Capítulo 32

 

Despacho de Quiz.

Semisótano, Millennium Tower.

Manhattan, Nueva York.

 

El ordenador de Quiz mostraba página tras página del diario de investigación del doctor Ambergris. Las líneas de texto aparecían salpicadas a intervalos de largas secuencias de código genético. De vez en cuando las entradas se saltaban varios días, como si Ambergris no hubiera anotado nada durante ellos.

«O como si alguien hubiera borrado esas entradas en concreto.»

Quiz retrocedió hasta la primera página y empezó a leer.

 

7 de marzo
Christian, escribo esto no sólo para mí, sino también para usted. Con suerte, nunca tendrá que llevar la carga de saber la verdad contenida en estas páginas. Si lee este diario significará que he fracasado y que, reticente, le confío los secretos que he desvelado.
He cometido muchos errores en mi vida. Y al meditar sobre mis numerosos fracasos me encuentro con un error en particular por el que nunca me he atrevido a pedirle perdón. Después de la muerte de su hijo fui incapaz de ayudarle a soportar el dolor. Las cicatrices de mi fracasada relación con mi padre aún sangraban después de su fallecimiento. La pena que veía en sus ojos sólo servía para hacer más intensa la mía. Cuando usted miraba hacia un turbio futuro lleno de incontables días que nunca compartiría con su hijo, yo veía el reflejo de mi propio pasado, lleno de meses y años de palabras no pronunciadas y oportunidades perdidas para siempre.
Lamento profundamente haber esperado a la muerte de mi padre para interesarme por lo que fue la pasión de su vida. Ahora sé que sus logros académicos sobre los misterios de las antiguas culturas de la humanidad le produjeron el mismo sentimiento que experimenté cuando era joven y descubrí las maravillas de la ciencia y la genética.
No tuve ninguna fe en los dioses de mi padre, ni él en los míos. Para él, las respuestas a las preguntas más importantes de la vida yacían firmemente enterradas en el pasado. En cuanto a mí, sólo miraba hacia el futuro.
Cuántas veces trató de despertar mi interés por sus nuevos descubrimientos.
Cuántas veces le escuché con educación, sin el deseo ni la intención de comprender, mientras él trataba de compartir conmigo esos descubrimientos y reflexiones que constituían los momentos más importantes de su vida, esos en los que se sentía auténticamente vivo, aquellos que daban verdadero sentido a su existencia.
Mi padre fue un hombre brillante. Y al constatar mis errores como hijo me sentí impulsado a conocer el funcionamiento interno de su mente. Irónicamente, en mi estudio de sus notas y libros he hallado un tema de interés común.
A lo largo de la historia de la humanidad han existido muchos mitos sobre un gran lenguaje primigenio. Un lenguaje que era algo más que gramática y sintaxis. Un lenguaje original que describía la estructura esencial de la vida. El Ursprache, como ha sido llamado, era, según las creencias, el lenguaje que usó Dios para insuflar vida en Sus creaciones.
Al igual que mi padre, he llegado a la conclusión de que el Ursprache no es un mito. Diría que, más bien, la mitología que rodeó al Ursprache fue un esfuerzo primitivo por parte de los hombres para describir un concepto que estaba más allá de la comprensión humana de los seres de esa época.
Fragmentos de verdad envueltos en capas de leyenda.
¿Qué representa el Ursprache? ¿Qué lenguaje define ese término? Para la ciencia moderna, el ADN es el idioma esencial de la vida, el gran lenguaje primigenio hablado por todos los seres vivos. El ADN, las instrucciones humanas inscritas en el genoma humano, contiene una profecía escrita que se cumple a medida que respiramos cada día.
Dispersas entre los escritos antiguos de las civilizaciones hay muchas referencias crípticas que la ciencia moderna ha pasado por alto. Referencias a conceptos científicos que escapaban a la comprensión de sus autores. Referencias repetidas sin comprender que sus fuentes originales yacen perdidas en las tinieblas de la antigüedad.

 

* * *

 

Quiz se frotó los ojos y dio un buen sorbo a la Coca-Cola light. Un icono parpadeante que aparecía en la pantalla de su ordenador indicaba que el cierre de seguridad seguía vigente.

«¿Qué diablos está pasando?»

 

* * *

 

—¿Está muerto? —preguntó Grace.

—No, aún respira —aseguró Madison mientras se limpiaba la sangre de la mano en la chaqueta de Crowe.

—Salgamos de aquí —instó Grace.

Madison comprobó el pulso de Crowe. Notó un latido lento pero constante. Palpó la placa de seguridad que colgaba del cuello de Crowe y se la arrancó de un tirón.

—Esto nos sacará de aquí —dijo.

Madison dobló la hoja donde había impreso el cuadrado mágico y se la guardó en el bolsillo.

—Vamos.

Grace y Madison se dirigieron a los ascensores de recepción a través de las salas vacías. Madison sentía un dolor punzante en la mandíbula. Notaba el sabor de la sangre en la boca.

—No corras —susurró Madison—. Camina deprisa, pero no llames la atención.

Madison sonrió a Zoovas, que seguía sentado detrás del mostrador de segundad.

—Volvemos enseguida —le dijo—. ¿Te apetece un café exprés?

—Estamos en alerta, doctor Madison —dijo Zoovas—. No puedo dejarle salir de la planta.

Al otro lado del pasillo se abrieron las puertas del ascensor. Occam se hallaba en su interior. Al ver a Madison y a Grace, desenfundó el arma.

 

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