UN MES
Ya hace un mes que los abuelos viven con nosotros. El despacho ya es su cuarto, con una cama «como Dios manda» y no aquel sofá. Mamá ha vaciado un armario para que pongan sus cosas. En un rincón de la encimera de mármol de la cocina están todas las pastillas que toman. En el baño grande hay cinco cepillos de dientes. Y papá ya hace días que dice que tenemos que comprar un sofá de más plazas.
Y ya se me han repartido bien. El abuelo me cuenta una fábula día sí día no. Y los días que no, toca papá y cuento. Por la mañana los abuelos me llevan al cole, menos el viernes, que es cuando mamá entra más tarde a trabajar y puede acompañarme.
Mientras mis padres trabajan y yo estoy en clase, los abuelos pasean, hacen algunos recados y después comen solos en nuestra casa. No me los puedo imaginar a los dos solos sentados a la mesa del comedor. «Pero si comemos en la mesita de la cocina, rey, —me dice la abuela—. El abuelo Joan pone la radio y escuchamos las noticias, nos gusta más que verlas, ya lo sabes». Después el abuelo friega los platos y la abuela se echa en el sofá.
Por la tarde siempre viene el abuelo solo a recogerme, porque la abuela se queda en casa leyendo, y es que después de comer le entran todos los males. A la vuelta, miramos los árboles, el abuelo me cuenta alguna historia mientras meriendo y vamos a comprar el pan.
Después yo hago los deberes con el abuelo muy cerquita para que me ayude con las dudas, y la abuela en la cocina prepara una de sus cenas de cuchara que nos comemos luego los cinco, con la tele apagada, porque desde que llegaron los abuelos nadie la ve mucho.
Ahora hablamos mientras cenamos, mis padres cuentan cosas del trabajo y los abuelos siempre tienen alguna anécdota del paseo de la mañana. Y cuando llega el postre, mientras el abuelo se pela la naranja, la abuela y mamá ponen esos ojillos de mirar hacia atrás y recuerdan cosas divertidas de hace mucho tiempo buscando la sonrisa del abuelo, que parece que no quiera escucharlas mucho. Papá y yo nos quedamos callados, pero no podemos evitar ponernos en la piel del abuelo, porque parece que nos lo pida.
Hay días en que papá corta en seco un recuerdo de mamá y la abuela, sobre todo si hablan del sauce llorón, y lo hace levantándose rápidamente de la mesa y doblando las servilletas con un «Venga, que es tarde, familia». Entonces yo también me levanto y recojo los vasos haciendo ruido, y el abuelo igual, y se agarra con las dos manos al frutero y se lo lleva arrastrando mucho los pies, como si fuera el frutero el que avanzara hacia la cocina y no el abuelo.