LA PLAZA MAYOR
—¡Cuidado con los coches, Jan!
La abuela sufre siempre que vamos a la plaza mayor, porque todo el que llega al pueblo entra por allí. Pero el silencio de Vilaverd es tan denso que si se acerca un coche lo oímos mucho antes de verlo y tenemos tiempo de coger la pelota y sentarnos en el banco de piedra. Además, yo soy de Barcelona y Antonio es de Cornellà, y tenemos mucha práctica en eso de ir con cuidado con los coches.
Claro que no siempre podemos sentarnos en el banco. Muchas veces lo ocupan los viejos del pueblo, porque es el único rincón de sombra de toda la plaza y desde allí lo ven todo: la iglesia, los columpios, la calle que va a la placita, la carretera por donde llegan los coches, la bajada hacia los lavaderos.
Cuando el banco está lleno de viejos (caben cuatro), el silencio se vuelve más denso, porque no hablan, ni siquiera se miran, solo mordisquean un palillo o una ramita de hinojo, con la vista fija en un punto indefinido de la plaza.
De vez en cuando uno de ellos, no siempre el mismo, levanta el brazo izquierdo, justo la altura necesaria para que se le suba cuatro dedos el puño de la camisa y vea el reloj al acercarse la muñeca a dos palmos de la nariz; entonces dice qué hora es y los demás asienten con la cabeza.
Según el abuelo, eso es ver pasar el tiempo. Yo le digo que así lo que consiguen es alargar la tarde y el abuelo también asiente con la cabeza, como los viejos del banco, y me dice: «De eso se trata, Jan, hijo».