Capítulo 56

 

Biblioteca Beinecke de manuscritos y ejemplares únicos.

Universidad de Yale.

New Haven, Connecticut.

 

La tormenta se desató poco después de que anocheciera. Un viento desapacible trajo consigo hinchadas nubes negras que descargaron sobre el campus universitario con furia inusitada. Cortinas de lluvia azotaban las ventanas de la biblioteca. Ensordecedores truenos acompañaban el resplandor de los relámpagos.

En la galería de la biblioteca Beinecke, la doctora Bowman extrajo con sumo cuidado el manuscrito maya del expositor. Mientras lo sostenía con delicadeza en sus arrugadas manos admiró los gastados colores de los ricos y detallados jeroglíficos que aparecían en el Popul Vuh.

Su mente retrocedió años atrás hasta evocar la expedición que había realizado a Centroamérica con Maximilian Ambergris en busca de algún resto de la historia maya. Recordaba como si hubiera sido ayer su primera impresión de la espesa selva de Belice.

El avión en el que viajaban acababa de cruzar una densa masa de nubes blancas cuando el piloto anunció que se hallaban en el espacio aéreo de Belice. A gran distancia, el mar Caribe mostraba su intenso color azul salpicado de suaves olas blancas. Cerca de la orilla, una cadena de islas y un serpenteante arrecife de coral separaban las tranquilas aguas de la costa de las aguas profundas y, de un azul más oscuro, del mar Caribe.

Desde aquella perspectiva magnífica, a siete mil quinientos metros de altura, la selva de Belice era una alfombra inmensa de color verde esmeralda cruzada por intrincados ríos que parecían serpientes. Cordilleras de montañas interrumpían la monocromática extensión verde de la selva tropical.

Escondidas debajo de aquella frondosa vegetación, cientos de ruinas mayas ofrecían su testimonio mudo de la existencia de una antigua civilización. Los sinuosos caminos que recorrían la prístina selva eran como pinceladas de un ocre rojizo sobre el frondoso verde del suelo.

Bowman dejó que sus recuerdos acariciaran aquel bello momento antes de volver a la tarea que tenía entre manos. Con movimientos lentos y serenos llevó aquel frágil y antiguo texto hasta la sala de lectura. Fue desdoblando sus páginas sobre la gran mesa con enorme cuidado. El olor a moho del áspero papel volvió a despertar los vividos recuerdos de la expedición a la selva centroamericana.

La tumba maya donde encontraron el Popul Vuh había sido descubierta por un muchacho maya, Pakal Q'eqchi, y su hermana Aluna. El chico había muerto en las cuevas que había debajo de la tumba y el doctor Ambergris se había enterado del hallazgo a través de una conocida, una doctora de Médicos Sin Fronteras que atendió a Aluna en el primitivo y pequeño dispensario del pueblo de la joven.

 

* * *

 

11 de agosto de 1983

Belice, Centroamérica

35° 13' N; 84° 23' O

 

En la profundidad del laberinto de cuevas bajo el templo del Jaguar, Georgia Bowman y Maximilian Ambergris encontraron una puerta de madera encajada en la pared de roca. A su alrededor, huellas de manos hechas con brillantes pigmentos aparecían estampadas en la piedra.

Al otro lado de la puerta había un pasillo que conducía al interior de la tumba. Motas de polvo flotaban en los delgados rayos de sol que atravesaban el techo del pasillo y dibujaban círculos de luz en el suelo de piedra.

Bowman cruzó el umbral de la puerta con cautela.

—Vamos. Iremos con cuidado.

Cuando vio que el doctor Ambergris titubeaba, ella se giró y le cogió de la mano.

El aire de la caverna era cálido, estático. En la pared de la izquierda un elaborado relieve mostraba representaciones a tamaño real de sacerdotes mayas ataviados con trajes ceremoniales. Dos se erguían en rígida solemnidad, con cetros emplumados en las manos, flanqueados por asistentes de sexo femenino.

La pared de la derecha daba paso a tres estrechas cámaras abovedadas separadas por gruesos tabiques. En la pared interna de cada cámara se hallaba una tabla maya cubierta de delicados jeroglíficos. La luz era muy escasa.

—Está demasiado oscuro para discernirlo, pero es raro ver tablas jeroglíficas dispuestas de este modo. Me muero de ganas de leerlas —dijo Bowman.

Ambergris estornudó con fuerza.

—Jesús —se dijo a él mismo—. Esto está lleno de polvo.

Sobresaltado por el ruido, un alargado lagarto verde salió de una de las cámaras y huyó por el pasillo en dirección al interior de la pirámide.

—Avancemos un poco más —propuso Bowman—. La estructura parece estable. No creo que haya peligro de derrumbamiento.

Se adentraron unos cincuenta metros en el cada vez más lóbrego pasillo. El único ruido que quebraba el silencio era el eco lejano del goteo del agua. Desde las paredes, relieves de guerreros y sacerdotes mayas contemplaban a la pareja de científicos.

—Resulta un poco tenebroso —comentó Ambergris.

Bowman se paró en seco.

—¿Qué...?

—Chist —susurró ella.

Se agachó y sus ojos escrutaron la penumbra. Al fondo unos ojos brillantes le devolvieron la mirada. Un aullido baboso, chirriante, emanó de las sombras.

—¿Qué es eso?

Bowman fue incorporándose lentamente.

—Despacio. Haz movimientos muy lentos.

Mientras retrocedían muy despacio, una forma emergió de las sombras para detenerse al amparo de la oscuridad.

—No te pares —susurró Bowman.

Un enorme y robusto jaguar apareció ante ellos. Sus ojos recogían la escasa luz y brillaban como joyas de oro en la estancia negra. Largo y esbelto, su pelo era de un color castaño marcado por un distintivo estampado de rosetas. El depredador pesaba al menos noventa kilos y medía un metro de alto.

—¡Mierda!

El jaguar apretó sus afilados y curvados dientes. Azotó el suelo con la cola, en señal de enfado.

—No levantes la cabeza. No le mires a los ojos —susurró Bowman—. Nada de movimientos bruscos. Limítate a retroceder lentamente.

Ambergris no contestó. El corazón le latía a cien por hora. La adrenalina le recorría el cuerpo. El jaguar abrió las fauces mientras los contemplaba con agresividad.

—Es sólo un lindo gatito —dijo Bowman.

El jaguar titubeó durante un momento; le temblaba el bigote. Luego se lanzó hacia ellos por el pasillo, con las orejas pegadas a la cabeza. Las garras del jaguar resonaban sobre el suelo de piedra. Su gruñido fue subiendo de volumen.

Ambergris notó que le invadía el pánico. La respiración se le aceleró, los músculos del estómago se contrajeron de forma instintiva.

—¡Corre, corre! —gritó.

Apresuró el paso y tiró de Bowman, que tropezó aunque logró recuperar el equilibrio.

El felino se quedó inmóvil, agazapado. Entrecerró los ojos y miró con desconfianza a los intrusos. Abrió sus poderosas fauces y rugió. Fue un rugido agudo, intenso, que resonó por las paredes del pasillo.

 

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