Capítulo 1
11 de junio, 4.32 de la madrugada.
Manhattan, Nueva York.
El reloj de la mesita de noche marcaba las 4.32 de la madrugada. Y seguía sin dormir. Una vez más.
Christian Madison, doctor en Genética por la Universidad de Stanford y de Matemáticas no lineares por la de Columbia, odiaba tomar pastillas.
Sobre todo somníferos.
Le provocaban una especie de resaca por la mañana, una sensación de aturdimiento y mareo. De manera que daba vueltas y vueltas, hora tras hora, mientras esperaba anhelante que el sueño le venciera, ni que fuera durante un breve espacio de tiempo.
«El tiempo cura todas las heridas.»
¿Cuántos amigos y colegas cargados de buenas intenciones habían repetido aquel triste proverbio? Madison había perdido la cuenta.
El tiempo no había traído curación alguna. Sus recuerdos de Justin seguían tan agudos y penetrantes como siempre. La mayoría de noches, después de que el mundo se quedara quieto, él se limitaba a tumbarse en la oscuridad y se dedicaba a recordar.
Madison evocaba la aplastante sensación de indefensión que torturó su alma mientras el cuerpecillo de su hijo de seis años se consumía.
Madison odiaba el cáncer.
ODIABA el cáncer con una ira intensa enterrada en algún rincón desconocido de su mente.
Las sábanas estaban empapadas de sudor. Madison apartó la colcha de una patada. Dio la vuelta a la almohada para aprovechar el lado fresco.
Madison cerró los ojos y rezó para conseguir un descanso sin sueños.
* * *
Al otro lado de la ciudad, en la planta treinta y cuatro de la Millennium Tower en el bajo Manhattan, el doctor Joshua Ambergris contemplaba con ojos fatigados una gran pantalla de plasma. Manejaba el teclado del ordenador con los dos dedos índices.
Un antiguo reloj de caoba marcaba los minutos que faltaban para las cuatro treinta. A aquellas horas tan tempranas el silencio era abrumador.
«¿Cuánto tiempo llevo despierto? ¿Cuarenta y ocho horas? ¿Cincuenta y seis?»
Ambergris se secó el sudor de la frente y se pasó los dedos por el cabello oscuro, largo y salpicado de invasoras hebras grises que se abrían paso desde sus sienes. A sus cuarenta y tres años, Ambergris era un genio indiscutido en su campo. Genetista galardonado con el premio Nobel y socio fundador del imperio de biotecnología Triad Genomics, era un hombre rico y respetado.
Un ruido débil quebró el silencio.
Ambergris se quedó helado y logró desviar la mirada hacia la puerta abierta de su despacho. El corazón le palpitaba con fuerza.
Pasaron varios segundos.
El ruido no se repitió.
Inquieto, el doctor Ambergris paseó la mirada por la sala. Su espacioso despacho era un ejemplo de contrastes. El equipamiento informático más moderno reposaba sobre una mesa francesa del siglo XVII. Volúmenes encuadernados en piel se alineaban sobre estantes de metal junto a pilas de publicaciones técnicas. Encima de la mesa, montones de libros sobre misticismo hebreo, las pirámides de Giza y mitología antigua enmarcaban los extremos de las impresiones informáticas que detallaban prolongadas secuencias de código genético: ACT GCT GAG TCT AGC TGT CAG AGG TGT GAA GTC GAG CTA GTC ACT GCT GAG TCT AGC TGT CAG AGC TGT GAA GTC GAG CTA GTC ACT GCT GAG TCT AGC TGT CAG AGC TGT GAA GTC GAG CTA GTC. Los márgenes de las impresiones estaban llenos de anotaciones manuscritas de Ambergris.
Por un momento, los ojos del doctor se posaron en una fotografía enmarcada que había en la pared situada frente a su escritorio. La imagen mostraba a su padre, Maximillian Ambergris, un eminente historiador, estrechando la mano del presidente Lyndon B. Johnson en una recepción ofrecida en el Museo Peabody de Historia Natural de la Universidad de Yale.
Al lado de esta foto había colgada una reproducción en imágenes del Código Dresde, un texto maya precolombino. Hileras de jeroglíficos mayas se disponían en forma de cenefa sobre las dos serpientes entrelazadas. Debajo, sobre la cómoda, un diagrama del calendario maya descansaba sobre un cuadro astronómico que detallaba la precisión de los equinoccios.
El doctor Ambergris devolvió su atención a la pantalla del ordenador.
«Ya casi está terminado.»
Con varios golpes rápidos, Ambergris acabó de teclear. Dejó el dedo suspendido sobre la tecla de enter.
«Tal vez sea el descubrimiento más asombroso en la historia de la humanidad.»
«El secreto más antiguo del ser humano.»
Una sombra se proyectó sobre la pantalla de plasma. Por el rabillo del ojo, Ambergris contempló asombrado una silueta que se hallaba en la puerta. Se apresuró a darle al enter.
El hombre de la puerta carraspeó.
Ambergris se giró, sentado en su silla.
Era un asiático vestido de blanco, apoyado con aire informal en el quicio de la puerta. Llevaba guantes de látex en las manos, como un cirujano. El cabello sedoso del intruso caía sobre sus musculosos hombros en forma de largas trenzas. En la impoluta pernera izquierda del pantalón llevaba dibujado en rojo un carácter del alfabeto japonés.
Ambergris sintió que un escalofrío le erizaba la piel.
«Se acabó. Me ha llegado la hora.»
El intruso levantó una larga jeringuilla y le dio unos toquecitos con la uña del dedo corazón. Una fina corriente de líquido salió de la aguja mientras él despejaba las burbujas del denso fluido.
—Buenas noches, doctor Ambergris. Estoy encantado de conocerle —dijo el hombre de la aguja. Esbozó una sonrisa amable—. Puede llamarme señor Arakai. De hecho, insisto en que lo haga.
Los nudillos blancos de Ambergris se aferraron a la silla.
—Si va a matarme, hágalo de una vez —dijo Ambergris. Arakai sonrió. Sus ojos de color ámbar desprendían un brillo malicioso.
—Tenga paciencia, doctor Ambergris. Antes charlemos un rato. Su muerte no tardará en llegar.
Arakai extrajo un cuchillo de hoja larga y fina de los pliegues de su chaqueta. Sus ágiles movimientos revelaron un tatuaje en la parte interna de la muñeca izquierda.
El tatuaje mostraba dos serpientes entrelazadas.