Por qué confesaron crímenes que no habían cometido[43]
1.º de enero de 1937
Durante la noche sonaron las dos sirenas del buque tanque; el cañón disparó dos salvas: el Ruth saludaba al Año Nuevo. Nadie respondió. Durante toda la travesía creo que nos cruzamos con dos barcos. Seguimos una ruta desacostumbrada. Sin embargo, el funcionario policial fascista que nos acompaña recibió un telegrama de saludo de su ministro socialista Trygve Lie. ¡Sólo le faltaron los saludos de Iagoda y Vishinski!
Si quisiera defenderme de las acusaciones de Moscú de la manera más sencilla, diría: “Durante los diez últimos años, lejos de asumir responsabilidad alguna por Zinoviev y Kamenev, los denuncié como traidores. ¿Es cierto que estos capituladores, perdida toda esperanza y atrapados por sus propias intrigas, tomaron el camino del terrorismo? No lo sé.
Sí sé que quisieron obtener clemencia para sí mismos comprometiéndome a mí.
Esta explicación es veraz y no contiene una pizca de mentira; sin embargo, es una verdad a medias y, por consiguiente, falsa. A pesar de haber roto relaciones con los acusados hace ya mucho tiempo, puedo afirmar sin la menor sombra de duda: estos viejos bolcheviques a quienes conocí durante tantos años (Zinoviev, Kamenev, Mrachkovski[44]) no cometieron, ni pudieron cometer, los crímenes que han «confesado».
Los no iniciados dirán que esta afirmación es paradójica o, cuanto menos, superflua. «¿Por qué dificulta usted su propia defensa defendiendo a sus enemigos mortales? ¿No es esta una actitud quijotesca?». De ninguna manera. Si hemos de poner fin a las falsificaciones de Moscú, debemos develar el mecanismo político y psicológico de las confesiones «voluntarias».
En 1931 se realizó en Moscú un juicio contra ciertos mencheviques; la acusación se basó exclusivamente en las confesiones de los acusados. Conocía muy bien a dos de ellos: el historiador Sujanov y el economista Groman[45]. Aunque algunos de los cargos parecían fantásticos, era imposible, creía yo, que estos viejos políticos a quienes consideraba —a pesar de nuestras diferencias ideológicas insalvables— hombres serios y honestos, pudieran mentir tanto sobre sí mismos y los demás. No cabe duda, pensé: la GPU arregló el prontuario, agregó algunas cosas —en su mayoría falsas—, pero debe haber algo de cierto en todo esto. Recuerdo que mi hijo, quien a la sazón vivía en Berlín, me dijo posteriormente, en el curso de una conversación en Francia: «El proceso de los mencheviques es un fraude completo».
«Pero ¿y las declaraciones de Sujanov y Groman?», respondí. «¡Ellos no son funcionarios venales ni pobres infelices!». Como explicación, si no como excusa, diré que hacía mucho tiempo que no leía la prensa menchevique; a partir de 1927 viví fuera de todos los círculos políticos (en Asia Central y Turquía) y carecía por completo de contactos con las personas. Sea como fuere, el error de juicio que cometí no se debió a mi confianza en la GPU (sabía que a partir de 1931 esta institución degenerada no era sino una pandilla de desgraciados), sino a mi confianza en algunos de los acusados. Subestimé el desarrollo alcanzado por las técnicas de desmoralización y corrupción; sobrestimé la capacidad de resistencia moral de algunas víctimas de la GPU. Posteriormente, los sucesivos procesos con su letanía de confesiones rituales develaron los secretos de la inquisición, al menos para cualquiera que fuera capaz de pensar, mucho antes del proceso de Zinoviev y Kamenev. En mayo de 1936 escribí un artículo para Biulleten Oppozitsii, donde decía:
La serie de procesos políticos públicos en la URSS demuestra hasta qué punto los acusados están dispuestos a confesar crímenes que no cometieron. Aquellos acusados que repiten en el tribunal un papel aprendido de memoria reciben sentencias leves, inclusive simbólicas. ‘Confesaron’ precisamente para hacerse acreedores a esta indulgencia legal. Pero ¿por qué necesitan las autoridades estas conspiraciones ficticias? A veces, para implicar a algún tercero de quien se sabe que no tuvo ni arte ni parte en el asunto; a veces, para encubrir sus propios crímenes, como son sus sangrientos e injustificados actos de represión; o bien, por último, para crearle un clima favorable a la dictadura bonapartista[46]… Hace tiempo ya que la GPU, es decir Stalin, emplea el sistema de obligar a los acusados a dar testimonios fantásticos que impliquen a terceros [«Todavía faltan los platos más picantes», Escritos 1935-36.]
