Capítulo 46
Autobús metropolitano.
Zona alta de Manhattan, Nueva York.
El frescor del aire acondicionado del autobús fue una bendición. Habían recorrido siete manzanas desde la casa del doctor Ambergris antes de coger el bus en un transitado cruce. Madison escogió un asiento de la parte de atrás y se dejó caer en el duro plástico. Grace le imitó, sentándose al lado.
Cuando por fin recuperó el aliento, Grace susurró a Madison al oído:
—¿Lo has visto? ¿Al tipo oriental que atacó a Crowe?
—Sí —dijo Madison mientras se masajeaba el tobillo herido.
—¿Quién diablos era? ¿Y por qué nos espiaba metido en el armario hasta que llegó Crowe?
—No tengo ni idea.
Grace se mordió el labio inferior.
—Y saltó por la ventana detrás de nosotros, pero no vi que nos persiguiera cuando llegamos a la calle. ¿A qué vino eso?
—Grace, no lo sé... no tengo ni idea.
—Debería haberme llevado las cartas. Menudo desperdicio. Grace se repantigó en el asiento y apoyó la cabeza en el hombro de Madison.
—Déjame volver a ver el e-mail.
Él sacó la hoja doblada del bolsillo. Grace la desdobló sobre su regazo y alisó las arrugas con los dedos. Durante varios minutos contempló en silencio la parrilla de números.
—Bien, ¿qué sabemos hasta ahora? El doctor Ambergris trataba de decirnos algo. Sesenta y cuatro números dispuestos en un cuadro. Pero no en un cuadro cualquiera. Números en un cuadrado mágico. Y sabemos que la raíz de este cuadrado mágico es doscientos sesenta. Un año del calendario maya.
—Pero nos hemos atascado aquí —dijo Madison.
—Estamos pasando algo por alto.
—No es que yo sea un experto en cultura maya.
—Ni yo. Pero las cartas que había en la caja fuerte de Ambergris... —dijo Grace—. Todas de la doctora Bowman. Ambergris pasó mucho tiempo con ella. Y sé que es una experta en civilizaciones antiguas. Quizá nos dejara esas cartas para que la busquemos.
Madison asintió. Miró la hora.
—¿Has estado alguna vez en Yale? —preguntó él.
* * *
Crowe se secó la sangre de su nariz rota y marcó un número en el teléfono móvil. Una voz masculina atendió la llamada.
—Seguridad.
—Soy Crowe. Quiero un registro de las llamadas realizadas por el doctor Joshua Ambergris durante las últimas ocho semanas.
—¿Quiere que le llame luego?
—No —dijo Crowe—. Esperaré.
Crowe dio un puntapié a la silla del estudio de Ambergris, que se desplazó unos metros hasta chocar contra la pared. La nariz seguía sangrándole; las gotas caían al suelo.
La voz volvió al teléfono.
—Bien, lo tengo. ¿Qué está buscando?
—Cualquier llamada a personas ajenas a la empresa y que no sea a su casa o a parientes. Buscad cualquier cosa que se salga de lo común.
El agente de seguridad murmuró entre dientes mientras revisaba la lista de números y nombres.
—Aquí hay algo raro. Aparecen múltiples llamadas a una tal doctora Georgia Bowman, de la Universidad de Yale.
—¿Algo más?
—Sí. Bastantes llamadas al doctor Alberto Vásquez, de la Universidad de Chicago.
—¿Nada más?
—No. Aparte de eso, nada. Sólo las llamadas habituales.
—Dame los números. Y también las direcciones.