Una burla de la Justicia[218]

16 de marzo de 1937

El comisionado del pueblo de Justicia de Moscú acaba de publicar el informe «textual» del juicio de los diecisiete (Piatakov, Radek, etcétera) en idiomas extranjeros. Como todos saben, el informe del juicio de los dieciséis (Zinoviev-Kamenev) fue un producto puramente periodístico. El diálogo era interrumpido por frases tales como: «… Smirnov trata de evadir el problema llamando la atención sobre la falta de reuniones… El acusado se defendió tozudamente, tratando de negar su papel dirigente…», etcétera. Todos los testimonios que van en contra de la fraudulenta unidad son eliminados lisa y llanamente del informe, o reemplazados por amonestaciones contra los acusados. Aparentemente, el «informe» satisfizo solamente a dos hombres en toda la faz de la tierra: al abogado londinense Pritt y el abogado parisino Rosenmark. No incluimos a los dirigentes de la Comintern: éstos no necesitaron el informe para declararse satisfechos.

El juicio de Zinoviev-Kamenev había encontrado un eco sumamente desfavorable en la prensa mundial. La tarea más importante del juicio de los diecisiete fue la de rectificar la mala impresión provocada por el juicio de los dieciséis.

El informe que acaba de aparecer no tiene 150, sino 600 páginas. El texto aparece en forma de diálogo. El editor no se molesta en amonestar a los ejecutados. Así, vemos que el informe «textual» revela el deseo de la GPU de respetar a la opinión pública. Es cierto que el juicio de Piatakov-Radek mostró mayor cantidad de lagunas, contradicciones e inexactitudes que el de Zinoviev-Kamenev. Sin embargo, resulta difícil reprochárselo a los organizadores: ya la filosofía antigua nos enseñó que nada puede salir de la nada. La esencia de la acusación, carente de fundamentos reales, pertenece al reino de la alquimia jurídica. Inevitablemente, las leyes de la materia vencerán a la fantasía especulativa. Ya he revelado sintéticamente la incoherencia fundamental, las contradicciones materiales parciales y los simples disparates del juicio de enero, en mis declaraciones a la prensa y en el discurso que trasmití al mitin realizado en el Hipódromo de Nueva York[219]. Mi último libro Los crímenes de Stalin, los analiza detalladamente. Pero si los alquimistas de la GPU no pudieron, tampoco en esta ocasión, alterar las leyes de la materia, al menos trataron de utilizar su experiencia de los desastres anteriores para que el nuevo producto muestre la mayor semejanza externa con el oro.

A juzgar por sus dimensiones, el informe del juicio Piatakov-Radek va dirigido a los especialistas. Ahora la GPU está tratando de organizar una «evaluación jurídica» internacional por intermedio de sus agentes políticos y literarios de varios países; lo que busca es que conocidos abogados certifiquen que las víctimas de la Inquisición fueron fusiladas de acuerdo con las reglas fijadas por los propios inquisidores.

En el fondo, el certificado de que se han respetado formalmente las reglas externas y los ritos de la jurisprudencia, posee un valor cercano a cero. La esencia del problema radica en la preparación y la conducción del proceso. Pero aun si dejamos momentáneamente de lado los problemas decisivos que se encuentran fuera de la sala del tribunal, la única conclusión posible es que los procesos de Moscú son una burla lisa y llana de la justicia. En el vigésimo año de la revolución, toda la investigación se lleva a cabo en el más riguroso secreto. La vieja generación bolchevique comparece en su totalidad ante un tribunal militar integrado por tres funcionarios impersonales. El proceso es dirigido por un fiscal que siempre ha sido y es un adversario político de los acusados. Estos renuncian a la defensa, el procedimiento carece del menor vestigio de independencia. No se presentan pruebas materiales ante la corte. No se interroga a los testigos de cargo ni de descargo. Por razones desconocidas, están ausentes toda una serie de acusados que formaron parte de la indagación judicial.

Dos de los principales acusados (¡y condenados, pero nunca procesados!) se encuentran en el extranjero: no se les notifica del juicio. A pesar de la extrema gravedad de los cargos, el gobierno ni siquiera intenta tramitar su extradición. Se publica la acusación y el anuncio del proceso cuatro días antes de la apertura de las sesiones. De esta manera, al acusado principal y a los testigos que viven fuera de Rusia se les niega la posibilidad de presentar testimonios, preparar las pruebas materiales y, en general, de tomar las medidas que consideren necesarias para esclarecer la verdad.

El diálogo judicial es un juego de preguntas y respuestas. El fiscal no formula una sola pregunta concreta que pudiera causarle dificultades al acusado, o que sirviera para revelar las incoherencias materiales del testimonio. El magistrado que preside el tribunal apoya respetuosamente el trabajo del fiscal. Es precisamente en el informe «textual» donde se revelan los silencios malévolos del fiscal y de todo el tribunal, y su consiguiente participación en el fraude, no sólo antes, sino también durante el juicio, cuando el telón ya ha sido alzado. Sobra decir que el informe en sí no inspira la menor confianza. Una evaluación honesta debería partir del examen de la versión original. La compulsión de la versión publicada con aquélla revelaría una multitud de omisiones y correcciones perpetradas por los organizadores del proceso.