Escribí estas líneas tres meses antes del juicio de Zinoviev-Kamenev (que tuvo lugar en agosto de 1936), en el que por primera vez se me sindicaba como organizador de una conjura terrorista.
Los acusados a quienes conozco militaron en el Oposición: posteriormente aterrados por la posibilidad de un cisma, o intimidados por la persecución trataron de reintegrarse al partido a cualquier precio. La camarilla dirigente les exigió que proclamaran que su programa era erróneo. Nadie lo creía; por el contrario, todos estaban convencidos de que las posiciones de la Oposición habían pasado la prueba de los acontecimientos. Sin embargo, a fines de 1927 firmaron una declaración en la que se autoacusaron de «desviaciones», «errores» y graves pecados contra el partido; al mismo tiempo, cantaron loas a nuevos jefes, por quienes no sentían la menor estima. Aquí ya tenemos, en estado embrionario, las confesiones de los futuros juicios…
La primera capitulación fue sólo el comienzo. El régimen se volvió cada vez más totalitario, la lucha contra la Oposición más dura, las acusaciones más monstruosas. La burocracia no podía permitir la discusión política porque estaban en juego sus privilegios. Quería encarcelar, deportar, fusilar a sus adversarios: para ello no bastaba con acusarlos de «desviaciones» políticas. Era necesario acusar a la Oposición de querer romper el partido, desorganizar el ejército, derrocar el poder soviético y restaurar el capitalismo. Para dar autoridad a las acusaciones a los ojos del pueblo, la burocracia exhibía a ex militantes de la Oposición en calidad de acusados y de testigos a la vez. Los capituladores se fueron convirtiendo en testigos falsos profesionales contra la Oposición y contra sí mismos. Mi nombre figuraba en todas las denuncias, como «principal enemigo» de la URSS, es decir, de la burocracia soviética: faltando este elemento, la denuncia era inaceptable. Primero fueron mis desviaciones socialdemócratas: luego, las consecuencias contrarrevolucionarias de mi política: luego, mi alianza de facto, si no de jure, con la burguesía contra la URSS, etcétera, etcétera. Cuando un capitulador intentaba resistir, se le decía: «Eso significa que sus declaraciones anteriores fueron falsas: por lo tanto, usted es un enemigo encubierto».
Las denuncias sucesivas se convirtieron en una bola de hierro engrillada a los pies del capitulador: y esa bola acabaría por ahogarlo… (véase La revolución permanente y recuérdese que este libro fue escrito antes del juicio de los dieciséis).
Al aparecer las dificultades políticas, los ex militantes de la Oposición fueron arrestados y deportados bajo acusaciones insignificantes o ficticias: se trataba de desgastar sus nervios, eliminar su sentido de la dignidad, quebrar su voluntad. Pronunciada la sentencia, la amnistía debía comprarse al precio de una mayor humillación. Debían declarar públicamente: «Reconozco que he engañado al partido, he sido deshonesto con el estado, he sido agente de la burguesía; rompo definitivamente con los trotskistas contrarrevolucionarios…», etcétera. Así, paso a paso, se realizó la «educación» —es decir, la desmoralización— de decenas de miles de militantes y la del partido en su conjunto, tanto acusadores como acusados.
Con el asesinato de Kirov, la conciencia del partido alcanzó un grado de descomposición inaudito. Tras una serie de comunicados oficiales contradictorios y mentirosos, la burocracia debió quedar satisfecha con una medida a medias: la confesión de Zinoviev y Kamenev por la cual aceptaban la «responsabilidad moral» del acto terrorista.
Esta confesión se obtuvo con el siguiente argumento sencillo: «Si ustedes no nos ayudan a echarle la responsabilidad, por lo menos moral, de los actos terroristas a la Oposición, demostrarán con ello que simpatizan con el terrorismo; en ese caso tomaremos contra ustedes las medidas del caso». En cada etapa de la capitulación las víctimas se enfrentaron a la misma alternativa: rechazar las denuncias anteriores y lanzarse a una lucha desesperada contra la burocracia —sin banderas, sin organización, sin autoridad personal—, o bien descender un poco más, acusándose a sí mismos y a otros de nuevas infamias. ¡Así llegaron al fondo del abismo! Bastaba determinar el coeficiente aproximado para prever las denuncias de la etapa siguiente. Así lo hice en repetidas ocasiones a través de la prensa.
