Capítulo 2
Apartamento de Christian Madison.
Manhattan, Nueva York.
Siempre empezaba con los gritos. Antes de que su mente se viera asaltada por horrendas visiones de oleadas de humo, llamas anaranjadas y devastadoras ruinas de acero y hormigón, antes de que el olor acre a madera quemada, papel y plástico invadiera sus abrumados sentidos, Madison siempre oía los gritos.
A través de la neblina de la madrugada, representada con todo lujo de detalles en su sueño recurrente, observaba impotente como una tremenda explosión ascendía por un rascacielos inmenso, llenando el amanecer de humo negro, vidrio y hormigón. Por encima del ensordecedor rugido de la onda expansiva, gritos de hombres, mujeres y niños resonaban en su mente.
Siempre había un grito que se elevaba por encima de los demás.
Justin, su hijo, gritaba su nombre, pedía ayuda, suplicaba salvación.
Justin, que había muerto sólo un año antes, con su pequeño cuerpo seco y consumido por la leucemia.
Y, como siempre, lo único que Madison podía hacer era contemplar, indefenso, cómo la torre se derrumbaba y caía sobre sí misma, hasta quedar reducida a una inmensa pila de escombros y hierros retorcidos.
Un timbre agudo llenó el aire.
Madison buscó el teléfono mientras los sonidos y gritos de aquella repetitiva pesadilla seguían resonando en los huecos de su cabeza. Perlas de sudor frío goteaban desde su cabello hasta caer en la almohada húmeda.
Se frotó los ojos y apretó el auricular contra el oído.
—¿Diga?
—Buenos días, Christian. Soy mamá. ¿Estás levantado? Son más de las siete...
Madison respiró hondo e intentó obviar los intensos latidos de su corazón. Se debatió con las pegajosas sábanas de algodón blanco que se le enredaban en el torso.
—Hola, mamá.
Se pasó la palma sudorosa de la mano por la cara.
—Estoy en pie —mintió Madison—. Me he levantado a las seis. Acabo de terminar de leer el periódico y de tomarme un café. Se produjo una pausa.
—Sólo quería saber cómo te encontrabas. Asegurarme de que estás bien —dijo ella.
—Estoy bien, mamá. No te preocupes. Y dile a papá que tampoco se preocupe. Todo va bien.
Ella lanzó un suave suspiro.
—¿Estás seguro de que no quieres venir a casa a pasar un par de días? Puedes quedarte en el cuarto de invitados. Deja que te prepare comida casera. Hoy no deberías estar solo.
Madison echó un vistazo al despertador digital de su mesita de noche.
Las 7.04 de la mañana.
Once de junio.
«El cumpleaños de Justin.»
Justo al lado del despertador Sharper Image había una foto enmarcada: un chico, vestido con una sudadera de Scooby-Doo que le iba una talla grande como mínimo, sonreía a la cámara montado en un viejo caballo de carga en la base del Gran Cañón. La mirada de Madison se posó en su traviesa sonrisa y en sus brillantes ojos azules.
—Christian, ¿estás ahí?
Por un instante se planteó aceptar la oferta, pero luego la rechazó.
—Gracias, de verdad, pero estoy bien. Además, la conferencia de biogenética está a la vuelta de la esquina. No puedo permitirme el lujo de irme en estos momentos.
Otra pausa incómoda.
—¿Recibiste la postal que te envié?
—Sí. Disculpa. Quería llamarte para darte las gracias por la tarjeta. Y por el dinero.
La señora Madison siempre adjuntaba un flamante billete de diez dólares a las tarjetas que enviaba a su hijo, y que solían llegar por correo ordinario antes de vacaciones o de alguna otra ocasión señalada.
—Y prometo comprarme algo que me anime.
Ése era el requisito perenne que la señora Madison imponía a todos sus regalos en metálico, doblados en el interior de cualquier tarjeta Hallmark: exigía que el dinero se usara para comprar algo que hiciera ilusión.
—Será mejor que así sea —replicó ella.
Madison pudo percibir una sonrisa en su voz.
Tras otro breve silencio, ella formuló la temida pregunta.
—¿Has hablado con Kate?
El estómago le dio un vuelco al instante. Volvió a tumbarse en la cama y dejó caer la cabeza, boca abajo, fuera de los límites del colchón.
—No. Hace tiempo que no.
—Quizá deberías volver a llamarla.
—Creo que no, mamá.
Christian y Kate se habían separado poco después de que Justin exhalara su último aliento. La pérdida de su único hijo había roto el matrimonio de un modo que, Madison no tenía duda alguna, era definitivo.
Por una vez su madre no insistió.
—Christian, pienso encender una vela en la iglesia en honor de Justin. Deberías volver a misa. Asistir a los servicios religiosos te haría bien. El padre Donovan siempre pregunta por ti.
Madison llevaba años sin pisar la iglesia. Educado como católico, había dejado de ir a misa después de graduarse en el instituto e ingresar en la universidad. La única vez en que había entrado en una iglesia durante la última década había sido el día del entierro de Justin.
—Tal vez tengas razón —dijo él.
—Bien. Bueno, no te entretengo más. Pero llámame esta noche. Sólo para quedarme tranquila —dijo ella. Madison se pasó el teléfono a la otra oreja.
—De acuerdo, mamá, trato hecho. Te llamo luego.
—Que tengas un buen día, Christian.
Madison colgó el teléfono y, sentado en el borde de la cama, se frotó los ojos. Los recuerdos de los últimos días de su hijo aparecieron en su mente.
Justin, reducido al fantasma de un niño, yacía frágil y enfermo sobre las rígidas sábanas blancas de la cama del hospital. Un amasijo de tubos y cables le inundaba el pecho, conectando su cuerpo agonizante a bolsas de suero, monitores y máquinas.
—No —dijo Madison.
Apartó los recuerdos de su conciencia y paseó la mirada por el dormitorio de su pequeño apartamento. En él reinaba un caos absoluto.
Una montaña de ropa sucia dominaba una de las esquinas del cuarto. Cajas de libros apiladas contra la pared que había enfrente de la cama de matrimonio oscurecían parte del gran ventanal que daba a un diminuto parque situado tres pisos más abajo.
En una gran mesa de caoba, y rodeando a un portátil colocado en el centro, montañas dispersas de papeles y materiales de consulta marcados con profusión de pósits amarillos amenazaban con perder su precario equilibrio y diseminarse por el suelo.
Tras estirar los brazos por encima de la cabeza para sacudirse la tensión del cuello y los hombros, Madison se obligó a salir de la cama y anduvo sobre el pulido suelo de madera. Vio su reflejo en el espejo antiguo que había sobre la cómoda de caoba. Su imagen, que le devolvía la mirada con cierta curiosidad, parecía cansada.
Sus ojos azul pálido, rodeados de ojeras enrojecidas, estaban hinchados después de varios días de dormir mal. La fuerte línea del mentón revelaba la sombra de una barba incipiente y su cabello oscuro, alborotado en varias direcciones, enmarcaba un rostro atractivo pero fatigado.
«Hoy —podía jurarlo— no va a ser un buen día.».