Capítulo 12
Despacho de Christian Madison.
Millennium Tower, planta 34.
Manhattan, Nueva York.
—¿No vamos a la suite ejecutiva? —preguntó Madison a su hosco acompañante.
—No —contestó Crowe—. El señor Giovanni le espera en el despacho del doctor Ambergris.
Dante Giovanni y Joshua Ambergris eran los socios fundadores de Triad Genomics. Ambergris dirigía la investigación genética que lograría el triunfo del Proyecto Genoma Humano, pero fue Giovanni quien aportó los conocimientos financieros y los contactos empresariales a la empresa, llevándola desde unos humildes principios como negocio en ciernes a una IPO de miles de millones de dólares. Dante Giovanni era el director general de Triad Genomics y el consejero delegado de la junta de accionistas.
Doblaron por una de las esquinas del laberinto de pasillos de la planta treinta y cuatro, y Madison distinguió a Giovanni junto a la puerta del despacho de Ambergris, situado en otra esquina. Hablaba con frases tajantes a una joven agente de seguridad, que se apresuró a partir para cumplir sus instrucciones.
Dante Giovanni presentaba, como siempre, un formidable aspecto. Siempre iba peinado a la perfección, con la manicura hecha, como si acabara de salir de una conferencia de prensa. Con una abundante mata de pelo gris y dos hileras de dientes blanquísimos, Giovanni era la imagen estereotipada del director general de una gran empresa.
Estrechó con decisión la mano de Madison mientras le cogía por el otro codo, en un gesto típico de políticos.
—Doctor Madison, gracias por venir. Me temo que tengo noticias muy graves. —Madison se mantuvo expectante—. El doctor Ambergris ha muerto. Lo han encontrado en su despacho, junto a su mesa, esta mañana.
Madison no consiguió articular palabra.
—¿Qué? No puede ser. Tenía una salud de hierro. Debe de tratarse de un error.
—No. No es ningún error —dijo Giovanni—. Doctor Madison, Joshua Ambergris ha sido asesinado.
El cerebro de Madison se negaba a procesar esa información.
—¿Qué?
Giovanni apoyó una mano en la puerta del despacho de Ambergris y la empujó. En el interior reinaba el más absoluto desorden: papeles y libros diseminados por todas partes. En el suelo, junto a la sólida mesa, una sábana blanca cubría la silueta inmóvil de Ambergris.
—¡Dios mío! —exclamó Madison.
El corazón le latía aceleradamente.
Crowe no mostró emoción alguna. Su expresión se mantuvo estoica: su cara de póquer no dejaba adivinar ningún pensamiento. No obstante, Madison advirtió que tenía el puño izquierdo firmemente cerrado.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Madison—. ¿Quién ha hecho esto?
—No lo sé —dijo Giovanni mientras apoyaba una mano sobre el hombro de Madison—. Pero lo averiguaremos.