Sin embargo estas consideraciones, pese a toda su importancia, poseen un carácter secundario y terciario, ya que hacen a la forma del fraude, no a su esencia. Es de imaginar que, en teoría, si Stalin, Vishinski y Iejov, en un periodo de cinco o diez años, siguen teniendo la posibilidad de montar sus juicios con impunidad, perfeccionarán su técnica al punto tal que los elementos de jurisprudencia coincidirán entre sí y con las leyes existentes. Pero la perfección jurídico-técnica no los acercará a la verdad ni por un milímetro.

Lo importante es que la evaluación «puramente jurídica» no busca establecer la verdad; en caso contrario, habría que reconocer y decir que en un juicio político tan excepcionalmente importante, el jurista no puede aislar las condiciones políticas que dieron origen al proceso y bajo las cuales se realizó la indagación judicial; más concretamente, no puede dejar de tener en cuenta la opresión totalitaria que, en última instancia, determina la actuación de todos los numerosísimos participantes en el juicio: acusados, testigos, jueces, defensores y el propio fiscal.

Aquí llegamos al quid de la cuestión. Bajo un régimen incontrolable y despótico que concentra en sus manos todos los medios de coerción económica, política, física y económica, un proceso judicial deja de ser un proceso judicial. Es una farsa judicial donde los papeles están prescritos de antemano. Los acusados aparecen en escena después de una serie de ensayos que le aseguran a priori al director que los comediantes cumplirán estrictamente sus papeles. En este sentido y en todos los demás, los procesos judiciales son la cristalización del régimen político general de la URSS.

En todos los mítines los oradores dicen exactamente lo mismo; se ponen a tono con el orador principal, sin la menor consideración por lo que ellos mismos dijeron el día anterior. Todos los artículos periodísticos explican la misma directiva empleando los mismos términos. Al compás de la batuta del director, los historiadores, los economistas, e inclusive los estadísticos, reconstruyen el pasado y el presente con absoluto desprecio por los hechos, los documentos y las ediciones anteriores de sus propios libros. En guarderías y escuelas los niños exaltan a Vishinski y maldicen a los acusados, empleando todos las mismas palabras. Nadie actúa por propia voluntad; todos la violan.

El carácter monolítico del proceso judicial, en el que cada acusado trata de superar a los demás al repetir las fórmulas del fiscal, no constituye una excepción a la regla, sino la expresión más repugnante del régimen inquisitorial totalitario. Lo que desfila ante nuestros ojos no es un tribunal, sino un teatro en el que los actores realizan sus papeles bajo el cañón de una pistola. La actuación puede ser buena o mala; pero eso tiene que ver con la técnica de la inquisición, no con la justicia. Un billete falso puede estar tan mal hecho que la inspección más superficial lo descubre. Los buenos falsificadores hacen productos de buena calidad. Pero ¿de qué sirve el «experto» que se limita a examinar la forma externa, la estampa del billete, sin tener en cuenta su peso específico y otras propiedades? La evaluación «puramente jurídica» del proceso de Moscú se reduce en el fondo a investigar si el fraude estuvo bien o mal hecho. Formulada de esa manera, la cuestión ya aparece como una forma de ayudar a los falsificadores.

Para aclarar el problema con mayor vigor, en la medida que sea necesario aclararlo, tomemos un ejemplo del dominio del derecho constitucional. Tras tomar el poder, Hitler declaró, contrariamente a todas las expectativas, que no tenía la menor intención de modificar las leyes fundamentales del estado. Evidentemente, la mayoría de las personas ha olvidado que en Alemania sigue vigente la constitución de Weimar: Hitler llenó ese cascarón jurídico de un contenido totalitario. Imaginemos a un experto que se ajusta sus doctas gafas con el fin de estudiar, sobre la base de los documentos ofíciales, la estructura del estado alemán «desde el punto de vista puramente jurídico». Después de algunas horas de esfuerzo intelectual, descubrirá que la Alemania hitleriana es una clarísima república democrática, (sufragio universal, un parlamento que le otorga plenos poderes al Führer autoridades judiciales independientes, etcétera, etcétera). Sin embargo, cualquier hombre cuerdo exclamará que una «valuación» jurídica de este tipo es, en el mejor de los casos, una manifestación de «cretinismo jurídico».

La democracia se basa en la lucha irrestricta de las clases, partidos, programas e ideas. Si se ahoga esta lucha, queda sólo un cascarón vacío, que sirve para enmascarar una dictadura fascista. La jurisprudencia contemporánea se basa en la pugna entre la acusación y la defensa, librada bajo ciertas formas jurídicas. Cuando intervienen fuerzas extrajurídicas para ahogar la competencia entre las partes, las formas jurídicas, cualesquiera sean, sirven para enmascarar a la Inquisición. La persona que busca determinar el carácter de la justicia de Stalin aislándola de la situación política que da origen a los procesos, inigualados en toda la historia, actúa como abogado defensor de Vishinski. No cabe duda de que Vishinski necesita abogados. Pero semejantes sirvientes de la justicia «pura» sólo pueden ocultar, nunca revelar la verdad material. Una auténtica investigación de los procesos de Moscú no puede dejar de abarcar todos estos aspectos. Por supuesto que utilizará los informes «textuales». Pero no como elemento aislado, sino como parte integrante de un grandioso drama histórico, cuyos factores determinantes pertenecen a la trastienda del drama judicial.

Escritos , Tomo V
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