LA O
En el cuaderno de catalán he escrito mi nombre y el del abuelo.
Jan.
Joan.
Me he imaginado a las clonecitas tachando la o para que papá y el abuelo se pusieran de acuerdo. Borrándola. Estrujándola.
Las he visto en la cocina, entre cuchicheos, escondiendo la o debajo de un trapo o entre las mondaduras de patata y las cáscaras de huevo, en la basura. En el bolsillo del delantal, en la caja de cerillas, en el bote de las cucharas de palo.
Pero la o crecía y no podían esconderla en ningún lado. Se hinchaba como un pastel cuando se cuece en el horno, era una o rellena de levadura.
La abuela la cogía y la metía en el fregadero, abría el grifo y la remojaba con agua fría, desesperada, pero la letra crecía y crecía y mamá vaciaba el tercer cajón de la cocina y la tapaba con trapos de colores estampados con frutas, verduras y los días de la semana. Y los trapos quedaban empapados y el agua rebosaba y la abuela y mamá acababan mojándose bien mojadas y…
—¡Jan, despierta!
Un codazo de Moisès me ha salvado a tiempo de un rapapolvo de la de catalán.