Capítulo 37
Residencia del doctor Joshua Ambergris.
Zona alta de Manhattan, Nueva York.
Arakai se arrastró del comedor a la cocina sobre los distorsionados cuadros luminosos que dibujaban los rayos de luz sobre el suelo de madera. El ama de llaves de Ambergris seguía tranquila, sin percatarse de la presencia de Arakai en la casa. Estaba enfrascada en fregar la pica de la cocina, de espaldas a la puerta, mientras silbaba suavemente el tema musical del programa Jeopardy. Un aroma a limón llenaba el aire.
Arakai se arrastró por detrás de la mujer, con movimientos silenciosos, hasta que estuvo lo bastante cerca como para ver los cabellos grises de su nuca. Ahora empuñaba una Taser, tras haber guardado el cuchillo en su escondite.
La descarga de la Taser sobre la espalda de la mujer llegó sólo una fracción de segundo antes de que la primera ola de electricidad viajara por los finos cables que conectaban el seguro a la Taser. Ella emitió un grito de sorpresa y su espalda se arqueó sin querer.
La esponja rosada cayó de sus rígidos dedos y rebotó sobre el suelo de la cocina.
—Deja de silbar de una vez —dijo Arakai.
El aire se llenó de chisporroteos de ozono mientras Arakai mantenía apretado el gatillo de la Taser. Con calma, éste empezó a contar:
—Uno, dos, tres...
Cuando llegó a cinco, Arakai soltó el gatillo, puso fin a la descarga eléctrica y dio un paso al lado.
El cuerpo rígido de la mujer osciló hacia delante y luego hacia atrás, antes de desplomarse sobre el suelo de cerámica: sus músculos cedieron y cayó como un amasijo de goma. Los dedos de la mano izquierda se contorsionaron espasmódicamente dos veces y luego se quedaron rígidos.
Arakai pisó el cuerpo de la mujer que yacía en el suelo y cerró el grifo de agua caliente del fregadero. Aspiró profundamente y llenó sus pulmones de aquel fresco olor a limón.
«Ahora que hemos terminado con la parte sucia del trabajo, doctor Ambergris, veamos dónde guardaba sus cosas privadas.».