La GPU cuenta con muchos recursos adicionales para lograr sus fines. No todos los revolucionarios dieron prueba de igual firmeza en las cárceles zaristas: algunos se arrepintieron, otros traicionaron, otros, por fin, pidieron clemencia. La GPU ha estudiado y clasificado los viejos archivos. El secretario de Stalin guarda los prontuarios más importantes. A veces basta sacar un papel para arrojar a algún alto funcionario al abismo…
Otros burócratas —centenares de ellos— combatieron en las filas de los Blancos durante la Revolución de Octubre. La crema de la actual diplomacia soviética pertenece a esta categoría: Troianovski, Maiski, Jinchuk, Surits. También la crema del periodismo: Koltsov, Zaslavski y muchos más[47]. A esta categoría pertenece el temible fiscal Vishinski, mano derecha de Stalin. La joven generación no sabe nada de esto: la vieja finge haberlo olvidado. Bastaría mencionar en voz alta la trayectoria de Troianovski para que la reputación del diplomático desapareciera. Stalin le ha podido arrancar a Troianovski todas las declaraciones y testimonios que necesita; los troianovskis no le pueden negar nada.
Generalmente, la denuncia de algún personaje prominente viene precedida de testimonios falsos arrancados a decenas de personas que lo rodean. Como primer paso, la GPU arresta a los secretarios, taquígrafos y dactilógrafos de su futura víctima, y les promete la libertad e inclusive ciertos privilegios a cambio de testimonios que comprometan a sus jefes. En 1924 la GPU arrastró a mi secretario Glazman al suicidio. En 1928 trataron de arrancarle al ingeniero Butov, el principal de mis secretarios, una serie de testimonio falsos en mi contra: se inició una huelga de hambre en la cárcel, y murió en el quincuagésimo día de ayuno. Mis colaboradores Sermuks y Poznanski fueron encarcelados y deportados en 1929[48]. No conozco su suerte. No todos los secretarios son tan valientes. La mayoría se dejó desmoralizar por las capitulaciones de sus jefes y la atmósfera corruptora del régimen. Para arrancarle una confesión falsa a un Smirnov o un Mrachkovski, la GPU empleó las (falsas) denuncias de sus colaboradores cercanos y lejanos y luego de sus mejores amigos. Al final, la víctima se encuentra tan atrapada en la red de testimonios falsos, que considera que toda resistencia es inútil.
La GPU vigila constantemente las vidas privadas de los altos funcionarios. A veces arresta a la esposa antes de atacar a la futura víctima. Ellas no participan en los juicios, pero durante la investigación preliminar, ayudan al magistrado a quebrar la resistencia de sus maridos. Suele suceder que el acusado «confiese» por temor a ciertas revelaciones íntimas que podrían comprometerlo ante su esposa e hijos. Encontramos rastros de estas triquiñuelas en las actas oficiales.
Las amalgamas jurídicas encuentran abundante material humano en la categoría de los malos administradores, verdaderos o falsos responsables de los reveses económicos, o en administradores imprudentes de los fondos del estado. El límite entre lo lícito y lo ilícito es muy vago en la URSS. Además de los salarios oficiales, los administradores reciben prebendas extraoficiales y semilegales. En épocas normales nadie piensa en castigarlos por eso. Pero la GPU tiene la posibilidad de colocar a su víctima ante la siguiente alternativa: morir acusado de abuso o robo de fondos del estado, o tratar de salvarse confesando que es un ex militante de la Oposición a quien Trotsky arrastró al camino de la traición.
El doctor Anton Ciliga, comunista yugoslavo que permaneció durante cinco años en las cárceles de Stalin, nos dice que los resistentes eran llevados varias veces al día a los patios de ejecución y luego a sus celdas[49]. El proceso es efectivo. No se emplean hierros calientes, ni medicamentos especiales. Bastan los efectos que ejercen los paseos de este tipo sobre la moral.
Los ingenuos preguntan: ¿No teme Stalin que las víctimas denuncien las mentiras ante el auditorio? El riesgo es ínfimo. La mayoría de los acusados temen no sólo por sus vidas, sino también por las de sus seres queridos. No es fácil calcular cual será la reacción de un auditorio cuando uno sabe que su esposa, su hijo, su hija están en manos de la GPU. Además, ¿cómo se denuncia la mentira? No hubo tortura física. Las confesiones «voluntarias» de los acusados son sólo la continuación de sus anteriores denuncias. ¿Cómo hacerle creer al auditorio y a la humanidad en su conjunto que uno se ha dedicado a autocalumniarse durante diez años?
