COCER EL ARROZ
—Justo a tiempo. Acabo de echar el agua al arroz. ¿Ponéis la mesa?
Papá con delantal y cuchara de palo, el rey Arturo que llega para salvarnos.
El abuelo se sienta en la butaca y veo que vuelve a meterse en una cápsula de las suyas, quizá la del sauce llorón. Mamá también lo ve y corre a abrir el cajón del mantel y entre los dos ponemos la mesa como autómatas, como dos personajes de cómic que comparten el mismo bocadillo de pensamiento. Cuando la abuela nos ha saludado, hemos apagado el bocadillo al momento.
—¿Qué tal el paseo? ¿Cuántos árboles habéis abrazado?
Ha intentado parecer simpática, pero la pregunta le ha salido puntiaguda y fría.
Entonces mamá y la abuela han empezado a hablar como si estuvieran solas en la cocina, pero seguían en el comedor y no estaban solas, el abuelo y yo también estábamos. Al oírlas, mis ojos han buscado corriendo los del abuelo y los han encontrado vacíos: miraba hacia dentro, ni las oía ni las veía.
Después he buscado los ojos de mamá, para decirle que estaba allí delante, que las oía, que se encerrasen en algún lado a hablar de esa forma tan suya. Pero ella ha intentado tranquilizarme con la mirada mientras seguía hablando del abuelo con la abuela. Del abuelo, de nuestro paseo, del plátano que ha sido por un momento su sauce llorón. No he podido seguir escuchándolas, decían las cosas por su nombre, demasiado.
Me he metido en la cocina con papá, la vista se me ha perdido entre las burbujas del chup-chup de la paella, mientras mi cabeza era también un hervidero de pensamientos pequeños y duros como granos de arroz y no había forma de cocerlos, de ablandarlos. Me he imaginado la cabeza del abuelo llena de granos de arroz cada vez más alejados unos de otros, y a mamá y a la abuela separando los que aún se podrían cocer.
—Toma, pruébalo y dime si ya está hecho y si le falta sal.
Todo el mundo está de acuerdo en si el arroz no está hecho aún o si se ha pasado, pero en el punto de sal cada uno tiene su opinión.
He puesto el salero cerca del plato del abuelo.