Sobre el envío de terroristas a la URSS[67]
6 de enero de 1937
Esta noche entramos al Golfo de México. Temperatura del agua, 27.º C. En el camarote el calor es bochornoso. El oficial de policía y el capitán están hablando por radio para concertar el desembarco (probablemente será en Tampico y no en Veracruz, como creíamos hasta hace unos días).
Uno de los capítulos más vergonzosos de la historia de la diplomacia soviética está relacionado con la preparación de los fraudes judiciales: me refiero a la iniciativa de Litvinov en la lucha contra los terroristas[68]. El 9 de octubre de 1934 un grupo de nacionalistas croatas y búlgaros, actuando en acuerdo con Italia y Hungría, asesinaron al rey Alejandro de Yugoslavia y al Sr. Barthou en Marsella. Sí bien el marxismo rechaza los métodos terroristas, esto no significa que los marxistas ayuden a la policía a liquidar a los «terroristas». Sin embargo, eso fue lo que hizo Litvinov en Ginebra. Aunque citó a Marx, el contenido de su ponencia se puede resumir en la siguiente consigna: «¡Policías de todos los países, uníos!». Les dije a mis amigos que esta infamia debía obedecer necesariamente a algún fin preciso. Stalin no necesitaba recurrir a la Liga de las Naciones para liquidar a sus enemigos internos. ¿Quién es el blanco del discurso de Litvinov? No pude dejar de responder: soy yo. No sabía lo que se estaba preparando. Pero a partir de ese momento comprendí que debía tratarse de algún gigantesco fraude judicial; la policía internacional, inspirada por Litvinov, ayudaría a Stalin en contra mía.
Hoy el plan resulta evidente. El intento de Litvinov de crear una santa alianza contra los terroristas coincide con la preparación de la primera amalgama en torno al asunto de Kirov. Litvinov había recibido las órdenes de Stalin antes del asesinato de Kirov, es decir, en los días febriles en que la GPU preparaba el atentado de Leningrado para implicar a la Oposición. El plan resultó demasiado complicado y chocó con diversos obstáculos. Nikolaev disparó antes de tiempo; el cónsul letón no pudo establecer un vínculo entre los terroristas y yo[69]. Todavía no se había creado el tribunal internacional contra el terrorismo. Lo único que queda del grandioso plan de alcanzarme a través de la Liga de las Naciones es el escandaloso discurso en que un diplomático soviético trató por todos los medios de unificar las fuerzas policiales del mundo contra el «trotskismo».
La «semana terrorista» de Copenhague (noviembre 1932) está estrechamente vinculada a la idea del tribunal internacional. Si existe un centro terrorista activo en Moscú, inspirado por mí desde el extranjero por intermedio de mensajeros a quienes las autoridades no pueden atrapar, resulta difícil acusarme ante el tribunal internacional. Era imprescindible enviarme terroristas de carne y hueso desde afuera. Por eso se fabricó la historia de que dos jóvenes desconocidos —Berman y Fritz David— me visitaron en Copenhague. Habría bastado una conversación para convertirlos en terroristas y, para colmo, en agentes de la Gestapo[70]. Al enviarlos a Rusia para liquidar a la mayor cantidad de dirigentes en el menor tiempo posible, yo les había invitado, sin embargo, a que no se pusieran en contacto con el centro terrorista de Moscú… por razones de clandestinidad: la mejor manera de proteger el centro «terrorista» era, por supuesto, mantenerlo alejado de los atentados terroristas… Goltsman vino para verme siempre en Copenhague, con el fin de acumular más pruebas para ser utilizadas en mi contra en el tribunal de la Liga de las Naciones: tuvo la desgracia de reunirse, en un hotel que había sido derribado años atrás, con mi hijo, quien a la sazón se encontraba en Berlín. En cuanto a Olberg, Moissei y Nathan Lurie, se dice que yo los lancé a la acción terrorista sin haberlos visto[71]. En verdad, la historia de la semana de Copenhague no habla muy a favor de la imaginación de quienes la fabricaron… Pero ¿qué otra cosa podían inventar?
