Capítulo 43
Residencia del doctor Joshua Ambergris.
Zona alta de Manhattan, Nueva York.
La estación de metro más cercana a la mansión del doctor Ambergris dejó a Grace y a Madison en un bonito barrio lleno de inmuebles históricos recién restaurados, con elegantes fachadas de ladrillo y balcones de hierro forjado. Tiendas y restaurantes ocupaban los bajos de todos los edificios de la calle. Las aceras estaban llenas de mesitas pertenecientes a pintorescas cafeterías con nombres europeos que anunciaban servicio de «fusión cuisine». En cuanto se cerraran los negocios, los cafés y restaurantes empezarían a llenarse de grupos de profesionales jóvenes dispuestos a ligar y a establecer contactos laborales: auxiliares administrativas bebiendo Martinis secos mientras coqueteaban con contables y abogados que tomaban cerveza de importación directamente de la botella.
Madison y Grace caminaban a buen paso y evitaban cruzar la mirada con las escasas personas que pasaban junto a ellos en la calle. Los segundos y terceros pisos de los edificios estaban ocupados por oficinas de contables, agentes inmobiliarios, diseñadores y abogados. Los pisos superiores habían sido convertidos en lofts y buhardillas. El barrio era un exponente del nuevo urbanismo que se estaba imponiendo en las zonas céntricas de muchas ciudades norteamericanas y que abogaba por la multifuncionalidad para aprovechar mejor los antiguos edificios.
—Por aquí —indicó Grace.
Condujo a Madison hacia una zona tranquila, no invadida aún por la ráfaga de desarrollo urbano que tenía lugar a sólo dos manzanas de distancia. El pequeño enclave de casas antiguas quedaba circunvalado por una extensión de robles altos que delimitaban la estrecha calle.
—Ya hemos llegado —dijo Grace al tiempo que se detenía delante de un impresionante caserón de cuatro pisos.
—¿Hay puerta trasera? —preguntó Madison—. No puedo pegarle una patada a la puerta principal sin llamar la atención...
—Sé dónde escondía una llave —dijo Grace.
Madison enarcó una ceja.
—¡Eh! No es lo que piensas. Ambergris me envió a su casa un par de veces a buscar libros o artículos que necesitaba.
—Seguro que sí.
—Bueno, piensa lo que te dé la gana.
Ella fue hasta la verja de hierro forjado que rodeaba el pequeño patio frontal. Cuando llegó al cuarto poste de la valla se agachó en la acera y palpó la barandilla inferior con la mano.
—Aún está aquí —dijo ella al notar una pequeña caja imantada.
Dentro de la caja había una reluciente llave. Grace cogió la llave y devolvió la cajita a su escondrijo. —La verja principal nunca estaba cerrada —dijo ella, y levantó el baldón de hierro.
La verja se abrió con un crujido.
Madison siguió a Grace y volvió a cerrar la puerta de hierro. Echó un vistazo a la calle por si había algún vecino curioso, pero no vio a nadie.
—Le dije mil veces que contratara un sistema de alarmas —dijo Grace mientras introducía la llave en la cerradura de la puerta principal y la giraba en sentido de las agujas del reloj.
—Espera un momento... —advirtió Madison.
Grace abrió la puerta.