TICTAC
Unas semanas después, Moisès también fue a pasar un par de días a casa de mis abuelos en Vilaverd.
—¡Qué ruido! —Nada más entrar, se tapó los oídos y empezó a pasear la vista por las paredes, observando la colección de relojes antiguos del abuelo—. ¿Cuál da la hora bien?
El abuelo se echó a reír y nos llevó a su taller. Allí nos quedamos hasta que la abuela nos llamó para comer. Vimos las tripas de muchos relojes antiguos que el abuelo tenía guardados en una vitrina. Hasta nos enseñó uno de cuco que le llevó un vecino para que se lo arreglara y luego no volvió a recogerlo.
—¡Supongo que quería quitárselo de encima porque no le dejaba dormir!
Y los tres nos reímos mucho.
Sin embargo, al día siguiente por la mañana Moisès ya no reía, sino que ponía una cara «de entierro», como dice el abuelo, que daba miedo.
—¿Qué te pasa, hijo?
La abuela lo sentó en la silla de delante de los fogones, donde dicen que se sentaba mi bisabuela hasta que se murió. Yo ahí no me he sentado nunca, me da la impresión de que sería como sentarme en su regazo, y la abuela siempre cuenta que tenía muy malas pulgas.
—Me parece que no he dormido nada. Por la noche los tictacs aún se oyen más y se multiplican y hablan y se inventan ritmos y canciones… ¡Me han puesto muy nervioso!
El abuelo se rio y la abuela le dio un codazo. A papá le pasa lo mismo cuando nos quedamos a dormir en Vilaverd. Se levanta con unas sombras oscuras debajo de los ojos y la voz más grave de lo normal y se pasa el día refunfuñando, cosa que no le pega nada.
Moisès no tenía ninguna sombra debajo de los ojos, más bien se le habían hinchado, y hablaba con la voz de siempre, pero más bajito. El abuelo le acarició el pelo, todavía despeinado, y lo tranquilizó:
—Después de desayunar nos vamos a la pieza y allí podrás echarte una siestecita como Dios manda debajo de un almendro. ¡Eso lo cura todo!
El abuelo y su fe en los árboles.