Capítulo 98
Semisótano, nivel C.
Millennium Tower.
Manhattan, Nueva York.
Crowe se incorporó despacio, poniendo mucho cuidado en no cargar el peso en la rodilla derecha. Intentó levantar el brazo derecho. Tras el latigazo de dolor que le bajó por la extremidad, el hecho de que fuera incapaz de mover el hombro le indicó que se lo había dislocado.
Crowe se palpó la rodilla herida.
Por suerte aún le sostenía en pie, pero notaba dolorosos pinchazos por toda la pierna.
«Es el momento del cóctel de la reina.»
Del bolsillo del abrigo sacó una jeringuilla envuelta en plástico. Crowe rasgó el envoltorio y se clavó la aguja en una vena de la muñeca. Se inyectó su contenido con decisión: apuró hasta la última gota.
Crowe recordaba la primera vez que había experimentado la euforia que provocaba el cóctel de la reina, una mezcla de analgésicos y estimulantes que se usaba en combate para luchar contra el dolor y la fatiga.
«Dios salve a la reina.»
Crowe se palpó el hombro dislocado con dos dedos. Con cuidado masajeó la articulación, alineando los huesos a ambos lados del hueso dislocado. Luego se quitó el cinturón y lo dobló por la mitad.
El olor a cuero le llenó la nariz cuando se metió el cinturón en la boca y mordió aquella piel blanda. Ajustó por última vez el hombro dislocado y se giró hacia la pared.
Con un gruñido, Crowe lanzó el peso de su cuerpo contra la pared: los huesos de la articulación del hombro se pusieron en su sitio con un sonoro crujido.
Mientras notaba los efectos del cóctel de la reina que corría por sus venas, Crowe hizo una rotación de hombros.
«Mucho mejor.»
Recuperó la pistola, que estaba tirada en el suelo. La agarró con fuerza y probó el visor láser. Un fino rayo rojo cruzó la habitación.
A medida que los estimulantes hacían su efecto y los analgésicos llenaban su cuerpo de endorfinas sintéticas, Crowe se sintió eufórico.
Poderoso.
Perfectamente consciente de que sus sentidos se aguzaban. Dedicó un momento a reflexionar sobre las opciones que tenía.
«Observa. Oriéntate. Decide. Actúa.»
No tardó en tomar una decisión. Crowe cruzó a toda prisa la puerta. Mientras perseguía a su presa por las entrañas de la Millennium Tower, sus pensamientos se dispararon en varias direcciones distintas, recuerdos e imágenes que se superponían debido a las rápidas sinapsis que realizaba su cerebro. Su mente viajó en el tiempo. Casi pudo oler el cálido viento del desierto mientras en su mente veía la ciudad iraquí donde había perdido su humanidad.
Después de que el ejército de Sadam Hussein hubiera caído bajo el asalto de las fuerzas norteamericanas y británicas durante la segunda guerra del Golfo, la unidad especial donde servía Omar Crowe recorría las calles de Basora en busca de insurgentes y soldados del Ejército Republicano Iraquí, que se ocultaban entre la población civil.
Una noche sin luna durante la primera semana del Ramadán, su escuadrón, formado por seis hombres, registraba un apartamento abandonado en busca de insurgentes cuando Crowe pisó un fino cable escondido en una estrecha escalera, haciendo explotar una bomba que estaba prendida a los desvencijados peldaños. Tres de los hombres de Crowe murieron al instante por la descarga de metralla que llenó aquel reducido espacio. Los otros dos fueron abatidos a tiros por unos insurgentes que llegaron a la escalera después de la detonación. Sólo Crowe, responsable de haber provocado la explosión que había causado la muerte violenta de sus hombres, salió indemne.
Los gritos de agonía de sus compañeros resonaron en sus oídos mientras vaciaba el cargador contra los dos jóvenes insurgentes, fieles a Sadam. Uno de los hombres de Crowe, tendido en las escaleras, pedía ayuda; su cuerpo había quedado seccionado por la violenta explosión. La sangre oscura de su compañero de armas empapó la ropa de combate de Crowe mientras lo acunaba en sus brazos: no lo soltó hasta que emitió su último y ensangrentado aliento.
En el silencio que siguió a aquellos momentos atroces, Crowe sintió que un demonio le poseía. Con la furia terrible de un ángel vengador, recorrió el edificio de apartamentos matando indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños que, llevados por el miedo, se acurrucaban en los rincones de sus diminutos pisos. Cuando una segunda unidad especial lo localizó, Crowe se había quedado sin munición y golpeaba sin piedad el cadáver de un anciano con la culata del rifle.
El gobierno británico licenció a Crowe del ejército sin hacer ruido. El incidente nunca salió a la luz pública. Crowe volvió a Inglaterra y fue de ciudad en ciudad, marginado por los que habían sido sus compañeros. El demonio que llevaba dentro siguió con él.
Dos semanas después, en un sucio bar del East End de Londres, un rollizo marinero de la marina mercante tropezó con él sin querer al pasar y le derramó la cerveza por encima. Crowe enloqueció, la furia le nubló la razón y mató al marinero a golpes con un taburete.
A la mañana siguiente Crowe se despertó esposado, acusado de homicidio. El juicio fue rápido y justo. Un jurado le condenó a cadena perpetua en la infame cárcel londinense de Wormwood Scrubs.
Pero justo cuando parecía que su vida había terminado, la salvación llegó hasta Crowe en forma de un guardia con gafas que llevaba tatuadas dos serpientes entrelazadas en el dorso de la muñeca. El trato era simple: muere en la cárcel o sirve a un nuevo amo. Para Crowe, la decisión fue fácil. Al amparo de la noche fue sacado de la cárcel de Wormwood Scrubs. La Orden le proporcionó una nueva identidad y un nuevo objetivo en su vida. Renació. Ahora Crowe servía a un nuevo amo. Y lo mismo hacía el demonio que vivía en su interior.