EL CEMENTO
Al abuelo le habría gustado seguir teniendo la ventana cubierta con un tablero para no ver a su padre, con la ayuda de un par de hombres del pueblo, arrancar el tocón de su sauce llorón para echarlo luego encima de la pila de ramas, limpias de hojas, en un rincón de la placita.
—Leña para el invierno.
Y dice el abuelo que el frío tardó en llegar y que la madera del sauce llorón soltó un humo raro, como si no quisiera irse, y su madre tuvo que abrir todas las ventanas de la casa para que saliera, convencida de que la estufa se había estropeado. El abuelo subió corriendo a la azotea y durante un momento la chimenea fue un tronco que hacía desaparecer otro.
El agujero que dejó el tocón, redondo como una o, enseguida quedó cubierto de tierra y a los pocos días el cemento endureció toda la placita con un gris claro como de humo desvaído.
Sentado en el banco de piedra, con los pies en el cemento, el abuelo recordaba a diario al sauce llorón con todas sus fuerzas. Al principio no se quitaba de la cabeza el tocón, la leña amontonada en el rincón. Después solo le venían el árbol torcido, las ramas a medias, el tronco herido por el rayo. Pero pocos días después ya recuperó la mejor imagen de él, muy recto, verde, lleno de hojas, con sus ramas de bailes tranquilos.
—Quizá si lo dibujas…
Su padre le llevó una caja de tizas de colores. A la hora de comer el abuelo, que por aquel entonces era un niño de once años, se sentó a la mesa con los dedos manchados de verde.