LOS DIENTES
El primer día, después de cenar, me mandaron a lavarme los dientes y cerraron la puerta del comedor.
Con el cepillo en la boca y la vista en el espejo, traté de entender el murmullo de voces de papá, mamá y los abuelos, pero no lo conseguí.
Me dije que, a partir de aquel día, siempre que me lavara los dientes antes de acostarme oiría las voces de los abuelos en el comedor. Y tendría que haberme alegrado, pero no pude.
Me gustaba que el abuelo fuera a recogerme al cole y que la abuela preparase platos lentos, pero los dientes quería seguir lavándomelos en el silencio de nuestra casa de cuando solo éramos tres.
Abrí el grifo y el chorro de agua borró todas las voces hasta que el niño del espejo dejó de ser yo y las que todavía eran mis manos cerraron el grifo y apagaron la luz con una prisa extraña.
Ya no se oían las voces de los mayores y desfilé hacia mi cuarto, pero la puerta del comedor seguía cerrada y sentí que aquella noche no tenía fuerzas suficientes para abrirla.