Kamenev insistió ante el tribunal en que mientras Trotsky estuviera en el extranjero los terroristas seguirían infiltrándose en la URSS. Este Kamenev, quien hasta el momento de su derrumbe definitivo fue un «político astuto», trató de promover el objetivo principal de Stalin: imposibilitar mi permanencia en los países capitalistas. ¿Trotsky en el extranjero? ¡Terrorismo en la URSS! Kamenev evadió el problema de cuáles podrían ser los círculos sociales entre los cuales yo reclutaría mis agentes. Los rusos en el exterior se dividen en dos categorías: emigrados blancos y funcionarios soviéticos. Tras exiliarme a Turquía, la GPU trató, por intermedio de las secciones de la Comintern, de crear vínculos entre los «trotskistas» extranjeros, especialmente los checos, y la emigración blanca. Mis primeros artículos pusieron fin a esas maniobras. Los grupos de emigrados blancos, por grande que sea su hostilidad hacia Stalin, se sienten muchísimo más cerca de él que de mí, y no lo ocultan. Por otra parte, los círculos soviéticos en el exterior son tan pequeños y están tan estrechamente vigilados que debe descartarse toda posibilidad de realizar alguna actividad organizada en su seno. Baste recordar que Blumkin fue asesinado por haberme visitado una vez, a poco de mi arribo a Constantinopla: fue el único ciudadano soviético a quien vi en todos los años de exilio[72].
¿Quiénes son, pues, los cinco «terroristas» que yo supuestamente envié a la URSS y que revelaron sus intenciones ante el tribunal? Son intelectuales judíos, nacidos no en la URSS sino en países vecinos, integrantes del imperio (Lituania, Letonia). Sus familias huyeron de la revolución bolchevique, pero los jóvenes, gracias a su capacidad de adaptación, sus conocimientos de idiomas y sobre todo del ruso, pudieron encontrar un cómodo nicho en las oficinas de la Internacional Comunista. Estos funcionarios de la Comintern provienen de la pequeña burguesía, no tienen vínculos con la clase obrera, ni experiencia revolucionaria, ni preparación teórica seria; siempre listos para aplicar la última directiva de la burocracia, son una verdadera plaga para el movimiento obrero. Algunos de ellos coquetearon con la Oposición cuando fracasó su carrera. En muchas cartas y artículos he advertido a mis camaradas contra esa gente. Y es precisamente a estos plumíferos de la Comintern —desconocidos para mí— a quienes habría confiado mis proyectos terroristas más reservados y, justamente por ello, mis vínculos con la Gestapo. ¿Es absurdo? Pero la GPU no pudo encontrar otro medio social donde yo hubiera podido reclutar «terroristas» desde el extranjero. Y si yo no hubiera enviado emisarios a la URSS, mi participación en la conjura hubiera tenido un carácter demasiado abstracto.
Una idiotez conduce a otra: ¡resulta que cinco intelectuales judíos (Olberg, David, los hermanos Lurie, Berman) son agentes de la Gestapo! Es sabido que los intelectuales judíos, sobre todo los alemanes, suelen acudir a la Tercera Internacional, no por ser marxistas, ni comunistas, sino para que ésta los proteja de los antisemitas. Eso es lógico. Pero no se entiende qué motivos políticos o psicológicos pudieron llevar a cinco intelectuales judíos a embarcarse en el camino del terrorismo contra Stalin… en alianza con Hitler. Los propios acusados evadieron ese enigma con todo cuidado. Vishinski no mostró interés. Pero el problema merece atención. Reconozcamos por un instante que yo actué movido por la «sed de poder». ¿Qué movía a los cinco extraños? Ponían en juego sus cabezas. ¿Para qué?, ¿Para la gloria de Hitler?
Además, los motivos de Trotsky no resultan tan claros como pretenden los señores Rosenmark, Pritt y otros exégetas del fiscal soviético. Diríase que mi odio hacia Stalin me condujo a hacer exactamente lo que Stalin más necesitaba. A partir de 1927 he escrito centenares de artículos para advertir que la lógica del bonapartismo obligaría a Stalin a acusar a la Oposición de preparar una conjura militar, o un atentado terrorista. Repetí y fundamenté esta advertencia en repetidas ocasiones a través de la prensa. Sabiendo que Stalin no podía prescindir de los ataques a su «sacra» persona, yo debía proporcionárselos. Debía reclutar agentes casuales y evidentemente dudosos; debía aliarme con Hitler y reclutar judíos para la Gestapo; para que la colaboración no fuera secreta —¡no lo quiera Dios!— debía mencionarla a cualquier fulano, zutano y mengano que se me cruzara por el camino. En otras palabras, mi comportamiento debía ser… ¡precisamente el que puede concebir cualquier provocador de la GPU!