Genes, oncogenes y cáncer

Un descubrimiento fundamental sobre el cáncer les valió a J. Michael Bishop y Harol Varmus, de la Universidad de California en San Francisco, el premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1989. La historia empezó hace tres cuartos de siglo.

En 1911, un médico estadounidense, Francis Feyton Rous, anunció que podía transferir el cáncer de un pollo a otro. Si un pollo tenía un tumor llamado «sarcoma», podía triturar el sarcoma, colarlo a través de un filtro muy fino y obtener un líquido claro que no contenía células vivas. Si se inyectaba parte del líquido en un pollo sano, éste desarrollaba un sarcoma. El líquido, por tanto, debía de contener un virus, un agente infeccioso tan pequeño que podía atravesar los filtros. A este virus en concreto se le llamó «virus del sarcoma de Rous» y el descubrimiento implicaba que al menos algunos cánceres eran enfermedades víricas.

Algunos científicos se mostraron escépticos, pero a medida que pasaban los años se encontraron otros casos de inoculación de cáncer en animales mediante inyección y, en 1966, cincuenta años después del descubrimiento, Rous (que por entonces tenía ochenta y siete años y seguía trabajando) recibió el premio Nobel por este motivo.

Se sabía que los virus contenían ácido nucleico, al igual que todas las células vivas. El tipo fundamental del ácido nucleico de las células -ya sean de hombre o de pollo- se conoce como ADN. El ADN fabrica otro tipo de ácido nucleico llamado ARN (ácido ribonucleico), que supervisa la producción de las diferentes proteínas de las células. Hay proteínas de muy diferentes clases y son las que mantienen a las células y a los organismos compuestos de células en perfecto funcionamiento.

Éste es el dogma primordial de la bioquímica: la información genética se transfiere del ADN a las proteínas a través del ARN. Sin embargo, los virus tumorales contienen ARN. Para producir cáncer, tienen que modificar el ADN de las células y desencadenar una serie de cambios. Puesto que, en este caso, la información genética se transfiere del ARN al ADN, a los virus tumorales se les llama «retrovirus» (el prefijo «retro» en latín quiere decir «hacia atrás»).

Hasta mediados de los años setenta, la creencia general entre los científicos era que, de algún modo, las células (humanas o de otro tipo) recibían estos retrovirus del exterior. Los retrovirus permanecían inactivos en las células, latentes la mayoría de las veces, semejantes a bombas de relojería. Más tarde, antes o después, algún efecto, ya fuera radiación, productos químicos u otra cosa, los activaba y exponían a la célula al cáncer.

Pero unos pocos científicos pensaban de forma diferente. Creían que el cáncer no dependía de virus externos, sino que se desarrollaba con el funcionamiento normal de la propia célula. Algunos genes normales de la célula eran en sí mismos bombas de relojería. Estos genes normales eran los que podían ser afectados por la radiación, los productos químicos u otra cosa, y, como consecuencia, se modificaban ligeramente y se convertían en genes anormales que desencadenaban los cambios que provocaban el cáncer. El gen anormal productor de cáncer era un «oncogén» («onco» significa «tumor» en griego). El gen normal, anterior al oncogén, era un «protooncogén» («proto» significa «primero» en griego).

En 1976, Bishop y Varnus publicaron los primeros experimentos importantes que parecían demostrar que la idea del oncogén era correcta. Los protooncogenes ayudaban a controlar los procesos normales de crecimiento y diferenciación celular, multiplicando el número y los distintos tipos de células. Estos procesos normales se detienen cuando el cuerpo cuenta con células suficientes. Cuando los genes normales se convierten en oncogenes, sin embargo, pierden la capacidad de detener su avance. Las células anormales crecen sin límite, invadiendo los tejidos normales, desorganizando el cuerpo y, en general, produciendo un cáncer fatal.

Desde 1976, pruebas adicionales han apoyado esta idea. Resulta que los retrovirus son asimismo productos de los oncogenes, también se pueden formar dentro del cuerpo y no proceden del exterior necesariamente. Por todo ello, Bishop y Varnus recibieron el premio Nobel trece años después de llevar a cabo sus experimentos cruciales.

Cabe presumir que al haberse ampliado los conocimientos sobre el origen del cáncer, los científicos puedan trabajar para identificar los protooncogenes y estudiar con detenimiento la naturaleza de los cambios que dan lugar a oncogenes a partir de ellos. La esperanza se basa en que un tratamiento adecuado podría prevenir o, al menos, disminuir las probabilidades de la formación de oncogenes, o mejorar (e incluso invertir) sus efectos, una vez que se han formado.

Pero ¿por qué razón los genes normales pueden, en cualquier momento, desarrollar cáncer? La vida existe desde hace unos 3500 millones de años, pero hasta hace 800 millones de años no se formaron los organismos compuestos de varias células. Es posible que la evolución todavía no haya perfeccionado el sistema de producir combinación de muchas células, y el cáncer representa una imperfección del proceso que persiste.

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