CEMENTO BLANCO
Cuando llega mamá, nos encuentra jugando al dominó. Está a punto de reñirme al ver que aún no he hecho los deberes, pero la abuela se la lleva a la cocina y, mientras las clonecitas cotorrean, el abuelo y yo hacemos los ejercicios de matemáticas y los de catalán antes de que llegue papá.
A la hora de cenar, la abuela vuelve a hablar de los puntitos de felicidad, mis padres ya saben a qué se refiere y sonríen y también se hinchan como gorriones. El abuelo no dice nada del cinco doble y me mira con ojos de secreto.
Después de cenar, mis padres y los abuelos se han quedado de sobremesa y nadie se ha acordado de mi cuento, ni siquiera yo. Mientras me lavaba los dientes me he quedado embobado mirando el dentífrico, con la cabeza llena de letras, palabras, puntitos de felicidad.
Una o de bostezo en el espejo me ha hecho correr hasta la cama con los ojos medio cerrados y debo de haber apagado la luz con la oreja ya pegada a la almohada.
Me he despertado en plena noche, asustado por una pesadilla demasiado real. Mientras mis padres y los abuelos seguían hablando en el comedor con los platos de postre llenos de mondaduras de melocotón y naranja todavía en la mesa, yo cogía las fichas del dominó y tapaba todos los puntitos negros con una especie de cemento blanco que olía a flúor, hasta que todas las fichas se han quedado convertidas en blancas dobles.