Capítulo 33
Zona de seguridad.
Millennium Tower, planta 34.
Manhattan, Nueva York.
—¡Corre! —gritó Madison.
Se dirigieron hacia una escalera lateral seguidos por Occam y Zoovas.
—Venga —gritó Madison al tiempo que arrastraba a Grace al otro lado de la puerta y bajaba el primer tramo de escaleras.
Llegaron al rellano siguiente justo cuando Occam y Zoovas empezaban a bajar.
—Este piso no —dijo Grace, jadeante—. El próximo.
Madison bajó los escalones de tres en tres hasta llegar a la planta inferior. Grace seguía a su lado.
—Por aquí —dijo ella mientras empujaba la puerta que conducía a la planta treinta y dos.
Un sinfín de crujidos y aullidos les asaltó los oídos.
—Los primates del laboratorio —explicó ella.
El hedor a orina y heces era abrumador. El aire estaba plagado de una ensordecedora cacofonía de gritos y aullidos emitidos por los infelices habitantes de las numerosas jaulas metálicas. Monos y simios sacudían las puertas de sus pequeñas cárceles y pasaban los dedos por los barrotes de las jaulas.
—Por aquí —dijo Grace—. Mantente alejado de las jaulas.
Pequeñas manos salían entre los barrotes y los agarraban de la ropa. Un mono colobo gritó y lanzó una fruta medio mordida a Madison. Esta le dio en el hombro antes de caer al suelo.
Un técnico de laboratorio vestido de azul apareció en el extremo opuesto de la sala.
—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó.
Madison no se arredró y se abalanzó contra el técnico.
—¡Espera! —gritó éste, perplejo, al tiempo que levantaba las manos.
Madison se lanzó contra el hombre y lo derribó contra una fila de jaulas; el golpe produjo un intenso ruido metálico. Manos y dedos salieron de entre los barrotes, arañando la cara y el cuello del técnico, lacerándole la piel con sus pequeñas garras.
—Christian... —dijo Grace.
—Vete —ordenó él, y señaló una puerta abierta.
El técnico gritaba de dolor mientras intentaba zafarse del ataque de los monos hostiles. La sangre le resbalaba por la cara. Pisó un trozo de plátano masticado y cayó al suelo.
Zoovas y Occam irrumpieron en el laboratorio de primates desde la escalera.
—¡Deténgase, doctor Madison! —gritó Occam.
Madison agarró al técnico por el pie y lo apartó de la línea de ataque de los furiosos simios.
—Vamos —gritó Grace.
Madison soltó el pie del técnico y corrió hacia su voz. Detrás de él, tres monos salieron de sus jaulas; el cierre se había abierto después que el técnico impactara contra la puerta metálica.
Zoovas se quedó paralizado.
—¿Esos bichos son peligrosos?
Occam se rió.
—¿Te asustan unos monitos?
—Los monos, no —respondió Zoovas—. Me da miedo lo que pueden llevar dentro. Occam palideció. —Mierda.
Empezó a hablar a gritos por la radio.
Dieron media vuelta y corrieron hacia la escalera; al cruzar la puerta, la cerraron de un portazo. Poco después, el agudo sonido de una sirena empezó a ulular.
Madison y Grace atravesaron un estrecho pasillo que conectaba los distintos laboratorios animales de Triad Genomics. El ensordecedor eco de la alarma resonaba por las paredes.
—Tenemos que encontrar otra escalera —dijo Grace.
A sus espaldas se oyó un grito.
—¡No se muevan!
Tres guardias de seguridad acababan de doblar por una esquina, a veinte metros de distancia, con las armas en ristre.