LA CULPA
Cuando estoy a punto de entrar en la cocina, el abuelo me frena con una barrera de palabras:
—No es culpa tuya. Es la enfermedad.
Me paro con la vista en el lazo del delantal de la abuela, que vuelve a estar delante de los fogones pero, por como se mueve, queda claro que sigue triste.
—La culpa es de la enfermedad, Jan. No es tuya, ni mía, ni de papá y mamá, ni de nadie. Métetelo en la cabeza.
El abuelo se ha sentado a la mesa del comedor con el estuche del dominó entre las manos. No habíamos vuelto a jugar desde aquel día en que nos quedamos con una partida a medias.
—¿Jugamos un rato y luego haces los deberes?
Me siento con él, de espaldas a la cocina. Oigo que la abuela apaga el extractor y la luz de la cocina y me la imagino con las manos detrás, desabrochándose el lazo del delantal mientras se acerca a la mesa. Me da un beso en la frente y cruza la barrera de palabras del abuelo:
—La única culpable es ella, la enfermedad.