TOCAR LOS ÁRBOLES
A mí al principio me daba vergüenza tocar los árboles, que el abuelo se parase y los tocara y me los hiciera tocar.
—¿Qué hacéis ahí plantados? —nos preguntó un día Moisès, en broma.
—Buenas tardes, soy la madre de Moisès, Melissa. Usted debe de ser el abuelo de Jan.
—Me llamo Joan. Encantado. Le contaba a mi nieto que la sombra de un árbol puede salvarle la vida.
—¡Hala! —exclamó Moisès.
Se puso debajo de la sombra de aquel plátano de la Ronda y miró al abuelo con ojos de aventura.
Entonces el abuelo puso voz de cuento antiguo y nos dijo que de pequeño tenía un árbol que lo protegía del sol del mediodía y le servía de cabaña, de escondrijo y de confidente.
—¿Confidente? —repetimos los dos a la vez, mientras la madre de Moisès sonreía con las mejillas blandas.
—Me guardaba los secretos.
—¿Dónde? —Moisès.
—¿Cómo? —Yo.
Lo dijimos al mismo tiempo y entonces el abuelo recuperó su voz, miró la hora y se despidió del árbol con una caricia que imitamos Moisès y yo.