Smirnov trató de denunciar las «confesiones» que él mismo había aceptado en la indagación preliminar. Inmediatamente el tribunal confrontó esta declaración con el testimonio de su esposa, sus propias denuncias y las declaraciones de los demás acusados. También se debe tener en cuenta la hostilidad que reina en la sala. Los cables y artículos de los periodistas adictos pintan un cuadro de «debate público». En realidad, la sala está abarrotada de agentes de la GPU que ríen en los momentos más dramáticos y aplauden las interrupciones más groseras del fiscal. ¿Los extranjeros? Diplomáticos indiferentes que desconocen el idioma ruso, o periodistas como Duranty, que ya tienen sus opiniones preconcebidas[50]. Un corresponsal francés nos muestra a un Zinoviev que escruta ávidamente al auditorio y, al no encontrar un solo rostro solidario, baja la cabeza resignado.
Añádase a esto que los taquígrafos son agentes de la GPU, el presidente del tribunal puede interrumpir la sesión en cualquier momento, los agentes que conforman el auditorio hacen escándalo. Todo está previsto. Los papeles están estudiados. El acusado que en la indagación preliminar se había resignado a cumplir su deshonrosa función, no ve razón alguna para cambiar de actitud en la sesión pública; perdería con ello su última oportunidad de salvarse.
¿Salvarse? Según los señores Pritt y Rosenmark, Zinoviev y Kamenev no tenían esperanzas de salvar sus vidas confesando crímenes que no habían cometido[51]. ¿Por qué no? En juicios anteriores las confesiones salvaron la vida de más de un acusado. La mayoría de las personas que siguieron los juicios de Moscú en todo el mundo, esperaban que los acusados recibirían clemencia. Lo mismo ocurría en la URSS. El Daily Herald, órgano del partido cuyo bloque parlamentario se honra con la presencia del Sr. Pritt (el Partido Laborista Británico), nos da un testimonio interesantísimo. Al día siguiente de la ejecución de los dieciséis, este periódico dijo: «Hasta último momento los dieciséis hombres fusilados hoy esperaron el decreto de clemencia… Existía la opinión generalizada de que un decreto aprobado hace cinco días, que les otorgaba el derecho de apelar, había sido promulgado expresamente para salvarlos». Por consiguiente, en Moscú las esperanzas siguieron vivas hasta el último momento. Los dirigentes fomentaron y alimentaron esas esperanzas. Los asistentes al proceso dicen que los condenados escucharon las sentencias de muerte con tranquilidad, como algo evidente; comprendieron que sólo esto daba algún fundamento a sus confesiones teatrales. No comprendieron —hicieron todos los esfuerzos por no comprender— que sólo la ejecución daba algún fundamento a la sentencia de muerte. Kamenev, el más tranquilo de todos, parecía albergar dudas acerca del resultado de la negociación desigual. Se habrá preguntado cientos de veces, «¿Se atreverá Stalin?». Stalin se atrevió.
En los primeros meses de 1923, en su lecho de enfermo, Lenin resolvió lanzar la lucha decisiva contra Stalin. Temiendo que yo cediera, me advirtió el 5 de marzo: «Stalin aceptará un compromiso podrido y luego traicionará». Esta fórmula define la metodología política de Stalin a las mil maravillas, sobre todo en relación con los dieciséis. Hizo un compromiso por intermedio del magistrado indagador; traicionó… con ayuda del verdugo.
Los acusados conocían sus métodos. A principios de 1926 Zinoviev y Kamenev rompieron con Stalin públicamente. La Oposición de Izquierda discutió si debía aliarse con alguno de los bloques. Mrachkovski, héroe de la guerra civil, dijo: ¡Con ninguno de los dos! Zinoviev se irá; Stalin traicionará.
¡Palabras aladas! Zinoviev se alió con nosotros y poco después, efectivamente, escapó. Mrachkovski y otros hicieron lo mismo. Los «fugitivos» trataron de reagruparse en torno a Stalin: éste aceptó un «compromiso podrido» y luego los traicionó. Los acusados apuraron el cáliz de la humillación hasta las heces. Luego los mataron.
Como vemos, el mecanismo no es complicado. Sólo se requiere un régimen totalitario: supresión de la libertad de crítica; someter a los acusados a los militares; un individuo que concentre las funciones de magistrado indagador, fiscal y juez; una prensa monolítica cuyos aullidos aterroricen a los acusados e hipnoticen a la opinión pública.