repecho situado a siete metros de altura y caían en forma de cascada sobre el suelo de la caverna. La roca sólida parecía brotar de la pared de la caverna. En la central, los mayas habían tallado un agujero del tamaño de una puerta y lo habían rellenado con una portezuela de madera recia.
A su alrededor había huellas estampadas en la roca con pigmento brillante. Los petroglifos mayas conformaban un mensaje, pero ni Pakal ni Aluna sabían descifrarlo.
—Nunca había oído hablar de algo así —dijo Pakal.
Aluna se mordió los labios.
—No sé. Tal vez deberíamos dejarlo tal como está. Debe de haber montones de cosas que podamos encontrar sin tener que abrir esa puerta.
—Pero piensa en lo que puede haber al otro lado. Tesoros que nos permitan irnos de aquí. Podríamos trasladarnos a Ciudad de Belice, comprarnos una casa y quizás incluso un coche —dijo Pakal.
El titubeó un instante.
—Voy a abrirla —dijo por fin.
—Ten cuidado, por favor.
Pakal agarró el picaporte de cobre adornado y tiró de él. La puerta se mantuvo en su sitio: la humedad había adherido los bordes al marco. Pakal volvió a intentarlo, apoyando un pie en el suelo de la caverna para hacer palanca. Tiró y soltó una imprecación. Por fin, la puerta cedió con un fuerte crujido de madera astillada.
El umbral entreabierto arrojaba un aliento seco y maloliente. Las antorchas de Pakal y Aluna se apagaron. Se oyó un ruido fuerte y un gruñido de dolor. En la oscuridad, Aluna extendió la mano a ciegas, y se esforzó por contener el pánico que le subía de la boca del estómago.
—¡Pakal! —gritó—. Pakal, ¿dónde estás?
Rumor de pasos rápidos. Olor de sulfuro.
A la inquieta luz de una cerilla encendida, Aluna contempló la cara tensa de su hermano mientras éste volvía a encender la antorcha. Un hilo de sangre le manaba de una brecha en la frente.
—Tranquila. Estoy bien. Sólo he resbalado.
Él se incorporó y se palpó la frente. Tenía sangre en los dedos.
—Debo de haberme dado un golpe en la cabeza. Acércame tu antorcha —le pido Pakal, y volvió a encender la de su hermana. Esta chisporroteó en el aire viciado—. Vamos, todo está bien. No te preocupes.
Cogió a Aluna de la mano y la condujo al otro lado de la puerta. La oscuridad del interior era abismal, escalofriante. La luz de sus débiles antorchas parecía alumbrar apenas unos metros. Con cautela, se internaron en la cámara.
Bajo la escasa luz, Aluna logró distinguir la silueta de un viejo sarcófago. La tapa de piedra maciza estaba apoyada en el suelo de la caverna.
—Pakal, creo que es una tumba. No me gusta estar aquí.
—No te preocupes —repuso Pakal—. Echaremos un vistazo rápido y nos iremos.
La cámara tenía al menos quince metros de largo y seis de ancho. En el extremo opuesto una abertura oscura comunicaba el espacio con el resto de cavernas. El suelo estaba cubierto de hojas muertas, nueces de cohune y semillas de palmito.
Pakal hincó una rodilla en el suelo y se dispuso a separar los restos de sedimento orgánico, dejando al descubierto una montaña de huesos humanos y vasijas de cerámica policromada.
—Mira. Montones de cerámica. Y están bien conservados.
Aluna hizo una pausa y observó con atención.
—Pakal, ¿has oído eso?
Era un ruido suave, una especie de silbido.
—¿Qué es? —preguntó Aluna, asustada.
—Nada. El viento que entra por una grieta del techo o algo así.
Pero tampoco él parecía muy seguro de sus palabras.
El rumor sibilante se hizo más fuerte, las paredes de piedra devolvieron su eco.
—Pakal, esto no me gusta. Vayámonos. Por favor.
—De acuerdo, pero antes mete un par de piezas en tu bolsa. Y las joyas de jade también. Enseguida nos vamos.
Pakal se volvió y se apresuró a recoger los objetos que le permitirían conseguir una buena cantidad de dinero del anticuario de Punta Gorda. Mientras recogía una pieza pequeña de jade esculpido, Pakal derribó sin querer uno de los cráneos femeninos. Una gran tarántula salió de los agujeros del cráneo y corrió a ocultarse entre la pila de huesos.
Aluna estaba junto a la puerta. La antorcha proyectaba sombras alargadas en las colgaduras de piedra.
—¡Venga, salgamos de aquí!
—Ya voy, ya voy.
Pakal se incorporó y se volvió hacia la puerta.
Aluna se hallaba ya en el umbral y miró hacia su hermano por encima del hombro. La antorcha de él dibujaba un pequeño haz de luz en el vacío negro que lo circundaba. El aire de la tumba era cálido y pestilente.
El silbido se hizo más potente.
Entonces, detrás de Pakal y apenas visible en el vacío negro de la tumba, Aluna vio la débil silueta de algo grande. Algo vivo. Algo amenazador.
Gritó.
Mientras Pakal se giraba asustado para ver lo que había aterrado a su hermana, la antorcha se le apagó de repente, sumergiendo la tumba en la más absoluta oscuridad. La de Aluna, aún encendida, no alcanzaba a alumbrar a su hermano.
Pakal emitió un grito, un agudo lamento. El sofocado susurro sibilante alcanzó una frecuencia frenética.
Se oyó el ruido de algo al rasgarse. Aluna sintió las salpicaduras de un líquido caliente. Bajó la vista y acercó la antorcha a su blusa. Una fina lluvia de sangre y fragmentos de carne blanca cubría su ropa y sus brazos desnudos. Un terror irracional se apoderó de ella.
Aluna se dio la vuelta y salió corriendo sin dejar de gritar.
Un silbido húmedo la persiguió por la oscuridad.